A. K Benjamin - Para volverse loco

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Un tesoro de libro. Intrincado y profundamente íntimo, revela cosas que nos asombran, sorprenden y mejoran. —James Rhodes Están sentados cara a cara, cada uno a un lado del escritorio. Uno habla y otro escucha. El paciente expone y el doctor diagnostica. Sin embargo, a veces los extremos se tocan. La frontera entre la rareza y la enfermedad, la verdad y la fantasía, los despistes y la demencia senil o la excentricidad y la locura suele ser fina, y desde luego no es una línea recta. A. K. Benjamin nos abre las puertas de su consulta y nos presenta a sus pacientes. A través de sus casos, narra una historia que es a la vez muchas historias. Construye una galería de espejos llena de giros inesperados y revelaciones que consigue poner en duda nuestras ideas sobre la locura, el amor y la autodestrucción. El autor va más allá de las anécdotas para desdibujar los límites de lo que consideramos «normal». Solo a través de una prosa elocuente, irónica e incluso mordaz podría arrastrar al lector a profundizar en los conceptos más escurridizos de la neurociencia y la psiquiatría.

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—No es verdad. No soporta el dolor —dice hoscamente la madre, que está sentada muy coqueta en el sofá de la esquina—. Es un crío.

—Ya tiene casi diez años.

—Es un delincuente infantil.

—Más bien un adolescente precoz.

—Se parece un poco a su padre —afirma ella, mirándome directamente a los ojos.

—Pero más a su madre —responde él, mirándome directamente a los ojos.

Se supone que yo debería estar centrado en la conversación, pero mi mente está divagando. Pretendo tomar nota de algo importante:

Están sentados uno al lado del otro, con sus abrigos de lana a conjunto para él y para ella, la nieve en sus botas aún no se ha fundido, los separa un mundo entero.

—Me gustaría saber por qué no ha venido él mismo.

—Se ha negado a venir, doctor.

—Tú has dejado que se niegue —replica ella.

—Es casi lo mismo.

—Sí, claro, casi lo mismo.

Llevaba menos de dos minutos en esa visita de una hora, menos de un mes en esa nueva profesión. No solo los pacientes son vulnerables. No había dormido casi nada en las últimas noches preguntándome cómo sería él en persona. Lo habían derivado para una valoración preliminar al CAMHS (Servicio de Salud Mental para Niños y Adolescentes, por sus siglas en inglés) donde acababa de establecerme. Se me heló la sangre leyendo los posibles diagnósticos que había escrito el médico de cabecera: TDAH, autismo, trastorno de la conducta, epilepsia juvenil, trauma sin diagnosticar, y muchos otros derramados sobre el informe como si fuera un cuadro de Jackson Pollock. Era evidente que el padre, un entomólogo, los recordaba todos. No es lo mismo estar en un seminario de la carrera y recitar las últimas críticas más o menos fundamentadas de los diagnósticos psiquiátricos: “acto de habla opresor”, “los que lamen el culo a las empresas psicofarmacéuticas”, “el último desconcierto total de una profesión terminal”; no es lo mismo que conocer a la persona a la que intentan diagnosticar. Y el hecho de que solo fuera un niño hacía que todo fuera aún más perturbador.

Pero llegado el momento va y ni se presenta.

—Y entonces, ¿por qué han venido ustedes?

—Sí, ¿por qué hemos venido? —Mira a su marido—. Cuéntaselo, cuéntaselo —dice mientras sus labios palidecen—. No te atreves, ¿verdad?

Cuando los padres traen a un niño extremadamente perturbado, la norma general es no perder el tiempo evaluándolos a ellos; es más que evidente que el “anormal” es el niño. Pero como el niño no estaba ahí, no tenía otra opción.

—Bueno, es un poco revoltoso y se mete en líos. No sabe lo que le conviene, ni sabe cuándo parar… —Sus palabras caen dentro de un pozo, y aunque espera un poco, no parece que lleguen al fondo. Por un segundo, la sonrisa pegada en la cara de Milner se desprende por las comisuras. Años atrás debió de tener un atractivo oscuro, como de cosaco, pero ahora está más bien regordete y tiene un cierto aspecto de fracasado, lentamente va perdiendo su esencia.

—Hace poco le compramos un tren eléctrico Hornby con la esperanza de que le ayudara a desarrollar su imaginación.

—No, tú tuviste la idea, tú se lo compraste…

—De acuerdo, yo lo compré.

Y mientras él me cuenta la de horas que de pequeño pasó jugando a lo mismo con su padre, ella lo subtitula desde su lado del sofá poniendo los ojos en blanco, apretando la mandíbula, chasqueando la lengua y negando enérgicamente con la cabeza, por si acaso no me estoy dando cuenta de lo irrelevante y estúpida que es la explicación.

—¿Qué tipo de líos? —interrumpo.

—Su uniforme siempre está hecho un desastre, revienta bolígrafos de tinta con la boca, llega tarde a clase.

