Así, con las nociones de corposubjetividad, de muerte-como-pulsión, de desvalimiento originario, desvalimiento y desamparo, espacio-soporte y factores psicoentrópicos (síntomas de lo negativo que hacen evidencia en la clínica) queda formalizada la rampa de lanzamiento. A partir de esa estructura fundamental Enrique Carpintero se eleva para enfocar con luz propia las variaciones de la sexualidad humana, la sociedad de consumo y el lugar del psicoanálisis en la cultura: las relaciones del sujeto con el poder.
Porque desde el nacimiento en adelante, la relación del sujeto con el discurso político transita por las marcas que ha dejado en el inconsciente la relación con el Otro. La constitución de la subjetividad se erige, así, sobre la herida que dejó abierta el desvalimiento del bebé frente a la mamá o a los adultos responsables de la vida o de la muerte. La situación de extrema indefensión social, la experiencia de inermidad por la que transitamos después, no hace otra cosa que reabrir la marca que el Otro grabó en nosotros y, de esta manera, nos predispone, nuevamente, a quedar subordinados al Poder. Así, en una sociedad como la nuestra, dominada por un proyecto capitalista, el discurso del Otro absoluto se inscribe en el inconsciente como deseo de muerte y frecuentemente se expresa a través de acciones destructivas hacia los demás y hacia uno mismo. Violencia ejercida, violencia padecida, da lo mismo porque en nosotros se borra el límite entre víctimas y victimarios. Ese Otro incorporado en el seno de lo propio explica la destructividad pero, por sobre todo, la auto destructividad que nos habita. Esa indefensión original nos predispone, decía, a quedar subordinados al Poder, y el Poder exige sacrificios: sacrificios humanos. El Poder exige sacrificios pero, además, busca el consenso. No deberíamos olvidar que el sistema actual de miseria y exclusión de grandes mayorías que se impuso junto al enriquecimiento desmesurado de unos pocos, se llevó a cabo con un alto grado de consenso. Triste es reconocerlo pero, capturada por el discurso del Poder, casi toda la sociedad colaboró para sostenerlo contribuyendo a reforzar la omnipotencia del Poder. Y el Poder se impuso promoviendo la identificación que liga el deseo a las representaciones mortíferas que el mismo Poder ofrece.
La muerte-como-pulsión. En la Argentina el terrorismo de estado se inscribió como traumatismo social, pero la democracia no impidió que la dictadura del discurso económico renovara esa experiencia traumática. Así, la masa quedó cautivada por el Poder: atrapada y fascinada. Y la adhesión o la indiferencia hacia el discurso del Poder nos convirtió en sujetos democráticos destinados a subscribir lo que Lenin afirmó en El Estado y la Revolución: “La república democrática es la mejor envoltura política de que puede revestirse el capitalismo.”
“El odio primario está en el origen del sujeto -escribe Enrique Carpintero- ya que el amor se va construyendo en un proceso que determina la relación con uno mismo y con el otro…Es decir, nos constituimos en la falta, pero también en la potencia….Por ello colectivamente no basta con la ética, que es la vía individual. Se hace necesaria una política…” “Se inicia en la falta, pero su desarrollo es posible en la potencia de ser”. Aquí Spinoza acude para ayudar al autor -la solidaridad: el otro que completa al sujeto- a resolver ese juego de fidelidades y traiciones cruzadas entre Lacan que hace de la falta concepto fundamental y Deleuze que propone la potencia de los flujos deseantes en el origen. De modo tal que del “nos constituimos en la falta, pero también en la potencia” habría que rescatar el valor del “también”…y esa pulsión que es deseo en el psiquismo, es erogeneidad en el organismo, es socialidad en la cultura.
