COCAÍNA
ALEKSANDR
SKOROBOGÁTOV
COCAÍNA
Traducción del ruso de
Marta Sánchez-Nieves Fernández
Título original: Кокаин
Ilustración de cubierta: © Rodrigo Chao
Diseño de colección: Cristal Reza
Fotografía de solapa: Sabine Deknudt
Cocaine, © 2017 by Aleksandr Skorobogatov
© De la edición en castellano: Bunker Books, ٢٠١٩
© De la traducción: Marta Sánchez-Nieves Fernández, 2019
Consultoría lingüística: Ekaterina Guerbek
Bunker Books S.L.
Cardenal Cisneros, 39, 2º - 15007 A Coruña
www.bunkerbooks.es
Este libro ha sido publicado con el apoyo de Flanders Literature
(flandersliterature.be)
Los personajes y situaciones que aparecen en esta obra son ficticios.
Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-120978-6-3
Depósito legal: CO 545-2020
En la novela se utiliza el cuento popular ruso «Lijo el Tuerto» de la selección de Alexandr N. Afanásiev, y publicada por Nikolái I. Vtórov en la provincia de Nizhnedevitsk.
PRIMERA PARTE
1
El niño lloraba, alborotaba en la cama deshecha, se golpeaba la cabeza en los laterales de madera de la cama, abriendo y cerrando convulsivamente unos puños que, con el paso de los días, se volvían cada vez más finos, sufriendo de hambre, ahogado en gritos desesperados, como para insinuar que había que darle de comer, solo que era en vano: los pechos de mi mujer llevaban varios días sin dar leche. No es fácil pasar indiferente junto a un niño tan gritón, no es fácil aparentar durante siete días seguidos que ese aullido mezquino no te molesta para leer el periódico. Los días eran complicados, pero las noches lo eran todavía más. Ese niño perverso parecía tener como objetivo no dejarnos dormir. Yo me tapaba los oídos con algodones, mi mujer se los cubría con parafina, en resumen: esto no podía durar mucho. En un consejo familiar decidimos comprarle leche de fórmula barata. Y, más o menos, así empezó todo. Este fue el triste inicio de una triste historia, una historia tan repulsiva que no quiero ni recordar.
—Baja a la tienda y cómprale al niño una lata de leche en polvo —me dijo mi mujer.
—Sí, claro que sí, querida, ahora.
—Te lo digo en serio. Deja el periódico y ve a la tienda.
—¿Y qué más, a ver, y qué más? ¡Llevas una semana entera sin dejarme descansar! No hago más que llegar a casa del trabajo, cansado como un perro, y ahora que me vaya a no sé qué mierdas. ¡Encima con este tiempo!
El tiempo, en efecto, no era el mejor que se diga: era el tercer día que llovía a mares, o puede que el cuarto. ¡Qué verano tan raro! Qué digo verano, ¡qué vida tan rara! El último domingo, por ejemplo, me fui a pescar. La tarde anterior mi mujer había sacado gusanos de la tierra, me había preparado las cañas, pues no llevaba ni media hora en la orilla y ya me había ido a casa. Un viento húmedo soplaba desde el río, caía una lluvia tan espesa que no había manera de protegerse ni de encender un cigarrillo, a los cinco minutos estaban mojados… Un verano extraño. Una vida extraña.
—Pero si no trabajas —me dijo—. ¿Cómo vas a venir cansado del trabajo?
—Pues eso, por costumbre.
—¿Qué?, ¿por costumbre?
Me había pillado, sí, me había pillado.
—Vale, iré. Iré un día de estos. Pero déjame tranquilo. Déjame leer el periódico. Me termino este artículo y voy.
—¿Y de qué va el artículo?
—De que en África los niños se mueren de hambre —dije con frialdad.
—Imbécil.
—Tú sí que eres imbécil.
