Entre los años setenta y los dosmil, las cocinas del mundo occidental, y del español mayormente, se transformaron de cabo a rabo. Poco a poco prescindimos de los alimentos frescos en beneficio de los precocinados, y lo mismo con los utensilios que hasta entonces habíamos utilizado para preparar la comida. Se produjo una revolución tanto en la industria alimentaria como en los aparatos necesarios para que sus nuevos productos —más duraderos, higiénicos y cómodos— tuvieran éxito: «Quien disponga de un robot de cocina no necesitará especial destreza en el manejo del cuchillo; los hornos eléctricos, los de gas y los microondas implican que no haga falta saber cómo encender un fuego y mantener viva la llama. Hasta hace unos cien años, el control del fuego era una de las principales actividades humanas», recuerda la crítica gastronómica norteamericana Bee Wilson en La importancia del tenedor .
Pero los ciudadanos-comensales no fuimos conscientes del alcance de aquella revolución, inimaginable para nuestros abuelos hace cien años, porque sucedió a una velocidad de vértigo, a la misma velocidad que nos atacan hoy los tuperwares suicidas cada vez que abrimos su armario atestado. Los españoles no dábamos abasto para tanto invento, ocupados como estábamos en reordenar nuestras alacenas y en probar cada reluciente aparato que cogíamos de la tienda de electrodomésticos: del microondas pasamos a la vitrocerámica, la inducción y la Thermomix, sin apenas tiempo para leer los manuales de instrucción. Cuando ahora me topo con un cajón congelador de aquellos frigoríficos antiguos entiendo por qué, entre mis quehaceres infantiles cotidianos, se incluía bajar a la compra: en esos minúsculos espacios era imposible acumular pescados, croquetas o carnes congeladas, o siquiera más de una hielera con cubitos de hielo ultrasolidificados que no había forma humana de extraer si no era a golpes salvajes bajo el agua del fregadero. En esos cubículos de los viejos frigoríficos no cabía ni una pizza. Porque entonces no existían pizzas.
En 1981, con diez años de edad y aun viviendo en una ciudad amplia como Zaragoza, yo no había probado la pizza ni el queso mozzarella. O la rúcula, el foie, la salsa de soja, los jalapeños, el sushi, las algas, el hinojo o el secreto ibérico. En casa comía garbanzos y lentejas a cascoporro, carne guisada, muchas sopas, merluza a la romana, puré de patatas, gallos y ensaladas de lechuga con tomate y cebolla. Cenaba tortillas, criadillas, huevos fritos, acelgas con patatas y alcachofas con jamón. Desayunaba leche con Cola Cao y magdalenas. Mis bocatas del recreo eran de fuagrás, de chorizo, de sardinas. El día que había suerte caía un Tigretón, o una palmera de chocolate, y mis hermanas y yo nos abrazábamos entre lágrimas como si se nos hubiese aparecido la Virgen rediviva. Del aceite de oliva se decía que empeoraba el colesterol, y además era muy caro. Mi padre guardaba los «vinos buenos», los que le regalaban, en un botellero de madera para descorcharlos cuando «vinieran invitados a cenar». Cuando bajaba al economato, me llevaba en una bolsa los cascos de las botellas y botellines vacíos para devolverlos en el colmado y que me descontasen el dinero correspondiente a cada envase. Reciclábamos el monedero, nadie sabía qué coño era el medio ambiente. O que existía un quinto sabor llamado umami.
En 2001, cuando cumplí treinta años, apenas quedaban colmados en los barrios, los restaurantes japoneses empezaban a sustituir a los chinos y no encontrabas criadillas —esto es, testículos— en ninguna carnicería. La compra familiar se realizaba una vez por semana, e incluso una vez al mes, en enormes supermercados que ahora se llamaban, lógicamente, hipermercados: habían triplicado su tamaño, como los frigoríficos domésticos la capacidad de su congelador. Los pollos, conejos, cerdos, pavos y terneros se vendían troceados y envasados —y hasta rebozados— en bandejas de poliespán; ya no se pedía en el mostrador «cuarto y mitad» de nada. El pescado llegaba manufacturado en barritas, palitos y gulas; nadie desalaba el bacalao durante dos días como quien guarda vigilia por un familiar. Yogures con súperpoderes, bebidas azucaradas, snacks y dulces histriónicos, sopas y salsas deshidadratadas, guisos listos para calentar, salchichas, hamburguesas y pizzas habían atiborrado nuestras despensas. Las paneras habían desaparecido. La base de nuestra alimentación había pasado de la barra a las chucherías, aunque todos usábamos el aceite de oliva —virgen extra— como icono de nuestra vanagloriada «dieta mediterránea». La comida se había convertido en un entretenimiento.
