Terry Brooks - El primer rey de Shannara

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El primer rey de Shannara: краткое содержание, описание и аннотация

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Descubre los orígenes del mundo de Shannara Tras la Primera Guerra de las Razas, los druidas de Paranor consagraron sus vidas al estudio de las antiguas ciencias, pero Bremen y sus pupilos continuaron practicando las artes arcanas. Como castigo, Bremen es expulsado de las tierras de los druidas. En el exilio, advierte que una terrible amenaza se cierne sobre las Tierras del Norte, donde unas fuerzas oscuras comandadas por un antiguo druida avanzan hacia el sur con el fin de someter a las gentes de las Cuatro Tierras. Tras infiltrarse en sus filas para estudiar al enemigo y conocer sus poderes, Bremen descubrirá que solo el arma más poderosa de las Cuatro Tierras podrá acabar con Brona, el malvado Señor de los Brujos, y para dar con ella, necesitará la ayuda de todas las razas."No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue una parte importantísima de mi juventud." Patrick Rothfuss"Confirma por qué Terry Brooks está en lo más alto del mundo de la fantasía." Philip Pullman"Shannara es uno de mis mundos ficticios favoritos y cada vez crece más. No hago más que buscar excusas para volver a él." Karen Russell, autora de
Tierra de Caimanes

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El fronterizo abandonó el escondite y se levantó despacio. Era alto y larguirucho, con una espalda ancha. Tenía el pelo largo y negro, anudado en una coleta. Sus ojos marrones brillaban con una mirada aguda y fija, y el rostro delgado era un conjunto de planos y ángulos, aunque atractivo dentro de su tosquedad.

El semblante del anciano se contrajo en una sonrisa cuando se le acercó.

—¿Cómo te encuentras, Kinson? —lo saludó.

El sonido familiar de su voz se llevó la irritación de Kinson Ravenlock como polvo que arrastra el viento.

—Me encuentro bien, Bremen —le contestó, y le ofreció la mano como respuesta.

El anciano la aceptó y se la estrechó con firmeza. Tenía la piel seca y áspera debido al paso de los años, pero el agarre era fuerte.

—¿Cuánto llevas esperando?

—Algo así como tres semanas, lo que no es tanto como había imaginado. ¡Vaya sorpresa me has dado! Aunque eso no es novedad, claro.

Bremen soltó una carcajada. Cuando se separaron, hacía ya seis meses, habían acordado que se reunirían de nuevo con la llegada de la primera luna llena de la cuarta estación, al norte de Paranor, justo donde el bosque cedía el paso a las llanuras de Streleheim. Habían convenido el momento y el lugar del encuentro, aunque no era algo fijo. Ambos eran conscientes de la incertidumbre a la que se enfrentaba el anciano. Bremen se había dirigido al norte y se había adentrado en tierras prohibidas. El momento y el lugar de su retorno estaría condicionado por sucesos que ninguno de ellos dos conocía en el momento de fijar la reunión. Para Kinson, haberse visto obligado a aguardar tres semanas no era nada. Habrían podido ser tres meses perfectamente.

El druida lo observó con esa mirada penetrante, blanca bajo la luz de la luna, desprovista de cualquier otro color.

—¿Has aprendido mucho durante mi ausencia? ¿Has empleado bien el tiempo?

El fronterizo se encogió de hombros.

—En parte. Siéntate conmigo y descansa. ¿Has comido?

Le ofreció al anciano un trozo de pan y un poco de cerveza y ambos se sentaron encorvados en la oscuridad, sin dejar de vigilar las anchas llanuras que se extendían ante ellos. Allí reinaba el silencio, vacío, eterno e inmenso bajo la bóveda celeste nocturna que resplandecía a la luz de la luna. El anciano masticaba distraído, tomándose su tiempo. El fronterizo no había encendido un fuego esa noche, ni ninguna otra desde que había comenzado a aguardar el retorno del druida. Una hoguera llamaría demasiado la atención como para que valiese la pena arriesgarse.

—Los trolls se dirigen hacia el este —explicó Kinson, al cabo de un rato—. Son miles y miles, más de los que pude llegar a contar. Hace unas cuantas semanas, cuando estaban cerca de donde ahora estamos, bajé a su campamento mientras había luna nueva. Sus números crecen, y a algunos los mandan a servir a un lugar que desconozco. Controlan todo el territorio desde el norte de Streleheim hasta más allá de donde me he atrevido a aventurarme. —Hizo una pausa—. ¿Has descubierto algo que diga lo contrario?

El druida sacudió la cabeza. Se había echado la capucha hacia atrás y la melena gris reflejaba la luz de la luna.

—No. Ahora todo ese territorio le pertenece.

Kinson le lanzó una mirada perspicaz.

—Entonces…

—¿Qué más has visto? —le urgió el anciano, interrumpiéndolo.

El fronterizo agarró el odre de cerveza y bebió.

