Terry Brooks - El primer rey de Shannara

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Descubre los orígenes del mundo de Shannara Tras la Primera Guerra de las Razas, los druidas de Paranor consagraron sus vidas al estudio de las antiguas ciencias, pero Bremen y sus pupilos continuaron practicando las artes arcanas. Como castigo, Bremen es expulsado de las tierras de los druidas. En el exilio, advierte que una terrible amenaza se cierne sobre las Tierras del Norte, donde unas fuerzas oscuras comandadas por un antiguo druida avanzan hacia el sur con el fin de someter a las gentes de las Cuatro Tierras. Tras infiltrarse en sus filas para estudiar al enemigo y conocer sus poderes, Bremen descubrirá que solo el arma más poderosa de las Cuatro Tierras podrá acabar con Brona, el malvado Señor de los Brujos, y para dar con ella, necesitará la ayuda de todas las razas."No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue una parte importantísima de mi juventud." Patrick Rothfuss"Confirma por qué Terry Brooks está en lo más alto del mundo de la fantasía." Philip Pullman"Shannara es uno de mis mundos ficticios favoritos y cada vez crece más. No hago más que buscar excusas para volver a él." Karen Russell, autora de
Tierra de Caimanes

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—Pero ¿él estaba allí? —preguntó Kinson, ansioso, con una expresión vehemente de cazador y un resplandor en los ojos.

—Estaba allí —confirmó el druida en voz baja—. Se envolvía en su magia y se mantenía con vida gracias al Sueño del Druida. No lo usa con prudencia, Kinson. Cree que está por encima de las leyes de la naturaleza. No ve que, cualquiera, no importa cuán fuerte sea, tiene que pagar un precio por todo aquello que usurpa y esclaviza. O quizá es que no le importa, sencillamente. Ha caído bajo el influjo del Ildatch y no puede liberarse, haga lo que haga.

—¿Es el libro de magia que robó y se llevó de Paranor?

—Sí, hace cuatrocientos años. En aquel entonces, él solo era Brona, un druida más, uno de los nuestros; todavía no se había convertido en el Señor de los Brujos.

Kinson Ravenlock conocía la historia. Bremen se la había contado, aunque la historia era tan conocida entre las razas que ya la había oído un millón de veces. Galáfilo, un elfo, había convocado el primer Consejo de los Druidas hacía quinientos años, casi un millar de años después de la devastación que habían provocado las Grandes Guerras. El Consejo se había reunido en Paranor, se habían congregado los hombres y mujeres más sabios de todas las razas, aquellos que recordaban cosas del antiguo mundo, aquellos que aún conservaban algunos libros tan destrozados que se desmenuzaban, aquellos cuyos conocimientos habían sobrevivido a un millar de años de barbarie. El Consejo se había reunido en un último intento desesperado de sacar a las razas de la violencia que las consumía y conducirlas hacia una nueva y mejorada civilización. Codo con codo, los druidas habían emprendido la tarea laboriosa de recopilar todo su conocimiento, de reunir todo lo que quedaba para que fuera empleado para el bien común. El objetivo de los druidas era trabajar para la mejora de los pueblos, sin tener en cuenta el pasado. Había hombres, gnomos, enanos, elfos, trolls y más; los mejores y los más sabios de todas las nuevas razas que habían resurgido de las cenizas de las anteriores. Todo aquel que poseyera un conocimiento del que se podía extraer algo de sabiduría tenía una oportunidad.

Pero la empresa resultó larga y difícil, y algunos druidas empezaron a impacientarse. Entre ellos había uno llamado Brona. Era brillante, ambicioso, pero también negligente en lo que a su propia seguridad respectaba, así que empezó a experimentar con la magia. En el viejo mundo había habido muy poca, una rareza casi inexistente desde el deterioro y caída del reino de la magia y el auge del hombre. Sin embargo, Brona creía que debía recuperarse y reutilizarse. Las antiguas ciencias habían fallado, la destrucción del antiguo mundo era el resultado directo de ese fracaso y las Grandes Guerras habían sido una lección que los druidas parecían obcecados en ignorar. La magia les ofrecía un nuevo modo de abordarlo y los libros que la enseñaban eran más viejos y estaban más desgastados que aquellos que trataban acerca de las antiguas ciencias. Entre todas las obras que trataban sobre magia, el más importante era el Ildatch, un tomo gigantesco y mortífero que había sobrevivido a todos los cataclismos que se habían producido desde los albores de la civilización, protegido por hechizos infames y movido por necesidades secretas. En esas páginas antiguas, Brona había encontrado las respuestas que había estado buscando: las soluciones de los problemas que los druidas querían remediar. Y había decidido que poseería sus secretos, lo que determinaría las medidas que tomaría más adelante.