Ay, amigos, la vida en familia no es más que una casa de locos. Cómo cambia a las mujeres el matrimonio, las cambia hasta volverlas irreconocibles. Y, encima, añade un niño berreando de hambre toda una semana. No es raro que empieces a cabrearte y a decir todo tipo de chorradas.
—Está bien —dije poniéndome severo unas botas de goma y un gorro—. Dame dinero, y asegúrate de que me llegue para cervezas.
2
Andaba hundiéndome en la nieve casi hasta las rodillas, escondiendo la cara en el cuello subido; la ventisca era tan horrible, con unas rachas tan violentas, que al cabo de media hora la cara me ardía, los ojos me lloraban y no había manera de mover los dedos dentro de los guantes finos. ¿De dónde había salido esa borrasca? Antes de salir había mirado por la ventana. El cielo estaba limpio y las estrellas se veían tan brillantes como si acabaran de frotarlas con unos trapitos de felpa y dentífrico en polvo.
—¿No ha notado nada? —me preguntó de repente un desconocido.
La sorpresa me hizo dar un respingo.
—¿Por? —respondí.
Ya estaba bastante oscuro.
—Algo. Mire, ahí en la parada del autobús hay gente de pie —dije señalando con la mano—. Y ahí una anciana sale de la tienda. ¿Lo ve? Ahora se resbalará y se caerá. Y allí, allí, en el paso entre las casas, debajo de la farola rota, hay unos niños patinando en el hielo.
—No me refiero a eso. Quiero decir que si no ha notado nada extraño.
—Extraño… —repetí pensativo—. Extraño puede que no. Solo que hace mucho frío y que la ventisca ha empezado de repente.
El otro sonrió. No era una sonrisa de verdad: simplemente sus labios cambiaron de posición en la cara seca y amarillenta, se separaron hacia los lados, hacia las orejas.
—Mire a su alrededor.
Lo hice.
—¿Y bien? —preguntó.
—Ya se lo he dicho. —Empezaba a estar molesto—. Ahí sale una vieja de la tienda, ahora se dará un trompazo en los escalones, y allí hay unos niños patinando en el hielo, allí, mire, debajo de la farola rota, en el pasillo entre aquellas dos casas, y hay gente de pie, a todas luces están esperando el autobús.
Había visto a ese hombre en algún lado, comprendí de repente. Lo había visto ya en algún sitio. En especial sus dientes me parecían extrañamente conocidos: sobresalían finos y alargados, muy regulares —como los de un perro— en las encías rosadas.
—Bueno —dije—, creo que me voy.
—¿Tan pronto?
—¿Y por qué no debería?
—Sí, claro.
Y me tendió la mano enfundada en una manopla de doble capa.
La estreché con fuerza.
—Cuídate. Tu gorro es calentito, mira no vayas a perderlo, o te resfriarás.
«Qué raro que se ponga a hablar de repente de mi gorro —pensé al momento—. Quizá sea de esos…».
—Es un gorro normal —dije yo.
—Es un gorro bonito.
—No me quejo.
—¿Lo ha hecho su mujer?
—Sí, claro, como que me lo iba a hacer. Me lo regaló un amigo cuando se fue al espacio.
El desconocido se sorprendió y meneó la cabeza.
—Nunca lo hubiera dicho. Me ha dado la sensación de que lo había hecho su mujer.
—Uf, justo, a mí me lo iba a hacer. ¡Pues no va y me envía enfermo y cansado a la tienda! Estaba leyendo el periódico.
—Lo sé, lo sé —dijo con una sonrisa extraña.
No voy a mentir: en ese momento algo me olió mal. ¿Cómo podía saber tantos detalles un desconocido? ¿Sabía lo del periódico, lo de mi mujer y también lo del gorro? Era verdad que mi mujer me había hecho el gorro, aunque yo lo había ocultado todos estos años.
—¿Y sobre qué estaba leyendo? —dije petrificado.
—Sobre África —respondió secamente—. Sobre que allí los niños caen como moscas por el hambre.
Me quedé parado.
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