Michele Gesualdi - Don Lorenzo Milani

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¿Quién fue realmente Don Milani? A esta pregunta responde este libro de Michele Gesualdi, que, junto con su hermano menor, Francuccio, vivió con Don Milani en familia, como hijos suyos, en la misma escuela y casa parroquial de Barbiana. Dando voz a los testimonios vivos de cuantos lo conocieron directamente, basándose también en sus cartas, algunas de ellas inéditas, Gesualdi reconstruye el camino que llevó a Don Milani al «exilio» de Barbiana. Su narración arranca de los años de seminario, pero se centra amplia y oportunamente en el período en el cual Don Lorenzo estuvo en San Donato de Calenzano, porque si Barbiana fue la «obra maestra» de Don Milani, Calenzano fue su taller. Un libro extraordinario y conmovedor en el que Gesualdi abre su corazón y revela el verdadero rostro de Don Milani: un cura, un maestro, un hombre, un «padre» que hizo de su sacerdocio un don a los pobres más pobres.

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La gente del lugar le mira con el estupor que suscita una persona un tanto extraña: «Ayer no había tenido paz y había dejado todo para hacerse sacerdote. Ahora ha reunido a estos muchachos, ha abierto la puerta de la casa señorial para ellos y hasta los hace jugar en la cancha de tenis y los atormenta con clases extraescolares. Pero ¿es eso todo?».

El estupor se transforma poco a poco en admiración cuando el exseñorito habla con la gente.

«Es un joven sacerdote de mirada profunda en un rostro abierto y sonriente que transmite alegría y hace el bien a los demás», se comenta ahora en el pueblo.

El muchacho campesino

En Montespertoli, Don Lorenzo se reencontró también con un joven campesino de su misma edad de cuya existencia había tenido conocimiento años antes y que vivía en una aparcería cerca de la casa señorial. Su padre era coordinador de la liga sindical de los aparceros de la zona. Este hombre llevaba en la piel las heridas de las injusticias sociales sufridas. La cercanía de los campos que labraba respecto de la casa señorial le mostraba cada día la escandalosa diferencia entre la vida de los señores que allí vivían y la condición de los campesinos, y esto acentuaba su rebelión interior. Un año convenció a los demás campesinos de la hacienda para que se organizaran a fin de reivindicar algunas mejoras en los cuartos de baño de las casas de labranza. Los existentes eran simples agujeros con tapa que descargaban directamente en los pozos negros que había debajo. A esos mismos pozos iban a parar también las aguas residuales de los establos, y algunos días el hedor era insoportable. Así pues, los campesinos presentaron sus requerimientos al mayoral, pero este, probablemente sin siquiera informar a los Milani, rechazó toda reivindicación. Los campesinos organizaron entonces una manifestación, llevando frente a la casa señorial sus bueyes de arar, que durante la protesta depositaron en el sitio una buena cantidad de mercancía maloliente.

Alice, la madre de Lorenzo, se mostró indignada y se preguntó intranquila qué querrían esos comunistas. Albano, el padre, fue mucho más conciliador y autorizó al mayoral a que asegurara a los campesinos que, en el lapso de algunos meses, se haría todo lo posible. La promesa se cumplió.

El joven Lorenzo había seguido la protesta desde dentro de la casa y había quedado impactado al observar a ese muchacho manejar con habilidad y seguridad una yunta de bueyes. Él se habría muerto de miedo.

Es un hecho que le estremece: es el niño rico que confronta su vida con la del niño pobre, y quién sabe si este episodio no contribuyó también a que en Lorenzo surgiera algún brote de la vergüenza que, años después, le impulsaría a huir de su condición de privilegiado.

Su hermana Elena, sin vincularlo a este episodio, contó acerca de la primera gran rabieta que tuvo Lorenzo de pequeño cuando se negó a ponerse un traje nuevo porque le daba vergüenza que le vieran los demás niños, hijos de los campesinos de Gigliola. Del mismo modo que relató la vergüenza que le daba salir de casa con los aparatos de ortodoncia.

Era el período en que comenzaba a ser perezoso en la escuela y a descuidar su salud, comportamientos que preocupaban no poco a Albano, su padre.

