Terry Brooks - El primer rey de Shannara

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El primer rey de Shannara: краткое содержание, описание и аннотация

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Descubre los orígenes del mundo de Shannara Tras la Primera Guerra de las Razas, los druidas de Paranor consagraron sus vidas al estudio de las antiguas ciencias, pero Bremen y sus pupilos continuaron practicando las artes arcanas. Como castigo, Bremen es expulsado de las tierras de los druidas. En el exilio, advierte que una terrible amenaza se cierne sobre las Tierras del Norte, donde unas fuerzas oscuras comandadas por un antiguo druida avanzan hacia el sur con el fin de someter a las gentes de las Cuatro Tierras. Tras infiltrarse en sus filas para estudiar al enemigo y conocer sus poderes, Bremen descubrirá que solo el arma más poderosa de las Cuatro Tierras podrá acabar con Brona, el malvado Señor de los Brujos, y para dar con ella, necesitará la ayuda de todas las razas."No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue una parte importantísima de mi juventud." Patrick Rothfuss"Confirma por qué Terry Brooks está en lo más alto del mundo de la fantasía." Philip Pullman"Shannara es uno de mis mundos ficticios favoritos y cada vez crece más. No hago más que buscar excusas para volver a él." Karen Russell, autora de
Tierra de Caimanes

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Kinson le echó un vistazo inquisidor por encima del hombro, pero Bremen le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que siguiera adelante. No ganarían nada si se retrasaban. Sin embargo, contemplar el tamaño de la fortificación le dio que pensar. Tenía la sensación de que el peso de la piedra se le alojaba sobre los hombros, una carga que no podría soportar. Una fuerza tan implacable y enorme, pensó, que se asemejaba en cierto sentido a la determinación tenaz de aquellos que allí vivían. Ojalá las cosas fueran distintas. Bremen sabía que debía intentar cambiarlas.

Salieron de entre los árboles, donde la luz del sol todavía era una intrusa que se infiltraba entre las sombras, y caminaron en la claridad de la noche que se desvanecía, hacia el camino principal que conducía al portón. Había un puñado de hombres armados que ya había salido a su encuentro, formaban parte de las fuerzas multinacionales que servían al Consejo como Guardia Druida. Todos llevaban un uniforme gris con el emblema de una antorcha bordada en rojo en el lado izquierdo del pecho. Bremen buscó algún rostro conocido, pero no encontró ninguno. Al fin y al cabo, ya habían pasado dos años desde la última vez que pisó estas tierras. Al menos, los que montaban guardia eran elfos y tal vez lo escucharan.

Kinson se hizo a un lado por deferencia y dejó que Bremen tomara la delantera. Este se irguió e invocó la magia para que le diera más presencia, disimulara la fatiga que sentía y escondiera cualquier atisbo de debilidad o duda. Se acercó al portón con decisión, sus ropajes negros se hinchaban tras él y sentía la oscura presencia de Kinson detrás, a su derecha. Los guardias aguardaron, sin dejar entrever ningún sentimiento.

Cuando Bremen llegó ante ellos, provocando que se encogieran ligeramente, se limitó a decir:

—Buenos días a todos.

—Buenos días a vos, Bremen —replicó uno al mismo tiempo que daba un paso adelante y le ofrecía una pequeña reverencia.

—¿Me conocéis, pues?

El otro asintió.

—He oído hablar de vos. Lo siento, pero no tenéis permitido entrar.

Su mirada se dirigió hacia Kinson para incluirlo también. Era educado, pero estricto. No se permitía la entrada a ningún druida desterrado, ni tampoco a ningún miembro de la raza de los hombres. Una norma que no era aconsejable discutir.

Bremen alzó la vista hacia los parapetos como si se lo estuviera pensando.

—¿Quién es el capitán de la Guardia? —preguntó.

—Caerid Lock —respondió el otro.

—¿Le podéis pedir que salga para poder hablar con él?

El elfo dudó y consideró la propuesta. Finalmente, asintió.

—Por favor, esperad aquí.

El elfo desapareció a través de una puerta lateral y se adentró en el castillo. Bremen y Kinson se quedaron allí, ante los guardas que quedaban, al amparo de la sombra del muro de la fortificación. Le hubiera resultado sencillo sobrepasarlos, dejarlos allí vigilando a unas ilusiones vacías, pero Bremen había decidido que no usaría la magia para granjearse la entrada. Su misión era demasiado importante para arriesgarse a provocar la ira del Consejo por burlar a sus guardias y hacerlos quedar como estúpidos. No les haría ninguna gracia que usara algún ardid. Quizá respetaran que fuera franco y directo. Era un riesgo que estaba dispuesto a asumir.

Bremen se volvió y contempló el bosque. La luz del sol ahora exploraba los lugares más recónditos de la arboleda, persiguiendo las sombras e iluminando los corrillos de frágiles flores silvestres. Cuando se percató que era primavera, se sobresaltó. Había perdido la noción del tiempo en su viaje de ida y vuela al norte, consumido por su búsqueda. Inspiró y percibió un deje de la fragancia procedente de la foresta. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había pensado en flores.

