Dichas y dichos
de la
Gastronomía
Insólita Mexicana
Fernando Díez de Urdanivia
Prólogo de Giorgio de’Angeli
Portada: Litografía de Claudio Linati, Tortilleras
© Derechos reservados por Fernando Díez de Urdanivia
ISBN libro físico: 970-92377-2-1
ISBN libro electrónico: 978-607-96555-70
Hecho en México
Agradecimientos
A la Biblioteca Nacional de México
A la Hemeroteca Nacional de México
Miguel Ángel Castro
Lorena Gutiérrez
Reginaldo Allec Campos
Sonia Salazar
Por su apoyo, que hizo posible complementar
datos e ilustraciones para este libro.
CONTENIDO
PRÓLOGO
COMILONAS DE LA MARQUESA
LA ISLA DE LAS SORPRESAS
PRODIGIOS DE UN LAGO
REGUSTOS TAPATÍOS
COLIMA: MUCHO MