Clive Barker - Medianoche absoluta

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La hora más oscura está cada vez más cerca… Candy Quackenbush continúa su viaje por el mundo fantástico y feroz de Abarat: un archipiélago donde en cada isla es una hora distinta del día, el eterno teatro de una lucha sin tregua entre luz y oscuridad. Antiguos presagios empujan a Candy a surcar las aguas del mar de Izabella: todo indica que se acerca una tormenta. Mater Motley está obsesionada con convertirse en la emperatriz de las Islas y, para alcanzar su objetivo, urde un plan simple y diabólico: oscurece los cielos, cubriendo soles, lunas y estrellas, y despierta de los rincones más remotos del archipiélago a unos monstruosos aliados dispuestos a luchar a su lado en la batalla. Tinieblas implacables se ciernen sobre Abarat: la Medianoche Absoluta acaba de empezar y solo Candy tiene el poder para detenerla. «He visto el futuro del terror y su nombre es Clive Barker.» Stephen King"Abarat es una creación intrigante y merece ser comparado con Oz. Barker utiliza el poder de lo fantasmagórico, en un mundo regido por la lógica de los sueños." Kirkus Reviews"Clive Barker es la gran mente creativa de nuestro tiempo." Quentin Tarantino"Te mantiene fácilmente enganchado a sus páginas." The New York Times Magazine

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Las islas seguían siendo, no obstante, pedazos de tiempo apartados los unos de los otros. Solo los sonidos encontraban la manera de atravesarlos por alguna razón; el eco del eco, siniestramente lejano. Pero no resultaba difícil distinguir los sonidos de la cercana Hora de Gorgossium. Se estaba llevando a cabo una demolición. Enormes máquinas excavadoras estaban en marcha, tiraban muros y cavaban cimientos. El ruido rebotaba en los altos acantilados del oeste de Jibarish.

—¿Qué están haciendo allí? —se preguntó Malingo en voz alta.

—Es mejor no preguntar —dijo Ruthus en voz baja—. Ni pensar en ello. —Levantó la vista hacia las estrellas, que brillaban tanto sobre Jibarish que el conjunto de su luminosidad era mayor incluso que el de la luna más reluciente—. Es mejor pensar en la belleza de la luz que en lo que ocurre en la oscuridad, eso es. La curiosidad mata. Perdí a mi hermano Skafta, mi gemelo, precisamente porque hacía demasiadas preguntas.

—Lamento oír eso —dijo Candy.

—Gracias, Candy. Y ahora ¿dónde queréis que os deje? ¿En la isla grande o en la pequeña?

—No sabía que hubiera una grande y una pequeña.

—Oh, sí, por supuesto. Las qwarv controlan la isla grande. La pequeña es para la gente corriente… y para la bruja, desde luego.

—¿Con lo de bruja te refieres a Laguna Munn?

—Sí.

—Entonces esa es la isla a la que queremos ir.

—¿Vais a ver a la hechicera?

—Sí.

—Sabéis que está loca, ¿verdad?

—Sí, hemos oído que la gente lo decía. Pero la gente dice muchas cosas que no son verdad.

—¿Sobre ti, quieres decir?

—Yo no…

—Lo hacen, ya lo sabes. Dicen toda clase de chifladuras.

—¿Cómo qué? —preguntó Malingo.

—No importa—dijo Candy—. No me hace falta escuchar las estupideces que se le ocurren a la gente. No me conocen.

—Y de ti también, Malingi —dijo Ruthus.

—Malingo —le corrigió el propio Malingo.

—También dicen cosas terribles sobre ti.

—Ahora sí que quiero saberlas.

—Puedes elegir, geshrat. O te cuento un cotilleo ridículo que he escuchado y mientras desperdicio mi tiempo haciéndolo las corrientes nos llevan a esas rocas, o me olvido de las tonterías y hago el trabajo por el que me estáis pagando.

—Llévanos a tierra firme —dijo Malingo con tono de decepción.

—Será un placer —dijo Ruthus, devolviendo su atención al timón.

Las aguas de alrededor del barco empezaban a agitarse.

—¿Sabes…? No quiero tener qué decirte cómo hacer tu trabajo —dijo Candy—, pero si no tienes cuidado la corriente nos meterá en esa cueva. La ves, ¿verdad?