Durante los pocos meses que Don Lorenzo permaneció en Montespertoli se encontró varias veces con el muchacho de los bueyes, que, ya crecido, seguía el ejemplo de su padre y se empeñaba en la defensa de los labradores. Los dos jóvenes tuvieron una confrontación. El campesino le habló de los derechos que se les negaba a los aparceros. Don Lorenzo escuchaba y reflexionaba mientras el otro acusaba, afirmando que tampoco los sacerdotes eran muy distintos de los terratenientes y que, antes o después, unos y otros iban a terminar ahorcados. Don Lorenzo le objetó que no se podía generalizar, y que también el Evangelio condenaba a los ricos.

En cualquier caso, le agradeció diciéndole que había aprendido más hablando con él en esos días que durante los cuatro años de seminario. Le regaló una hoja escrita a máquina con las bienaventuranzas del evangelio firmada por «Lorenzo, sacerdote» y adornada con el dibujo de un sacerdote ahorcado.

2

EL VICARIO

En San Donato

Su experiencia sacerdotal en Montespertoli terminó pronto. Finalmente llegó el cambio. La curia lo nombró a título permanente vicario del anciano proposto de la parroquia de San Donato en Calenzano.

Don Pugi, el proposto-párroco, ya anciano y de complexión física un tanto pesada, no alcanzaba ya a hacer frente por sí solo a los compromisos pastorales que exigía la parroquia, que estaba en crecimiento.

Por eso había decidido pedir al cardenal un joven ayudante, pero la parroquia, pobre y sin recursos suficientes para mantener a un vicario, no se lo podía permitir. De todos modos reunió coraje y expuso toda la situación.

El cardenal le respondió: «Este año tengo a un joven, vocación adulta, de familia acomodada. Es un tipo un tanto extraño, pero buen cristiano. No tiene pretensión ninguna y quiere vivir pobremente. Por ahora no he encontrado ningún sacerdote que lo reciba de manera permanente. Está colaborando temporalmente en la parroquia de Montespertoli, pero no está a gusto, porque en ese municipio la familia tiene hacienda y aparcerías, y él no quiere permanecer allí. También el viejo párroco está a disgusto por ese motivo. Si usted lo quiere, se lo envío».

«Pero ¿sabe decir misa? ¿Sabe confesar?», preguntó Don Pugi. «Seguro, de otro modo no habría sido ordenado sacerdote», respondió el cardenal. «Entonces lo cojo», concluyó el anciano párroco.

El nuevo vicario llegó a Calenzano con el autobús de Florencia en la tarde del 11 de octubre de 1947. Llovía, y el párroco había llamado a la casa parroquial a algunos parroquianos para recibirlo festivamente. Envió a un grupito de jóvenes a esperarlo con paraguas. Cuando desde la plaza de la iglesia vio a los muchachos ascender junto al joven vicario con la maleta, hizo repicar festivamente las cuatro campanas de la iglesia. Una vez que hubo entrado en la casa le acompañó habitación por habitación y le abrió los cajones de los armarios mientras le decía: «Todo lo que hay en esta casa es tuyo». El dormitorio había sido preparado por Eda, la persona que cuidaba de la casa, prestando atención a cada detalle, y el párroco había hecho el último control para asegurarse de que todo estuviese en su sitio. Hizo trasladar algún mueble y añadir un sillón para permitirle descansar después de la comida.

Más tarde, Don Lorenzo despojará por completo ese dormitorio preparado con tanto cariño y dejará en él solamente lo esencial: una deteriorada mesita celeste en el centro de la habitación, un arcón con tablones clavados de forma más o menos lograda y un catre apoyado firmemente en cuatro ladrillos de albañilería.

La amable acogida en la nueva parroquia creó de inmediato un fuerte lazo entre el anciano y el nuevo sacerdote, entre la vieja familia y el recién llegado.

Derribar los muros

La parroquia de San Donato contaba en 1947 con 1.300 almas. Se encontraba en el municipio de Calenzano, un pueblo atrapado entre Florencia y Prato, donde, como en todas las parroquias de la «roja Toscana», se vivía un clima de feroz desavenencia entre comunistas y católicos. Con los comunistas excomulgados por la Iglesia como enemigos de Dios.

El joven sacerdote encontró un pueblo ideológicamente lacerado y de un bajísimo nivel cultural. Era una división que llevaba a los jóvenes obreros y campesinos, de diversas extracciones políticas, a combatirse entre ellos. Todos estaban muy lejos de pensar que las ideologías sin objetivos elevados son barreras creadas artificialmente para dividir al pueblo y dominarlo. Si, además, en la creación de estas fracturas participa también la Iglesia, los jóvenes no solamente se alejan en gran parte, sino que se ven inducidos a considerar al sacerdote como un enemigo que está del otro lado de la barricada.

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