Otros druidas lo alertaron sobre los peligros que eso comportaba, pues no eran tan impetuosos y recordaban las lecciones que la historia les había enseñado: nunca había existido una forma de poder que no comportara múltiples consecuencias. Nunca había existido una espada con un único filo. «Sé prudente», le advirtieron. «No seas insensato». Sin embargo, no pudieron disuadir a Brona ni a aquellos pocos seguidores que se le habían unido y, al final, rompieron con el Consejo. Desaparecieron y se llevaron el Ildatch, que constituía el mapa hacia su nuevo mundo, la llave de las puertas que iban a abrir.

Sin embargo, al final, solo los condujo hacia su propia subversión. Cayeron bajo el influjo del poder del libro y cambiaron para siempre. Terminaron deseando el poder por el poder y lo usaron para su propio beneficio. Habían olvidado todo lo demás, habían abandonado cualquier otro objetivo. La Primera Guerra de las Razas fue la consecuencia directa. La raza de los hombres fue la herramienta que emplearon; los sometieron a su voluntad mediante la magia y los moldearon hasta convertirlos en su arma. Pero su tentativa fue frustrada por el Consejo Druida y el poder combinado del resto de las razas. Los agresores fueron derrotados y se desterró a la raza de los hombres al sur, al exilio y al aislamiento. Brona y sus acólitos desaparecieron. Se dijo que habían sido destruidos por la magia.

—Qué ilusos —exclamó Bremen de pronto—. El Sueño del Druida lo ha mantenido vivo, pero se cobró su corazón y su cuerpo, y dejó solo una cáscara. Todos estos años, hemos creído que estaba muerto. Y lo estaba, en cierto modo, pero la parte que ha sobrevivido ha sido la maligna, aquella que la magia llegó a dominar. Esa es la parte que todavía busca poder gobernar el mundo entero y todas las cosas que viven en él, la que ansía el poder por encima de cualquier otra cosa. ¿Qué le importaba el precio que tuvo que pagar por hacer un uso irresponsable del Sueño del Druida? ¿Qué suponen para él los cambios si consigue extender una vida que ya hace tiempo que perdió? Brona se convirtió en el Señor de los Brujos, y el Señor de los Brujos tenía que sobrevivir costara lo que costara.

Kinson no dijo nada. Le preocupaba que Bremen condenara con tanta facilidad el mal uso del Sueño del Druida por parte de Brona sin llegar a cuestionarse al mismo tiempo cómo él mismo se servía del Sueño, dado que él también lo usaba. Este argüiría que él utilizaba el Sueño de un modo mucho más equilibrado y controlado, que vigilaba las exigencias que este imponía sobre su cuerpo. Argumentaría que el uso del Sueño del Druida era necesario, que lo había hecho solo para asegurarse de seguir allí cuando el Señor de los Brujos regresara. Pero por mucho que Bremen tratara de señalar las diferencias, era un hecho que las últimas consecuencias de su uso eran las mismas, ya fueras el Señor de los Brujos o un druida.

Y, algún día, Bremen tendría que pagar un precio demasiado alto.

—Entonces ¿lo viste? —preguntó el fronterizo, impaciente por continuar la conversación—. ¿Le viste el rostro?

El anciano esbozó una sonrisa.

—Kinson, ya no le queda ni rostro ni cuerpo. Es una presencia, envuelta en una capa con la capucha echada. Un poco como yo, pienso a veces, porque ahora soy poco más que eso.

—No es cierto —replicó Kinson de inmediato.

—No —coincidió el otro al instante—, no lo es. Aún conservo cierto sentido del bien y el mal y todavía no me he convertido en un esclavo de la magia. Aunque eso es en lo que temes que me convierta, ¿no es así?

Kinson no respondió a la pregunta.

—Cuéntame cómo conseguiste acercarte tanto. ¿Cómo es que no te descubrieron?

Bremen desvió la mirada, que fue a parar a un momento y lugar lejanos.

—No fue fácil —contestó, bajito—. He pagado un alto precio.

Alargó el brazo para agarrar el odre de cerveza y dio un buen trago. La fatiga que reflejaba su expresión era tal que parecía que unos eslabones de hierro le tiraran de la piel.

—Me vi obligado a parecer uno de ellos —continuó, al cabo de un momento—. Tuve que recubrirme de sus pensamientos y sus impulsos, del mal que tienen arraigado al alma. Me rodeé de invisibilidad, de modo que no hubiera constancia de mi presencia física, y solo me quedó el espíritu. Y a este lo envolví de la vileza que caracteriza sus espíritus. Para ello tuve que buscar en las profundidades de mi ser, en la parte más oscura de mí. Ah, veo que te preguntas cómo es eso posible. Créeme, Kinson: el potencial para la maldad se aloja en las profundidades de cualquier hombre, en las mías también. Nosotros lo reprimimos mejor, lo mantenemos enterrado mejor, pero vive en nuestro interior. Me vi forzado a sacarlo a la superficie para protegerme. Sentir su roce contra mí, tan cerca, tan ansioso, fue atroz. Pero cumplió su propósito e impidió que el Señor de los Brujos y sus congéneres me descubrieran.

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