Los sentidos son incapaces de acceder a lo que Es por tres motivos. Por un lado, porque únicamente tienen acceso a parte de la envoltura física de las cosas. Solo ven superficie y una superficie transformada. Por otro, porque, aunque captar una porción mayor de la materia tal vez nos ayudaría a entender algo más de ella, aún nos faltaría acceder a un gran reino impalpable existente más allá de lo físico, a una parte sustancial de la totalidad que nada tiene que ver con lo tangible. La vista de las águilas es mucho más profunda que la nuestra y el oído de los perros es mucho más penetrante, pero en caso de que existiera un animal capaz de captar todo lo físico, solo se quedaría en el umbral. A medida que conocemos más del entorno, al igual que de nosotros mismos, nos damos cuenta de que la creación es un incontable mar donde se conjugan lo explícito y lo tácito. La forma es manifiesta y parcialmente captable por los sentidos, mientras que su origen es imperceptible. Como veremos más adelante, este último solo se puede alcanzar por la gran mente oculta tras el pensar obsesivo. Finalmente, porque los utilizamos principalmente para reafirmar nuestras ideas, una suma preestablecida antes de mirar, escuchar u oír. Entre esas preconcepciones existe una particularmente determinante en la captación de lo creado: la convicción de que somos seres separados tanto de todo lo demás como de nosotros mismos. Y al estar ciertos de ello, eso es exactamente lo que experimentamos.
La colonia se hallaba dormida. Solo Agu, tumbado sobre una rama con el cuerpo voluptuosamente aplastado por su propio peso, un brazo tendido hacia el vacío y el otro plegado bajo la enorme testa, permanecía despierto. Mientras, los ojos cerrados de los demás se movían eléctricamente tras los párpados en una ensoñación aguzada por la espesa canícula.
El sol se filtraba a través de la saturación acuosa suspendida en el ambiente. Las gotas residuales de la última lluvia iban cayendo desde las hojas al lejano suelo. Agu las veía desaparecer y poco después oía su chasquido sobre el substrato. Tras fijarse en ellas miró su garra derecha balancearse en el aire. Advirtió cómo el vaivén era producido por la corriente sanguínea. Cuando el corazón bombeaba, el brazo, inflándose sutilmente, se movía. Cuando se contraía, quería volver a su posición original, pero la inercia lo desplazaba un poco más allá. Al concentrarse en ese movimiento sintió la sensación hormigueante de la vida fluyendo por cada hueso, por cada célula, por cada miembro, y también por los árboles, por los otros cuerpos dormidos, por el rocío, por el liquen, extendiendo un profundo sosiego.
Se movió lentamente para desentumecerse. Los magnos hombros se reacomodaron para disponerla espalda en una postura escorzada. Flexionó las patas, giró la cadera, y los muslos quedaron semienredados en el frescor de las hojas. El bullir de la vida se le desbordó por todo el cuerpo acentuando la sensación elástica, abiertamente fluida, anegándole en un placer extático. Cuando su respiración salía cálida por las fosas nasales, los pulmones se desinflaban haciendo descender ligeramente el voluminoso abdomen. Luego, al inhalar el aire cargado de olor a clorofila y musgo, su tronco —robusto, musculado, algo rígido— se elevaba nuevamente hasta la posición inicial. Entonces notaba una punción en las costillas producida por una protuberancia en la rama, y disfrutaba de esa sensación cercana al dolor.
Volvió a dirigir la atención al entorno. La densa trama enramada formaba una constelación ilimitada, y una masa de ruidos hasta ahora desapercibidos emergió en su consciencia. Sonaban innumerables cantos de ave, unos en primer término, otros semienterrados en el trasfondo. Agu fue consciente de todos a la vez. También escuchó un intenso zumbido surgir desde los troncos, de entre las hojas y del interior del frondoso piso. Incontables insectos invisibles roían las entrañas de la floresta, carcomiéndola y alimentándola a la vez en un lento destruir y construir. El fragor del bosque húmedo elevaba en el ambiente una armonía entonada a mil voces desde el primer tiempo.
La inteligencia intuitiva, profunda, inocente de Agu, comprendía más el conjunto de la selva que cada uno de los detalles inscritos en ella. Al escucharla sintió un agradecimiento grande y puro.
