Ben Aaronovitch - La luna sobre el Soho

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Vuelve Peter Grant, el detective más mágico de Scotland Yard.Cyrus Wilkins, bajista de
jazz por las noches y contable de día, sufre un ataque al corazón durante una actuación en el Club 606 del Soho. Cuando el detective de Scotland Yard y aprendiz de mago Peter Grant examina su cadáver, no puede evitar fijarse en la canción que emerge del cuerpo de la víctima… un claro indicio de que una fuerza sobrenatural acabó con su vida. Con la ayuda de su padre, el famoso trompetista Lord Grant; el inspector Nightingale, el último mago de Inglaterra; y la hermosa y misteriosa aficionada al
jazz Simone Fitzwilliam, Peter tratará de acabar con una magia muy poderosa que amenaza la vida en el célebre y pintoresco barrio del Soho. «Los libros de Aaronovitch son una obra divertida, encantadora, ingeniosa y emocionante que dibuja un mundo mágico muy cerca del nuestro.» The Independent"Una magnífica segunda entrega de las aventuras de Peter Grant. Aaronovitch logra crear una melodía perfecta con una intriga que te deja sin aliento." SF Review"Personajes creíbles, una intriga policial realista ambientada en un mundo mágico: en suma, uno de los libros más entretenidos que he leído en mucho tiempo." Fantasy Literature"Aaronovitch posee un sentido del humor agudo y satírico, y sus novelas son impecables y entretenidas, donde el Londres mágico es otro protagonista." The Speculative Scotsman

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—¿Estás preparado?

Me puse la capucha y tiré de los cordones. Stephanopoulos me dio una mascarilla y me condujo al interior del club. El vestíbulo tenía un suelo de azulejos blancos que, a pesar de las precauciones que se habían tomado, tenían un rastro de manchas de sangre que atravesaba un par de puertas con celosías de madera.

—El cuerpo está abajo, en el baño de caballeros —indicó Stephanopoulos.

Las escaleras que llevaban a la escena del crimen eran tan estrechas que tuvimos que dejar subir a una multitud de forenses antes de bajar nosotros. No existen los grupos forenses que ofrezcan servicios completos. Es algo muy caro, de manera que se encargan grupitos al Ministerio del Interior como si fuera comida china para llevar. A juzgar por el número de trajes Noddy que pasaron por delante de nosotros, Stephanopoulos había pedido el menú especial para seis con doble de arroz frito con huevo. Yo era, supuse, la galleta de la suerte.

Como la mayoría de los baños del West End de Londres, los del Groucho eran angostos y tenían los techos bajos debido a la modernización de los sótanos en las casas adosadas. La gerencia del club los había forrado con paneles alternos de acero pulido y metacrilato de color rojo cereza. Era como estar pisando un nivel horripilante de System Shock 2 . Las pisadas de sangre que salían de ellos tampoco ayudaban.

—Lo encontró un empleado de la limpieza —dijo Stephanopoulos. Aquello explicaba las pisadas.

A la izquierda había unos lavabos de porcelana cuadrados; en frente, una sucesión de urinarios normales y corrientes y, apartado a la derecha, sobre un par de escalones, estaba el único retrete con cabina. Un par de tiras de cinta protectora mantenían la puerta abierta. No hacía falta que nadie me dijera lo que había dentro.

Resulta curiosa la forma que tiene el cerebro de procesar la escena de un crimen. Durante los primeros segundos apartas los ojos del horror y te fijas en las cosas triviales. Era un hombre blanco de mediana edad y estaba sentado sobre el inodoro. Tenía los hombros caídos hacia adelante y la barbilla le descansaba sobre el pecho, lo que dificultaba poder verle el rostro, pero tenía el pelo castaño y un principio de calvicie en la coronilla. Llevaba puesta una chaqueta de tweed cara y gastada que le habían quitado de los hombros para mostrar una camisa de rayas diplomáticas, azul y blanca, bastante bonita. Los pantalones y la ropa interior le rodeaban los tobillos, sus muslos eran blancuchos y peludos. Las manos le colgaban flácidamente entre las piernas, supuse que se había estado agarrando la entrepierna hacia arriba hasta que perdió la conciencia. Tenía las manos pringadas de sangre, los puños de la chaqueta y la camisa también estaban empapados en ella. Me obligué a mirar la herida.

—Me cago en la puta —dije.

La sangre se había derramado en el inodoro y, sinceramente, no deseaba estar en la piel de los pobres y jodidos forenses que iban a tener que pescar a su alrededor después. Algo le había extirpado el pene de raíz, justo por encima de las pelotas, y a no ser que me equivocara, lo había dejado agarrado a lo que le quedaba hasta desangrarse.