—Puso setas venenosas en las gachas de su hermano.

—Él creía que eran champiñones.

—Casi se rompe el cuello saltando por la ventana de su cuarto.

—Solo se rompió el pie, era un numerito para ganar amigos, es un diablillo.

—¿Diablillo? Es el Demonio.

—Solo quería impresionarles.

—Claro, igual que quería impresionar con su pene a la niña de dos casas más abajo, que solo tiene siete años.

Han tomado el control. Empiezo a tomar notas para simular que soy de utilidad, para sentir que todavía existo. Me pregunto hasta dónde es capaz de llegar el niño para sentirse igual cuando está con ellos.

Hay una copia impresa del historial clínico relevante junto al informe del médico de cabecera; al hermano, que entonces tenía cuatro años, lo hospitalizaron preventivamente por haber ingerido setas de origen desconocido. Anteriormente, ya lo habían hospitalizado dos veces: una por haber ingerido a la fuerza una chincheta y otra por haber recibido un golpe en la cabeza con un péndulo de plomo, después de que lo encerraran en un reloj de pie. Los ingresos al hospital de mi paciente incluían, entre otros, la inmovilización de un tobillo fracturado a la edad de siete años tras caer por la ventana de su cuarto a cinco metros de altura. También lo habían ingresado varias veces de Urgencias en los últimos meses. Cinco meses antes de nuestra cita, ingresó en el hospital por una operación relativamente menor, pero el día en que iban a darlo de alta se tiró deliberadamente de la cama, cosa que reabrió su herida quirúrgica y por ende alargó su estancia otra semana. Y tan solo dos semanas después, diez días antes de nuestra cita, el niño volvió a pasar la noche en el hospital por motivos no documentados.

Era obvio que el padre había borrado de su mente todas esas visitas al hospital. Un profesor de la carrera, un texano con inclinaciones al psicoanálisis, nos advirtió de que debíamos estar siempre atentos a la negación de nuestros pacientes: “Siempre habrá un elefante en la habitación, tendréis que haceros cazadores de elefantes”. (Nos reímos tanto de su prepotencia como de lo inapropiado que estaba siendo). “Uniforme desastroso”, “líos”: no eran más que su pobre manera de infravalorar la situación, una descripción eufemística en el mejor de los casos, conejitos en una habitación llena de elefantes. Mientras Milner ofrecía estos ejemplos de la delincuencia de su hijo parecía disociado y expuesto, y a duras penas conseguía dibujar su sonrisa de pega. Recuerdo pensar que no había ningún indicio de lo que había leído sobre el niño en la cara de este hombre tan tenso y mojigato, y viceversa. Sin duda eso era parte del problema.

—Tiene un umbral del dolor muy alto —dijo, dando la misma explicación por segunda vez.

—No es verdad. Además, eso no existe, ¿verdad? —me pregunta ella.

—Técnicamente sí que existe, ¿verdad? —me pregunta él.

—¿Verdad? —me pregunta ella de nuevo a mí, el árbitro.

Sigo garabateando un torrente de ideas a medio concebir, más pretenciosas que perspicaces. Por ejemplo:

B no asiste a la valoración preliminar, pero son los padres los que realmente están ausentes.

Y:

Se sienten completos en la miseria… completos, pero dependientes. Si B no existiera tendrían que inventárselo.

En realidad, solo estoy evitando los dos pares de ojos que me miran inquisitivamente.

—Bueno, es complicado —respondo.

Y es que, tal y como he aprendido durante el doctorado, nadie puede negar que el dolor es complicado. En términos darwinianos, se asocia con el peligro, el principio primario de organización del comportamiento humano. Su significancia se ve reflejada en su complejidad, ya que tiene más matices excepcionales que cualquier otra percepción sensorial, y sus parámetros apenas se están empezando a esbozar en la literatura (Crittenden, 2008). Los umbrales solo tienen sentido en el contexto de la tolerancia, la magnitud, la sensibilidad, el historial del dolor, las expectativas, el temperamento y la predisposición. Existen varias motivaciones potenciales; no se puede asumir que siempre se evitará el dolor cuando hay acciones motivadas por la búsqueda de experiencias nuevas o por la obtención de recompensas que también pueden controlar el comportamiento. Y todo esto sin tener en cuenta que las causas de nuestro dolor, potencialmente ilimitadas, pueden ser cualquier cosa sobre la faz de la tierra: los estudios muestran que los posibles estímulos que pueden generar dolor resultan únicos en cada individuo. La pelea del señor y la señora Milner es parte de una gran disputa en medicina que las especialidades de neurología, psiquiatría, anestesiología, ortopedia y psicología intentan evitar, resentidas por las negativas a ceder en sus restrictivas opiniones, aunque cada una sigue afirmando que es el origen intelectual de la disputa. El dolor es como un leproso, un paciente por el que todo el mundo se preocupa pero que nadie quiere tocar.

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