Roy sale del edificio y comienza a caminar con dificultad por las calles atestadas de avatares. N-Nueva York era la ciudad más poblada de una Nueva Tierra casi vacía. La meticulosa recreación vía satélite había asegurado lugares comunes como Central Park, la Quinta Avenida o Broadway, aunque se habían permitido licencias como las Torres Gemelas del World Trade Center. Este tipo de boutade se encontraba repartida por todo el planeta. Podías visitar las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, desde el coloso de Rodas a los jardines flotantes de Babilonia pasando por el faro de Alejandría. Roy imaginaba un mal chiste cinéfilo en el que los arquitectos digitales seguían las enseñanzas de aquel científico chiflado de película ochentera del siglo XX: «Ya que vamos a crear la capital de un nuevo universo, mejor hacerlo con estilo». Ni qué decir tiene, este místico exotismo no evitó que la mayoría de avatares emigraran hasta los confines del espacio. ¿Quién iba a desear habitar el planeta de siempre cuando podía establecerse en cualquiera de los generados procedimentalmente a lo largo de toda una galaxia? Es más, con suerte, en ese espacio casi infinito podía darse la casualidad de llegar a una zona en la que los algoritmos primigenios activaran la génesis de todo un sistema planetario al que poner nombre.
En la esquina con Lexintong, Roy se detiene junto a un nutrido grupo de avatares que escucha a un par de NPC que están, guitarra en mano, cantando una canción olvidada.
I’ve been blinded but
you I can see.
Los observa y se pregunta qué diferencia hay entre él, una representación digital de un ser humano, y ellos, seres totalmente artificiales creados por Madre. Taxistas, recepcionistas, guardias de tráfico, músicos callejeros, pilotos automáticos con aspecto humanoide… Todo un ecosistema de seres sin vida para hacer más llevadera la suya. «Ese NPC de voz nasal parece más seguro de sí mismo que yo» se dice mentalmente.
Let me tell you people
what I found
I saw my head laughing
rolling on the ground.
—¿Roy?
Escuchar su nombre lo devuelve a la plena consciencia de un sobresalto. Es una voz femenina justo a su espalda.
—¿Perdón? —responde sorprendido al girarse, como aquel que se tropieza con un antiguo compañero del colegio al que no reconoce tras décadas en las que el tiempo ha ejercido su trabajo.
—¿Eres Roy, verdad?
A la chica, alta, de peso medio pero atlética y que no debe tener mucho más de veinte años, la acompaña un joven corpulento de casi dos metros de estatura y de parecida edad. Ambos visten gorro ceñido y abrigo largo cerrado con capucha, como si quisieran ocultarse, pasar desapercibidos. Ella descubre entonces su rostro en busca de complicidad. Su pelo negro grisáceo aparece perfilado por un flequillo irregular que apenas tapa unos ojos del mismo color. Su compañero parece estar nervioso y en guardia ante cualquier posible respuesta.
—Esto no me gusta nada, vámonos Alice, empiezo a pensar que no es un avatar. Seguro que se trata de un jodido NPC que nos han puesto como cebo. Si es así y hemos caído en la trampa, solo tenemos treinta segundos antes de que caiga sobre nuestras cabezas toda la maldita eArmy.
—Tranquilo Risco, lo hemos observado largo tiempo, no nos equivocamos, lo sé —y vuelve a preguntar, casi suplicante—¿Roy?
Sin saber por qué, Roy asiente a pesar de su confusión y desconfianza. La chica esboza una leve sonrisa de satisfacción mientras se cubre de nuevo, coge rápidamente su mano y lo arrastra fuera de ese grupo de avatares que ya empieza a mirarlos con extrañeza.
—Si nuestros datos son correctos, no vives lejos de aquí, ¿cierto?
—Unas manzanas al norte, pero qué…
—Calla, confía en mí. Voy a darte una razón por la que abrir los ojos cada mañana. No hay tiempo que perder, ¡vamos!