Y en los restaurantes, ni te cuento. Si durante mi infancia acudir a un restaurante era un hecho excepcional (al menos en mi familia), en 2001 se había convertido en uno de tantos caprichos cotidianos, cada vez más sofisticados gracias a la tecnología y al comercio global.
A mi ignorante universo culinario llegó primero el foie, el sacrosanto hígado de pato, que por cierto proviene de uno de los mayores salvajismos que se hayan pensado nunca para un animal. Si un restaurante quería mostrarse moderno y exquisito, había de colocar como fuere un filete de foie a la plancha en algún momento del menú, bien fuera solo, guarnecido por frutas tropicales o coronando un solomillo de ternera como si se tratase de un príncipe cabalgando a lomos de un rey. Cuanto más gorda la rodaja, más pudiente se sentía el comensal. Cuanto más cruda, más gourmand. Brigitte Bardot se tiraba de los pelos. Para sacarle mejor rendimiento al foie y además conservarlo, aparecieron los micuits caseros, que nos resultaban tremendamente llamativos en un país que a principios de los noventa todavía no se aclaraba con la diferencia entre el micuit, el foie gras y el bocata de La Piara. En España, a todo lo que se untaba en pan lo llamábamos fuagrás.
Al hígado atrofiado le siguieron las gelatinas, locos como estaban todos los cocineros con la capacidad espesante del agar-agar, con su suavidad frente a las harinas y con su neutralidad frente a las invasivas natas. Pero gelatinas en pequeños dados, ojo, nada de aquellos áspics horteras de los años setenta que tanto le gustaban a Salvador Dalí para sacarse fotos barrocas haciendo el bobo. El Bulli comercializó el sifón de nitrógeno, uno de sus primeros inventos, y sus etéreas espumas remataron a las gelatinas, espumas servidas como nubes, pues lo mismo permitían licuar unas tristes acelgas hasta esponjarlas en algo hermoso que mejorar un dulce con la pompa de una nube de algodón. Empezaba la magia de las texturas y la decoración, el desconcierto en las bocas, las flores comestibles, el elemento crujiente imperativo (la pasta filo, qué hallazgo) y el brochazo de pintor en el plato para presentar cualquier salsa o aliño. «Va a comer usted un Foie bajando las escaleras sobre fondo vaporoso de hongos , de nuestra exposición monográfica de 1996».
En esta nueva escuela de pintura encajaron de maravilla los aceites verdes para aliñar, infusionando perejiles o albahacas en el jugo de la oliva y triturándolas hasta lograr una pasta clorofílica refulgente, cargada de aromas y densa. Pero amén de pintarrajear los platos había que contrastar texturas, y a los aceites les siguieron las arenas como guarnición contrapuesta, arenas resultantes de la deshidratación de carnes, pescados o champiñones que se fueron adelgazando a su vez en el fondo del plato hasta convertirse en polvo; en polvo de setas, polvo de chocolate, polvo de rodaballo, polvo de estrellas, claro. Porque no es lo mismo un polvo de queso que un queso en polvo, por supuesto.
De entre todas las setas, los nuevos chefs se enamoraron con fruición de la boletus, que casualmente era la más cara, o que aumentó descabelladamente su precio a causa de ese idilio nacional. Las lujuriosas láminas de boletus se soltaban sin parar sobre esas negras bandejas de pizarra que ahora empezaban a sustituir a los platos, y que dejaban sin uñas a tantos y tantos camareros al retirar el servicio. Boletus a la plancha, boletus en sopas, en salsas, en croquetas… ¿De dónde salen tantos boletus, por dios bendito?
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