—Sí, la veo —gritó Ruthus por encima del clamor y la cólera del Izabella—. Ahí es adonde vamos.

—Pero la marea está…

—Muy picada.

—Sí.

—Agitada.

—Sí.

—Entonces es mejor que te agarres fuerte, ¿no crees?

Antes de que intercambiaran más palabras, el barco se introdujo en la cueva. El acceso al interior de la caverna obligaba a que las aguas espumosas ascendieran y se avivaran, se avivaran y ascendieran, hasta que los últimos sesenta centímetros del mástil del barco se desprendieron al raspar el techo. Durante unos terroríficos momentos pareció que el barco entero y aquellos que iban a bordo chocarían contra el techo y se convertirían en puré y astillas, pero, con la misma rapidez con la que se elevaron, las aguas volvieron a descender sin causar más daños. El canal se ensanchó y la rápida corriente disminuyó.

Aunque ya los había trasportado una distancia considerable hacia el centro de la isla, había un abundante suministro de luz cuyo origen residía en las colonias de criaturas fosforescentes que estaban incrustadas en las paredes y en las estalactitas que colgaban del techo. Conformaban una unión improbable entre cangrejo y murciélago y sus cuerpos estaban decorados con elaborados diseños simétricos.

Justo en frente de ellos había una pequeña isla, con un muro empinado alrededor y, alzándose en una pendiente muy puntiaguda, un solitario montículo cubierto con árboles de hojas rojas (que no parecían necesitar la luz del sol para florecer) y un laberinto de edificios lechados diseminados bajo el llamativo follaje.

—Necesitaremos una cuerda para trepar ese muro —dijo Malingo.

—Eso o utilizamos eso otro —contestó Candy señalando una pequeña puerta en el muro.

—Oh… —dijo Malingo.

Ruthus le dio la vuelta al barco para que pudiera salir de la embarcación y atravesar la puerta.

—Dale recuerdos a Izarith —le dijo Candy a Ruthus—. Y dile que volveré a verla pronto.

Ruthus pareció dudarlo.

—¿Estáis seguros de que solo queréis que os deje aquí? —preguntó.

—No sabemos durante cuánto tiempo estaremos con Laguna Munn —dijo Candy—. Y creo que las cosas se están complicando. Por algún motivo todo el mundo está alterado, así que, de verdad, creo que deberías volver y estar con tu familia, Ruthus.

—¿Y tú, geshrat?

—Donde va ella, voy yo —respondió Malingo.

Ruthus sacudió la cabeza.

—Los dos estáis locos —observó.

—Bueno, si las cosas nos van mal, no tienes ningún motivo para culparte, Ruthus —dijo Candy—. Estamos haciendo esto a pesar de tus buenos consejos. —Hizo una pausa y sonrió—. Y volveremos a verte.

Malingo ya había salido del bote y se estaba agachando en el pequeño escalón para intentar abrir la puerta, para lo que no tuvo que hacer fuerza.

—Gracias de nuevo —le dijo Candy a Ruthus.

Salió del barco y se introdujo por la pequeña puerta toscamente pintada detrás de Malingo.

Antes de traspasar el umbral, sin embargo, se volvió para echar una ojeada a la orilla. No tenía la opción de decirle adiós a Ruthus. Las posesivas aguas del Izabella ya se habían adueñado del pequeño barco y lo alejaban de la isla mientras los cangrejos alados aplaudían la huida de la nave con una ovación mezclada de alas y pinzas.

Capítulo 7

Los pesares del Hijo Malo

Un camino empinado de escaleras estrechas serpenteaba hacia arriba desde la puerta del muro entre los árboles. Candy y Malingo lo subieron. Aunque a través del follaje rojo anaranjado había un manto de luminosidad visible, muy poca llegaba hasta el camino. Había, no obstante, pequeñas lámparas dispuestas junto a los escalones para iluminarlo. Más allá de su alcance, los matorrales eran densos, y la oscuridad, más densa aún. Pero no estaba deshabitado.

—Hay muchos ojos fijos en nosotros —dijo Candy en voz muy baja.

—Pero no hay ruido. No pían los pájaros. No zumban los insectos.

—A lo mejor hay algo más aquí. Algo que les asusta.

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