Los tres se pierden apresurados entre la multitud. Roy, aturdido, todavía puede escuchar a los NPC trovadores entonando exultantes la última estrofa de la canción.
And now I’m set free
I’m set free
I’m set free, to find a new illusion.
El proceso de desconexión se realizó sin demasiados problemas. Casi nadie protestó entre los elegidos. La inmensa mayoría tenía más que asimilado el bombardeo publicitario que durante el último lustro había recibido inmisericorde por todas las vías de comunicación posibles. CdC, el Conglomerado de Corporaciones, la unión de las más importantes empresas tecnológicas gobernada por un consejo de altos ejecutivos, hacía tiempo que tenía a sus pies a los pocos Estados que seguían existiendo. No importaban los países más pobres. Lo poco que quedaba de ellos se desvanecería de la faz de la tierra en un par de años a lo sumo. El planeta, casi desnudo de una capa de ozono enferma, filtraba a duras penas las energías invisibles de un sol implacable. Cosechas incapaces de germinar en un suelo estéril, tsunamis que lamían las costas haciéndolas desaparecer varios kilómetros tierra adentro y destrozando todo a su paso, zonas de millones de hectáreas con temperaturas incompatibles con la vida… Importaba poco entregarse en manos de los que, sin ninguna duda, habían sido partícipes de ese caos. La moral y el raciocinio desvanecidos cuando se trata de vivir o morir. Después de todo, nadie se libraba de la culpa tras más de un siglo de avisos. Ya no se podía mirar hacia otro lado. El fin eternamente anunciado había llegado, y no importaba el precio a pagar por seguir existiendo al día siguiente.
El CdC repartió millones de frascos con biobots bajo el refugio que permitía la oscuridad. Noche tras noche, se formaban a las puertas de las grandes sedes interminables hileras de seres cabizbajos en busca de su pasaporte hacia otros mundos. Cuando los mortales rayos del sol amenazaban semiescondidos tras el horizonte en cada amanecer, las filas de los que no habían conseguido todavía su dosis se deshacían rápidamente como hormigas enloquecidas bajo esa lupa que concentra el infierno ardiente sobre ellas. No había aquí un niño travieso que sujetara la lente. Nadie a quien suplicar que parase el horror. Nadie ante quien arrepentirse y suplicar clemencia. Solo el silencio, un silencio vestido de luz cegadora.
Desde la Torre K-Corp, el cuartel general del CdC, Klauss supervisaba personalmente el lento progreso e informaba con satisfacción al resto del consejo. En sus búnkeres privados la élite exigía celeridad.
—Señor Klauss, cuanto más tardemos en saltar al plano digital menos habitantes habrá. En cada reparto se pierden vidas, y por tanto activos para el nuevo Gobierno.
En la gran sala, los hologramas de rostros desfigurados por las interferencias solares ocupaban virtualmente las sillas alrededor de la mesa ovalada.
—No debe preocuparse señor Katogy, las estadísticas nos dicen que todavía estamos muy por encima del número de activos que serán necesarios para que el universo virtual se mantenga en pie y sea rentable. Los datos que llegan de China, incluso de lo que queda de Corea del Sur y Japón tras la subida del nivel de las aguas, son además especialmente positivos. Podríamos perder todavía un tercio de la población antes de que el sistema se resintiera.
—¿Y qué me dice de Europa? ¡El sur es ya un desierto y todo empeora según pasan los meses!
—En Alemania va todo bien por ahora, señor Hesse. Si su país deja de ser viable para la migración será el primero en enterarse.
—¿Es una amenaza? ¡Nuestra empresa ha sido vital para este proyecto!
—Lo sé, lo sé, señor Hesse. Las cápsulas para la desconexión, que ha fabricado y repartido por lo que queda del mundo civilizado a lo largo de los últimos cinco años, son todo un prodigio. Y le estamos agradecidos. Ahora simplemente debe mantener la calma.
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