Era horrible, pero me extrañaba que Stephanopoulos me hubiera arrastrado hasta allí para un curso intensivo sobre teorización de las escenas criminales. Tenía que haber algo más, de modo que me obligué a mirar la herida de nuevo y entonces vi la conexión. No soy un experto, pero a juzgar por el borde irregular de la herida no me pareció que fuera provocada por un cuchillo.

Me levanté y Stephanopoulos me dirigió una mirada de aprobación, presumiblemente porque no había salido corriendo de la escena entre gimoteos, agarrándome la entrepierna.

—¿Esto te resulta familiar? —preguntó.

4. Una décima parte de mis cenizas 10

El club Groucho se inauguró más o menos cuando yo nací para ofrecer sus servicios a aquellos artistas y profesionales de los medios de comunicación que pudieran permitirse invertir en su irónico posmodernismo. Por norma general, pasaba desapercibido para la policía porque, por muy de moda que estuviera el inconformismo de sus mecenas, no solían discutir sobre ello en la calle los sábados por la noche. O no lo hacían a no ser que hubiera alguna oportunidad de llegar así a los periódicos del día siguiente. Por allí se pasaban bastantes famosos con potencial para ir a rehabilitación, y apoyaban así al nicho ecológico de paparazzi que se agolpaba en la acera situada en frente de la entrada. Aquello explicaba por qué Stephanopoulos había acordonado la calle. Supuse que los fotógrafos estaban ahora tan enfadados como unos niños de cinco años.

—¿Estás pensando en St. John Giles? —pregunté.

—El modus operandi es bastante particular —respondió Stephanopoulos.

St. John Giles era un supuesto violador que los sábados por la noche drogaba a sus citas y cuya trayectoria se había visto truncada, literalmente, unos meses antes en un club, cuando una mujer, o al menos algo que tenía el aspecto de mujer, le había mordido el pene… con su vagina. Se llama vagina dentata y no se había registrado ningún caso verificado médicamente. Lo sé porque el doctor Walid y yo investigamos hasta llegar al siglo xvii para encontrar alguno.

—¿Conseguisteis avanzar algo con el caso? —preguntó Stephanopoulos.

—No —contesté—. Tenemos su descripción, la del amigo de St. John, algunas imágenes borrosas de una cámara de vigilancia y poco más.

—Al menos ahora podemos partir de una victimología comparativa. Quiero que llames a Belgravia, preguntes por el número del caso y que pongas al servicio de nuestra investigación a tus personas de interés —dijo.

Una «persona de interés» es un individuo que ha llamado la atención de la investigación y que aparece en el HOLMES, el gran sistema de búsqueda. Las declaraciones de los testigos, las pruebas forenses, las notas de los detectives en un interrogatorio, incluso las imágenes de las cámaras de vigilancia, todo le sirve de suministro al procesador informatizado de investigación. El sistema original surgió como resultado directo de la investigación Byford del caso del destripador de Yorkshire. Se interrogó varias veces al destripador, Peter Sutcliffe, antes de que lo detuvieran accidentalmente, en un control rutinario de tráfico. Los policías pueden vivir pareciendo corruptos, abusones o tiranos, pero que queden como unos estúpidos es intolerable porque eso suele minar la confianza que tienen los ciudadanos en el cuerpo de la ley y es perjudicial para el orden público. Puesto que faltaban chivos expiatorios que resultaran prácticos, la policía se veía obligada a profesionalizar a una cultura que, hasta entonces, se enorgullecía de que sus miembros fueran unos aficionados sin talento. HOLMES era parte de ese proceso.

Para que la información resultara útil, debía ponerse en el formato adecuado y comprobarse para asegurar que cualquier detalle relevante se había seleccionado y clasificado. No es necesario decir que yo todavía no había hecho nada de eso con el caso St. John Giles. Sentía la tentación de explicar que trabajaba para un departamento de dos personas, uno de los cuales acababa de aprender a controlar la televisión por cable, pero por supuesto que Stephanopoulos ya era consciente de ello.

—Sí, jefa —dije—. ¿Cómo se llama la víctima?

—Jason Dunlop. Era miembro del club, un periodista independiente. Se había registrado en una de las habitaciones del piso de arriba. La última vez que lo vieron yendo hacía allí fue justo después de las doce y lo encontró aquí, después de las tres, uno de los empleados de limpieza nocturnos.

—¿Hora de la muerte? —interrogué.

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