De soslayo, distinguió un movimiento en la entrada que quedaba a su espalda y se volvió de nuevo. El guarda que se había ido acababa de volver y lo acompañaba Caerid Lock.

—Bremen —lo saludó con aire solemne el elfo y se acercó para ofrecerle la mano.

Caerid Lock era un hombre delgado, de tez oscura; tenía una mirada profunda y una expresión preocupada. Sus rasgos élficos se distinguían con claridad: las cejas se inclinaban hacia arriba, las orejas le terminaban en punta y tenía el rostro tan delgado que parecía demacrado. También vestía de gris, como los demás, pero una mano agarraba la antorcha que él lucía en el pecho y unas franjas carmesí le adornaban los hombros. Llevaba el pelo y la barba cortos y ambos empezaban a canear. Era uno de los pocos que había seguido siendo amigo de Bremen cuando echaron al druida del Consejo. Caerid Lock había sido el capitán de la Guardia Druida durante más de quince años, y aún no había nacido un hombre mejor para desempeñar ese cargo. Era un profesional esmerado, un elfo cazador con una vida dedicada al deber. Los druidas habían tomado la decisión correcta al elegirlo para protegerlos. Más aún, en vista de las intenciones de Bremen, Caerid Lock era un hombre al que los otros escucharían si se lo pedía.

—Caerid, bien hallado —respondió el druida y le estrechó la mano—. ¿Os encontráis bien?

—Tan bien como otros que conozco. Habéis envejecido un par de años desde que nos dejasteis. Las arrugas de vuestro rostro lo demuestran.

—Lo que veis es el reflejo de vos, creo.

—Tal vez. Todavía recorréis el mundo, ¿verdad?

—Con la compañía de mi buen amigo Kinson Ravenlock —presentó al otro.

El elfo estrechó la mano del fronterizo y lo evaluó, pero no dijo nada. Kinson se mostró igual de distante.

—Necesito vuestra ayuda, Caerid —le explicó Bremen, adoptando un aire solemne—. Debo hablar con Athabasca y el Consejo.

Athabasca era el Druida Supremo, un hombre imponente de ideas firmes y opiniones rígidas que nunca había sentido demasiado afecto por Bremen. Era miembro del Consejo cuando él fue desterrado, pero en aquel entonces todavía no lo habían nombrado Druida Supremo. Aquello había ocurrido más adelante, y solo gracias al funcionamiento complejo de las políticas internas que Bremen detestaba con toda su alma. Con todo, Athabasca era el líder ahora, para bien o para mal, y cualquier posibilidad de penetrar esos muros dependía de él.

Caerid Lock sonrió, reticente.

—Y yo que creía que me ibais a pedir algo difícil… Sabéis que Paranor y el Consejo os están vedados. Ni siquiera podéis franquear los muros, y menos aún hablar con el Druida Supremo.

—Podría, si él así lo ordenara —dijo Bremen sencillamente.

El otro asintió y entrecerró los ojos.

—Entiendo. Y queréis que hable con él en vuestro nombre.

Bremen asintió. La sonrisa tensa de Caerid desapareció.

—No le gustáis —remarcó en voz baja—. Eso no ha cambiado durante vuestra ausencia.

—No tengo que gustarle para que acceda a hablar conmigo. Lo que tengo que contarle es mucho más importante que nuestras preferencias personales. Seré breve. Una vez haya escuchado lo que debo decirle, volveré a partir. —Hizo una pausa—. Dudo que esté pidiendo demasiado, ¿no creéis?

Caerid Lock sacudió la cabeza.

—No. —Le echó un vistazo a Kinson—. Haré lo que esté en mi mano.

Volvió adentro y dejó al anciano y al fronterizo allí afuera para que contemplaran los muros y los portones de la Fortaleza. Los guardias que la vigilaban estaban en sus puestos, firmes, e impedían la entrada a cualquiera. Bremen los observó con solemnidad durante un instante y luego dirigió los ojos hacia el sol. Ya se empezaba a sentir el calor de ese nuevo día. Miró a Kinson y, acto seguido, se dirigió hacia la sombra, donde había un buen trozo de terreno en el que todavía no llegaba la luz, y se sentó sobre una piedra que sobresalía. Kinson lo siguió, pero no se sentó. Sus ojos oscuros transmitían un aire de impaciencia; quería que aquello terminara ya. Estaba listo para seguir adelante. Bremen sonrió para sus adentros. Típico de su amigo: la solución de Kinson para todo era seguir adelante. Era el método que había usado durante toda la vida y sin embargo, ahora, desde que ambos se habían conocido, Kinson había empezado a ver que no se soluciona nada si uno no se enfrenta a ello. No era que Kinson no fuera capaz de hacer frente a la vida. Simplemente, lidiaba con las situaciones desagradables dejándolas atrás, poniendo distancia, y era cierto que las cosas podían tratarse de ese modo. El problema residía en que nunca era una solución definitiva.

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