Al notar cómo el caer de las gotas perforaba sin cesar esa nube sonora creando una criba de silencios redondos, ocupó su atención en una presencia sutil más allá del intenso sonido. Era una presencia callada cargada de un poder constante, inalcanzable para el oído o la vista aunque omnipresente. Cada vez que algún elemento germinaba —un nuevo brote sobre un tronco, un ápice de rocío en una hoja, una larva, una cría en la tribu— era alumbrado por ella, y al desaparecer a ella volvía. Lo notaba en el latir de su corazón, cada vez que posaba su mano sobre otro pecho, al observar hipnotizado la cara blanca de la luna; en el sol elevándose tras el confín de la noche; en las ingentes nubes henchidas de vegetación futura atravesando lentamente las ramas altas. De ese vacío fértil existente tras todo ello, brotaba la unidad de la selva, transformándola continuamente para que no cambiara nunca. Tal conocimiento no lo abandonaba y lo mantenía unido a ella.
Volvió a fijarse en su brazo pendulante. Escuchó tanto el pulso de la sangre como el silencio tendido detrás, reconociendo en sí mismo un fragmento callado de la gran armonía. Evitó el sueño comiendo algunas bayas, y siguió sintiéndose integrado en esa unidad.
Sin embargo, esa mañana sucedió algo, en apariencia. Algo que hizo retumbar la selva. No hubo causa, ni detonante, ni origen. Agu conjeturó inverosímilmente, con un candor pueril cuyo único propósito era explorar, la posibilidad de poder existir separado del gran todo. Era una posibilidad excéntrica, hilarante si por ventura hubiese recordado reír. La punta de ese pensamiento casi ajeno a él se le clavó en la boca del estómago abriendo un espacio no colmado, un hueco imposible. No había sentido nada parecido antes.
No quiso darle importancia, pero en vez de orillar la idea al igual que se bordea un tronco incómodo atravesado en una senda, se detuvo a contemplarla. La posibilidad de poder aislarse de toda la vida le produjo un oscuro atractivo y a la vez un gran rechazo, como cuando se topaba con un cuerpo descompuesto entre la hojarasca sin poder dejar de mirarlo mientras deseaba seguir camino. La extraña idea era un brote creciendo sin raíz, un miembro suyo seccionado medrando absurdamente por su cuenta, una fruta acorchada colgando baja, resplandeciente e insípida. Decidió considerarla para ver a dónde le llevaba. Tensó el hocico y giró la testuz. Su mirada quedó enajenada en una expresión perpleja similar a lo que notaba dentro.
Entonces sintió mucho sueño, un sopor al cual le era imposible resistirse, aun cuando aquel día estuviera lleno de luz. Sin darse cuenta, cayó en un profundo letargo que hizo que lo sucesivo transcurriera en una alucinación sorprendentemente real.
Vio un insecto de cuerpo metálico reptando por el suelo junto a él, y por primera vez no le encontró sentido. Lo concibió como un fragmento aislado. Atendió a los límites de ese cuerpo bruñido, dando más importancia a su frontera que al latir compartido albergado dentro. Advirtió entonces que, si el insecto no fuera parte del fértil vacío del cual surgía la selva, podría caer en la aniquilación. Su pálpito ya no estaría fundido con el conjunto, ni con su fuente, y podría perderse para siempre. Entornó la imponente testa hacia el contorno de su pecho mientras consideraba la misma posibilidad sobre sí mismo. Se debatió en una disyuntiva: por un lado, permanecer en la gran unión a través del núcleo callado señor del bosque; por otro, la fascinante perspectiva de vivir apartado. Esa contradicción se amplificó tanto, tan rápidamente, que tuvo la sensación de estar convirtiéndose en un ser demediado, pleno y desunido a la vez. Detenido entre ambas voluntades no advirtió lo extravagante de lo segundo. Aletargado, imaginó cómo sería olvidarse del invisible caudal fluyente entre los árboles y las rocas que les daba vida. Desunirse del origen de la selva equivalía a la posibilidad que había vislumbrado en el insecto, la de poder extinguirse para siempre. Esa figuración le hizo visualizar su cuerpo inerte, su mente extinta. En contrapartida, consideró cómo, si fuera independiente, quizá podría conseguir algo de lo que había carecido hasta entonces. Tal vez la autonomía le aportase algo valioso.
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