Aleksandr Skorobogatov - Cocaína

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El protagonista de
Cocaína, la nueva
novela alucinatoria de Aleksandr Skorobogatov, intenta hacer del mundo un lugar mejor a través de las palabras, pero también con la ayuda de un martillo y un clavo gigante. ¿Por qué? Porque, según Dostoievski, tiene que hacerlo. Y también porque nuestro mundo se está volviendo demasiado aterrador. Recientemente abandonado por el amor de su vida, nuestro protagonista pasa sus días vagando por las calles de Moscú con nada más que su imaginación para mantenerla en marcha. Fantasea con batallas épicas en pubs, se asigna el papel de héroe o villano en casos de asesinato, y luego, de repente, recibe una invitación para viajar a Estocolmo: ha ganado el Premio Nobel de la Paz. Un enigmático comité del Premio Nobel lo espera, los muertos resucitan y, además, redescubre su amor anterior. Esto no puede ser verdad, el lector sigue pensando. Pero el autor, siendo el creador de sus personajes, puede hacer con ellos lo que quiera. Y así comienza un intrigante juego de gato y ratón entre autor, protagonista y lector.Cocaína es una celebración sin límites de las posibilidades aparentemente ilimitadas de la imaginación humana. Es
una montaña rusa literaria de la mejor tradición rusa.

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—Ven mañana, empezamos a las diez. Ven a las diez en punto y te lo cogeré. Sin hacer cola.

—Precisamente mañana a las diez no puedo. Resulta que estoy estudiando. Vamos, que soy estudiante. Y precisamente mañana tengo una tarea importantísima. Vamos, que tengo un examen.

—¿Quizá mañana de todas formas?

—Ahora, ya le he explicado que mañana no voy a tener tiempo… Es un gorro bueno, caro —mentí.

—De acuerdo —el viejo quitó la cadena y abrió la puerta del todo—. Pasa.

Lo seguí por un pasillo largo y oscuro hasta una habitación en la que había una mesa redonda de patas abombadas, varias sillas, un diván gastado. Dos retratos —una anciana repulsiva con cofia y un aldeano de aspecto enfermizo, con barba y mejillas hundidas à la gran escritor del pasado, Dostoievski— me saltaron a los ojos.

—Vaya nudo —dijo cabreado el gordo, tirando de la cuerda—. A ver, tú deshaz el nudo, que yo voy a traerte la ficha.

El viejo dejó la bolsa encima de la mesa y salió de la habitación.

Rápidamente, fui detrás de él sacando de los bolsillos el clavo y el martillo.

De repente, el viejo apareció en la puerta.

—Oye, ¿eso tuyo no será contagioso?

—¿El qué? —pregunté, sorprendido.

—¡El qué, el qué! Pues lo de la garganta, la mutación…

—Pero ¡qué dice! ¡Claro que no! —me apresuré a tranquilizarlo—. Es algo de la edad, amigo.

—Está bien, espera, ahora te traigo la ficha.

Y volvió a desaparecer en el otro cuarto.

Experimentando una manifiesta impaciencia, me fui tras él.

10

Ya de noche me llamó un amigo al que unos días antes le había dado a leer esta sorprendente novela. Su voz sonaba algo desconcertada.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.

—Nada, ver la tele…

Me estaba dado un poco el pisto, claro, no tengo tele.

—¿Y qué echan?

—No lo sé.

—Ah, a-ah —se demoró un poco—. Qué suerte. Yo no tengo tele.

No sé por qué me mintió, bien sabía yo que tenía televisión.

—No es nada grave, vente aquí, podemos ver la mía.

—¿Es que te has comprado una? —preguntó, ya desorientado.

—No.

—Ah, vale, ya comprendo —dijo—. Bueno, mira, lo que quería decirte… Tu…

Se quedó callado.

—Ya he leído la… tu novela…

—¿Y? Está bien, ¿verdad?

—Ya sabes… Quizá sea mejor que quedemos. ¿Qué podría decirte por teléfono? Así se puede ofender a una persona para siempre, ya sabes.

—¿Ofender? —Me quedé de piedra—. Espera, espera, ¿qué pasa? ¿No te ha gustado?

—Cómo te lo diría… Últimamente está haciendo un tiempo asqueroso.

—No me líes —dije manteniendo la calma—. Más vale la verdad amarga que una mentira empalagosa. Suelta el golpe.

—Perdóname —dijo mi buen amigo en voz baja—. No puedo.

—Golpea —ordené—. Que no te dé pena.

—Es mejor que quedemos en algún sitio —propuso después de un momento de silencio—. Nos tomamos algo y lo discutimos todo…

—De acuerdo. Apago la tele y salgo.

—Vale. Hasta ahora —dijo mi amigo.

—Hasta ahora, amigo.

—No te pongas triste.