No obstante la nuestra tiende a ser una cultura sin Otro. Al menos, sin un Otro simbólico ante quien el sujeto pueda dirigir una demanda, hacer una pregunta o presentar una queja. La nuestra tiende a ser una cultura colmada por Otros vacíos. No hay Otro en la cultura actual y todavía está por verse si el Mercado reúne las condiciones de dios único, capaz de postularse para ocupar el lugar vacante que el Otro tuvo en la modernidad. Más bien parecería ser que los nuevos tipos de dominación remiten a aquello que Hannah Arendt llamó una “tiranía sin tirano” donde triunfa el levantamiento de las prohibiciones para dar paso a la pura impetuosidad de los apetitos. Porque el capitalismo ha descubierto -y está imponiendouna manera barata y eficaz de asegurar su expansión. Ya no solo intenta controlar, someter, sujetar, reprimir, amenazar a los individuos para que obedezcan a las instituciones dominantes. Ahora, simplemente destruye, disuelve las instituciones de modo tal que los sujetos quedan sueltos, caen blandos, precarios, móviles, livianos, bien dispuestos para ser arrastrados por la catarata del Mercado, por los flujos comerciales; listos para circular a toda prisa, para ser consumidos a toda prisa y, más aún, para ser descartados de prisa. La cultura actual produce sujetos flotantes, libres de toda atadura simbólica. “Al quedar recusada toda referencia simbólica capaz de garantizar los intercambios humanos, sólo hay mercancías que se intercambian sobre el fondo de un ambiente de venalidad y nihilismo generalizado... El “neoliberalismo” está haciendo realidad el viejo sueño del capitalismo. No sólo amplía el territorio de la mercancía a los límites del mundo en el que todo objeto ha llegado a ser mercancía, también procura expandirlo en profundidad a fin de abarcar los asuntos privados, alguna vez a cargo del individuo (subjetividad, sexualidad) y ahora incluirlos en la categoría de mercancía.” (Dufour, Dany-Robert, El arte de reducir cabezas. Sobre la servidumbre del hombre liberado en la era del capitalismo global, editorial Paidós, Buenos Aires, 2007).
Hoy en día no son los flujos mercantiles los que tienden a decidir acerca de las reflexiones teóricas y las contingencias clínicas. Son los flujos mercantiles los que tienden a diluir las reflexiones teóricas y las contingencias clínicas. Por eso, la obra toda de Enrique Carpintero adquiere un valor definitivo cuando acepta el desafío y opone un espacio de resistencia al desmantelamiento simbólico; un psicoanálisis capaz de resistir al arrasamiento subjetivo; una distancia del vértigo indetenible de los flujos consumistas; una alternativa a los imperativos que nos pretenden productivos, eficaces, exitosos, acríticos y líquidos.
La obra toda de Enrique Carpintero se inscribe en una venerable tradición que se inició con el Freud de Psicología de las Masas y El Malestar en la Cultura, con el interlocutor de Einstein ante el porqué de la guerra; reconoce sus antecedentes en Spinoza y en Marx, en la Escuela de Frankfurt, en la producción de Wilhelm Reich. Aquí, en la Argentina, la cadena pasa por la gesta de los pioneros contra la psiquiatría manicomial hegemónica en la década del 40, por la psicoterapia de grupo y por el psicodrama cuando el psicoanálisis individual se postulaba como el único legítimo, por el grupo Plataforma que partió en dos al psicoanálisis mundial, por los equipos asistenciales de los Organismos de Derechos Humanos y las intervenciones en la fábricas recuperadas, por las nuevas formas de legislar la enfermedad y la salud mental.
En esta etapa gris de la historia, en medio de una comunidad científica donde frecuentemente las instituciones demandan la sacralización de las teorías y donde los maestros exigen una adhesión acrítica; aquí, donde tan a menudo el anatema reemplaza a la controversia y, en su lugar, las guerras de prestigio se desatan para ahogar la reflexión; aquí, entre nosotros, Enrique Carpintero ha sabido construir con arduo trabajo e inteligencia un espacio para la producción teórica original que es, también, un espacio colectivo; espacio que con El erotismo y su sombra. El amor como potencia de ser adquiere una dimensión insoslayable por donde transitan León Rozitchner, Silvia Bleichmar, Fernando Ulloa a quienes, gracias a Enrique, extraño menos.
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