—¿Quieres la verdad? —dijo Boa, poniéndose de cuclillas sobre una rama para poder observar a Candy a través del manto de hojas—. Pues toma, aquí la tienes. Habría absorbido toda la energía vital que hay en ti para curarme por completo, pero esa bruja gorda no me dejó hacerlo en su totalidad. Y cuando hago lo único que me quedaba como opción, coger a su hijo, viene a perseguirme gritándome como si hubiera cometido un crimen. ¡Menuda mujer más ridícula!
—¡Te he oído!
—¿Y? ¿Crees que te tengo miedo?
—Sé que lo tienes, ¡puedo notarlo!
Se produjo un gran alboroto en los árboles a espaldas de Boa. Las ramas se resquebrajaban a medida que se agitaban y su movimiento se volvía más impetuoso según se aproximaba.
—Estás muerta, vil criatura.
—No. La muerte es lo que todos vosotros heredaréis ahora. Yo he vuelto a la vida. Pero tú… tú caerás tarde o temprano, como el crío, en el olvido. No se harán excepciones para los niños o las niñas perdidas. Todo el mundo morirá tarde o temprano. Y tú…
Dio un salto desde la rama donde había estado posada para bajar hacia donde estaba Candy. Le agarró la cara y las dos cayeron de espaldas a través de los matorrales puntiagudos del suelo. Apartó la mano del rostro de Candy y buscó su cuello.
—¡En tu caso será temprano!
Capítulo 16
Laguna Munn se enfada
Si Candy no hubiese tenido en el punto de mira el rostro de la princesa, habría sucumbido pronto a su abrazo mortal. Pero, por suerte, solo tuvo que mirar el rostro bello y lleno de odio de Boa para seguir luchando, aunque la fuerza que ejercía alrededor de su garganta la dejaba prácticamente sin aire. Siguió pegándole a Boa en la cara, una y otra y otra vez, decidida a no permitir que la oleada de oscuridad que tenía delante de los ojos la abrumara. Pero ni siquiera con la ayuda de la furia que le hacía sentir Boa para mantenerse consciente podría refrenar aquella marea negra para siempre. Sus puñetazos eran cada vez más débiles y Boa no mostraba la más mínima señal de estar magullada o de cejar en su ataque. Bajó la vista para dirigirle a Candy la mirada implacable de un verdugo.
Y entonces detrás de su triste rostro apareció una mezcla de colores tan caótica que los ojos cansados de Candy no lograron encontrarle sentido.
Pero la voz que acompañaba aquellos colores era otro tema. A eso sí que le encontraba el sentido.
—Suelta a la muchacha ahora mismo —dijo la hechicera— o te juro que te romperé todos los huesos del cuerpo, seas o no una princesa.
Un instante después, las manos de Boa soltaron el cuello de Candy, quien, agradecida, dio un par de bocanadas de aire dulce y limpio. A su cuerpo le llevó un rato hacer retroceder aquella marea que había estado a punto de ahogarla y, para entonces, la lucha entre Laguna Munn y Boa ya se había alejado un poco del lugar en el que ella estaba tumbada. Cuando se puso en pie y miró a su alrededor, las vio bastante arriba en la pendiente, separadas por varios metros pero unidas por múltiples cordones mágicos: los que había lanzado la señora Munn le clavaban los dedos llameantes a Boa, mientras que los que había conjurado Boa bailaban una despiadada tarantela alrededor de la señora Munn. Los cordones desprendían brillantes partículas de energía (algunas no más grandes que las luciérnagas, otras del tamaño de unos pájaros en llamas) que contaminaban la oscuridad de los alrededores del círculo con cenizas y madera ennegrecida por el fuego mágico de las combatientes.
Candy sabía cuándo algo le venía grande. Aquellas dos estaban intercambiando envites de una magia que ella no comprendía y que mucho menos sabría conjurar. Bajo su atenta mirada, ambas invocaron más sufrimientos y daños que lo iluminaban todo a su alrededor y volcaron su furia la una sobre la otra al gritarse en lo que Candy identificó como abaratiano antiguo, la lengua materna del propio tiempo. No entendía ni una sola sílaba de lo que se aullaban mutuamente, pero se veían extrañas pruebas de su fuerza, causadas por el fuego, en las ramas y en el suelo que había alrededor de todo el bosquecillo.
Mientras que la mayoría de los fragmentos de poder permanecían en el área de influencia, unos pocos se escaparon y, cuando encontraron entes vivos en la parte superior e inferior de las ramas, los transformaron. Fueron los pájaros acapelos de canto dulce los que arrojaron luz sobre el espectáculo al verse convertidos por la magia en bestias con algo de murciélago y también algo de lagarto. Los picos que una vez habían sido pequeños se convirtieron en hocicos del tamaño de sus cuerpos, que atravesaron la densa celosía de ramas, ramitas y hojas a medida que descendían desde sus posiciones elevadas. El techo cristalino de la cueva arrojó unos rayos de arcoíris plateados hacia abajo que iluminaron el mundo sombrío que allí había.
Durante unos segundos, Candy se sintió cautivada por las extrañas formas de vida que no dejaban de surgir desde los árboles hasta los matorrales: parientes bizarros de criaturas que podrían haberle resultado extrañas incluso en su estado normal, pero que parecían incluso más extraordinarias ahora.
El espectáculo la tenía cautivada hasta tal nivel que no notó que las dos mujeres habían dejado de pelearse bajo la cueva chamuscada y que descendían la pendiente en su dirección, hasta que oyó la voz de la señora Munn:
—¡Cógelo, niña!
Candy consiguió apartar la mirada de los animales y descubrió a Laguna Munn acercándose a través de los árboles a una velocidad extraordinaria. Venía corriendo sin miedo alguno a través de los arbustos de espinas, a no más de siete u ocho zancadas de donde se encontraba Candy.
Volvió a gritar, como si el sentido de lo que decía fuera lo suficientemente claro por sí solo.
—¡Cógelo, niña!
Y mientras chillaba y corría hacia Candy, le tendió la mano derecha, que estaba medio abierta y completamente vacía.
—Date prisa, niña. ¡La despiadada criatura que me sigue pretende quitarnos la vida!
Candy miró hacia atrás por encima del hombro de la señora Munn y vio que la recién adquirida musculatura de Boa mostraba una expresión de furia que rozaba la demencia: los ojos se le salían de las órbitas, la boca jadeaba y los labios se le enrollaban como los de un perro trastornado, dejando a la vista no solo los dientes sino también las encías. Su cuerpo, aunque seguía estando desnudo, lucía un estampado de manchas oscuras en constante cambio que se movían por debajo de la piel, dividiéndose en ronchas borrosas en un sitio y juntándose en una sola forma irregular en otro.
Incluso su rostro estaba marcado por una multitud de manchas, que después se convertían en crecientes hileras y, finalmente, en un solo diamante negro. Cada dibujo se iba transformando en otro sin que mantuvieran ninguna forma durante más de un segundo.
Por alguna razón, aquel despliegue hizo que Candy perdiera los nervios. Era literalmente enfermizo; hacía que el estómago se le revolviera y tuvo que hacer todo lo que pudo para no vomitar.
La mano medio abierta de la señora Munn estaba ahora delante de Candy.
—¡Cógelo! —dijo la señora Munn—. ¡Vamos!
—¿Coger el qué?
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