—Pero si no lo estoy.

—Haces bien.

—Pues claro.

Colgamos a la vez. Apagué el televisor, me eché por encima una cazadora, metí el gorro en un bolsillo y salí corriendo del piso.

—Ya lo sabes —tales fueron las primeras palabras de mi amigo—. Tu novela es un tanto extraña…

—Pero, ¡eso es genial! —exclamé y le di una palmada en el hombro.

Él frunció el ceño y se limpió el hombro con la mano.

—No vuelvas a darme palmadas así en el hombro. O te arrancaré la cabeza.

Sabía que mi amigo no estaba de broma.

—Es una sensación absurda: lees y lees y nunca te queda claro qué y para qué. De pronto te parece que lo has entendido, te parece que ya has encontrado un hilo del que tirar… —Me mostró cómo tiraba de ese hilo—. Y das la vuelta a la página y, hale, que te den.

Hizo el gesto con la mano y se lo enseñó a sí mismo.

—De nuevo nada está claro.

—Es un problema —dije.

—En realidad, no entiendo para qué hay que escribir este tipo de novelas, de verdad te lo digo.

Me miró con compasión.

—Yo tampoco.

—¿Sabes qué?, podrías escribir sobre liebres —se alegró por la idea que había tenido.

—¿Cómo?

—Sí, hay dos liebres en una madriguera, marido y mujer, tan suavitos ellos, de color gris… Y la mujer le pone la cabeza en el hombro, se come una zanahoria y frota sus orejas en él. Y él le dice…

—Querida, ¿qué ves tú en ese calendario de la pared? —terminé por él.

—¿En qué «calendario de la pared»? No había ningún calendario en ninguna pared.

—Vale, perdona. Es del capítulo siguiente.

Dio un trago de su copa. Era evidente que mi comentario le había molestado.

—Están en su madriguera, comen zanahorias, se frotan con ternura las orejas…

Mi amigo se quedó callado y se giró un poco; vi que se ponía colorado y que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Y ella le dice: «Cariño —de pronto empezó a hablar con voz de mujer—, ¡qué bien que hayas escogido este claro del bosque para construir nuestra madriguera! Nunca había visto un claro tan bonito». Y él responde: «Estoy dispuesto a hacer todo por ti, querida mía, a arrancarme la puta piel, con tal de complacerte sistemáticamente».

—Ella dice: «Es ponerme a pensar en nuestros niños y me entran ganas de llorar». Y él responde cariñoso, y la mira así, ya sabes, de arriba abajo: «Cariño, eres una madre maravillosa. Quiero hacerte un buen regalo». «¿Y qué regalo es ese?», pregunta ella, poniéndose colorada. «Este verano nos vamos a ir de vacaciones a Niza, palomita mía. Ya tengo reservada una habitación de lujo en un hotel de cinco estrellas». Bueno, y tú ya sabes lo que va después…

Mi amigo se dio la vuelta, se secó discretamente las lágrimas con la manga.

—Alegría, besos, abrazos, palabras dulces… Los niños están durmiendo. Y en ese momento —dijo en tono amenazante—, una inundación.

Miraba al frente con los ojos bien abiertos. Que me corten la cabeza si no estaba viendo la inundación. Sí, en ese momento no estaba conmigo sentado a la mesa, era una sombra, un fantasma, lo que queráis. Él estaba en el claro y con terror mudo vigilaba las olas en aumento.

—Y ahí están las olas, acercándose al borde de su madriguera.

Su voz se había vuelto ronca por la emoción.

—Ella dice: «Cariño, parece como si soplara humedad por algún sitio». Y él responde: «El río está cerca, se ve que el viento sopla desde allí».

Mi amigo apoyó la cabeza en las manos, ocultó el rostro. Noté que sus hombros temblaban. Tuve miedo de romper el silencio.

—Y ella dice: «¿Y qué son esos silbidos del viento?» —dijo con voz fina, con el rostro levantado y cubierto de lágrimas—. «No lo sé, querida. —Ahora en voz baja, firme, de hombre—. Quizá debería ir a echar un vistazo». «No, quédate aquí, hace frío fuera». Tanto se compadeció ella de él —explicó mi amigo con labios temblorosos.

—¿Y qué pasó luego? —pregunté con cuidado.

—Pues después el agua fría de marzo entró violentamente en la madriguera. —Me enseñó con la mano lo horrible que fue el agua colándose en la madriguera—. Y…

—Bueno —dije realmente intrigado—. ¿Qué pasó después?

—Y…

Aguantó un instante más, pero después se derrumbó sobre la mesa, se tapó la cabeza con las manos y empezó a sollozar, estaba destrozado.

Lo consolé como pude.

—Escribiré sí o sí una novela así —prometí al despedirnos—. Y nunca más escribiré de las otras.

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