—¿Qué estás mirando, vieja y gorda águila ratonera?
La señora Munn sacó un pañuelo grande de una de las mangas de su vestido.
—Nada que merezca la pena —respondió mientras se limpiaba la cara—. ¡Solo a ti!
Y con eso dio un salto rápido hasta el manto de hojas en el que Boa estaba agachada y dejó caer el pañuelo sobre el suelo.
—¡Cuida de Jollo! —le gritó a Candy mientras desaparecía dentro del manto sombrío. Entonces los árboles adyacentes se sacudieron a medida que Boa intentaba escapar por ellos. La persecución que se llevaba a cabo arriba ascendió aún más por la pendiente y Candy se quedó sola con el niño enfermo.
¿Mamá? —dijo Jollo cuando Candy se sentó a su lado. No le hizo falta corregir su error—. Espera, tú no eres mamá.
—Tu madre no tardará —le dijo Candy—. Solo estoy aquí para cuidarte hasta que vuelva.
—Candy.
—Sí.
—Salió de ti, ¿verdad? La joven que me ha matado.
—No estás muerto, Jollo. Y tu madre no va a permitir que mueras.
—Hay algunas cosas que ni siquiera mamá puede controlar —dijo Jollo. Su voz sonaba más débil con cada palabra.
—Escúchame —dijo Candy—. Sé que lo que te hizo la princesa fue horrible, intentó hacer lo mismo conmigo. Pero aguanta, por favor.
—Para qué.—¿Para qué?
—No te preocupes, no tienes que contestarme a eso. —Levantó la cabeza del suelo y miró de reojo a Candy—. Háblame de la Constrictora.
—¿La qué?
—Boa —contestó. Su rostro se convirtió de repente en el patio de recreo de la malicia—. ¿Lo coges? ¡Ja! Me lo acabo de inventar.
En cuanto la muerte se apartaba de la mente, todo era posible. Candy sonrió. Vio que había mucha dulzura en él, escondida detrás de su melancolía.
—¿Estuvo dentro de ti todo el tiempo?
—Sí, así es.
—Pero no sabías la clase de monstruo que era, ¿verdad?
Candy negó con la cabeza.
—No tenía ni idea —dijo—. Ella formaba parte de mí.
—¿Y ahora? ¿Cómo te sientes?
—Vacía.
—¿Te sientes sola?
—Sí…
—Aun así, es mejor que ya no esté.
Candy lo consideró durante un instante antes de responder.
—Sí. Es mejor.
Antes de que Jollo pudiera hacerle más preguntas, una figura agradable y familiar apareció entre los árboles.
—¡Solo soy yo!
—¡Malingo!
—El mismo geshrat de siempre —dijo—. Pero, ¿este quién es?
—¿Te acuerdas de Jollo? ¿El chico de la señora Munn?
—Me recuerda tal y como era —dijo Jollo—. Antes de que Boa viniera a por mí.
—Entonces ha funcionado —dijo Malingo.
—Sí, ella ya no está —contestó Candy—. Pero casi acaba con el pobre Jollo.
—Y contigo.
—Bueno, sí, y conmigo.
—¿Dónde está ahora?
—Arriba, en algún sitio entre los árboles —comentó Candy.
—Está huyendo de mi mamá —dijo Jollo. Miró a Candy—. ¿Verdad?
—Eso es.
—Pero yo quiero que vuelva ya. Para decirle adiós.
—Quizás debería ir a buscarla —sugirió Candy.
—Sí… —dijo Jollo.
Candy agarró la mano de Jollo. Tenía los dedos sudorosos, pero estaban fríos.
—¿Tú que crees, Jollo? Si le digo a Malingo que se quede contigo, ¿me prometes que no te… no te…?
—¿Que no me moriré? —dijo Jollo.
—Sí, que no te morirás.
—Está bien —dijo—. Lo intentaré. Pero trae pronto a mamá, quiero que esté aquí conmigo si… si no puedo quedarme mucho más.
—No digas eso —le dijo Candy.
—Es la verdad —respondió—. Mamá dice que está mal decir mentiras.
—Bueno, sí —dijo Candy—. Está mal.
—Pues date prisa —dijo apartando los dedos de la mano de Candy—. Encuéntrala. —Se volvió hacia Malingo—. Una vez fuiste el esclavo de un mago, ¿no es así? —dijo.
—Pues sí —respondió Malingo.
—Acércate más, no puedo verte con la oscuridad. Ahí, eso está mejor. Cuéntamelo. ¿Era cruel? He oído que era cruel.
El interés de Jollo por Candy se había esfumado; ahora toda su atención estaba centrada por completo en Malingo. Candy se levantó y los dejó para que hablaran, contenta de que el niño se entretuviera.
—¿Y cómo te convertiste en esclavo? —le preguntó a Malingo.
—Mi padre me vendió… —empezó a decir Malingo.
Candy no escuchó nada más. Retrocedió hasta que ya no pudo ver a Jollo y él tampoco la veía a ella. Solo entonces le dio la espalda al lugar en el que estaba tumbado y se enfrentó a la pendiente arbolada. Esta vez no le hizo falta la magia para trazar el camino hasta la señora Munn. Podía oír la persecución que estaba teniendo lugar a través del denso manto entrelazado en la parte alta de la pendiente. Candy podía escuchar incluso el eco que producía la hechicera al llamar a Boa.
—No hay forma de salir de esta isla, Boa.
—Déjame en paz, ¿vale? —le gritó Boa mientras corría a toda velocidad por la copa de los árboles—. No sabía que el chico era tu hijo. Te juro que no lo sabía. Es decir, ¿cómo iba a saberlo? No hay ningún parecido.
—¡Mentirosa! ¡Mentirosa! —gritó Candy como respuesta. Su interrupción era un eco de la de Boa de unos minutos antes. Pero tenía más cosas que decir—. Sabías exactamente quién era, Boa, porque yo lo sabía. Y si yo lo sabía, entonces…
—¡No te metas en esto, Quackenbush! —gritó Boa—. ¡O te arrepentirás!
—Ya me arrepiento —le gritó Candy a su vez—. Me arrepiento de haber dejado que salieras de mi cabeza.
—¡Oh, cómo escuece el arrepentimiento! —se jactó Boa—. Bueno, ya está hecho, niña, y ya no podrá deshacerse nunca. Así que es mejor que te acostumbres. Ya estoy en el mundo y todo cambiará a partir de ahora. Todo.
—¡Mantente alejada de ella, Candy! —voceó la señora Munn—. ¡O te hará daño!
—No le tengo miedo —dijo Candy.
—¡Mentirosa, mentirosa, cara de osa! —canturreó Boa.
—Bueno, una de las dos va a tener que decir la verdad tarde o temprano —respondió Candy.
Boa llegó por fin al árbol al pie del cual estaba Candy y miró hacia abajo a través de las hojas que definían su silueta, como si fueran planetas con anillos dorados a su alrededor. Que el cuerpo de Boa estuviera definido por el doble movimiento de unos anillos brillantes no era un accidente. Su nueva piel, pagada con el sufrimiento de Jollo, había tomado como inspiración el diseño del follaje que tenía alrededor.
Читать дальше