—Los líderes del ejército están encerrados en las tiendas, nadie los ve. Los trolls tienen miedo incluso de pronunciar sus nombres, lo que me extraña. Hasta donde yo sé, no hay nada que asuste a los trolls de las rocas. Excepto ellos, al parecer. —Miró al anciano—. Por la noche, a veces, mientras vigilo, diviso sombras extrañas que revolotean por el cielo bajo la luz de la luna y las estrellas. Seres alados y negros atraviesan el vacío, cazando, vigilando o protegiendo lo que ya han tomado; no lo sé con seguridad y tampoco quiero saberlo. Sin embargo, los intuyo. Incluso ahora, están ahí, dando vueltas en círculo. Siento su presencia como si fuera un picor que me recorre todo el cuerpo. No, un picor no; como si tuviera escalofríos, del tipo que tienes cuando notas que hay alguien que te está observando y sabes que tiene malas intenciones. Se me eriza la piel. No me han visto, porque si lo hubieran hecho, sé que estaría muerto.

Bremen asintió.

—Son Portadores de la Calavera, obligados a servirle solo a él.

—Entonces ¿está vivo? —Kinson no pudo contenerse—. ¿Estás seguro? ¿Lo has comprobado?

El druida dejó a un lado la cerveza y el pan y se colocó frente a frente con él. Tenía la mirada perdida, llena de recuerdos oscuros.

—Está vivo, Kinson. Tan vivo como tú y como yo. Le seguí la pista hasta su guarida, en la profundidad de las montañas del Filo del Cuchillo, donde nace el Reino de la Calavera. Al principio no estaba seguro, eso ya lo sabes. Lo sospechaba, creía que así era, pero me faltaban pruebas que lo demostraran. Así que viajé hacia el norte, tal y como habíamos planeado, crucé las llanuras y me adentré en las montañas. Me crucé con cazadores alados mientras avanzaba. Solo salían por la noche y eran como grandes aves rapaces que rondaban al acecho de cualquier cosa viva. Me hice invisible como el aire que surcaban; si me miraban, no veían nada. Creé una capa de magia que me envolvía, pero sin que fuera de un calibre importante, para que no la detectaran en presencia de su misma especie. Seguí hacia el oeste, crucé las tierras de los trolls y las encontré completamente dominadas. Aquellos que se resistían habían sido sentenciados a muerte y quienes habían podido huir, ya lo habían hecho. Los que quedan ahora son sus siervos.

Kinson asintió. Habían pasado seis meses desde que los asaltantes trolls habían peinado el territorio, empezando desde la parte este de las montañas Charnal. Subyugaron a su propio pueblo. Su ejército era extenso y veloz, y en menos de tres meses, toda resistencia había sido aplastada. Las Tierras del Norte se encontraban bajo el mando de un ejército conquistador, cuyo líder era un misteriosa figura de la que se desconocía su identidad. Había rumores al respecto, pero no se habían confirmado. En realidad, pocos sabían que existía. La voz no había corrido más allá de los asentamientos fronterizos de Varfleet y Tyrsis, los puestos de avanzada más recientes de la raza del hombre, aunque las noticias sí que se habían esparcido a este y oeste, hacia las tierras de los enanos y de los elfos. Pero los enanos y los elfos estaban más unidos a los trolls. Los hombres eran la raza marginada, el enemigo más nuevo de las otras. Todavía se recordaba la Primera Guerra de las Razas, aunque ya habían transcurrido trescientos cincuenta años desde su final. Los hombres vivían aparte, en las ciudades lejanas de las Tierras del Sur, como el conejo que sale disparado a esconderse en su madriguera bajo tierra, tímido, inofensivo e irrelevante con respecto al desarrollo de los hechos importantes; eran comida para los depredadores y poco más.

«Pero no es mi caso», pensó Kinson, con aire lúgubre. «No soy ningún conejo, nunca lo he sido. He huido de ese destino. Me he convertido en un cazador».

Bremen se removió y cambió su peso de lado buscando un poco de comodidad.

—Me adentré en las profundidades de las montañas, buscándolo —continuó, de nuevo perdido en su historia—. Cuanto más me adentraba, más convencido estaba. Había Portadores de la Calavera por doquier. También había otros engendros, criaturas invocadas del reino de los espíritus, entes muertos devueltos a la vida, el mal hecho ser. Me mantuve alejado de todos ellos, vigilante y cauto. Sabía que, si me descubrían, seguramente la magia no sería suficiente para salvarme. La oscuridad que había allí era abrumadora, opresiva y empañada del olor y el sabor a muerte. Al final, llegué a la Montaña de la Calavera; fue una visita rápida, era todo a lo que me podía arriesgar. Me metí sin que me vieran por los corredores y encontré lo que había estado buscando. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Y mucho más, Kinson. Mucho más, y ninguna de las cosas que encontré presagian nada bueno.

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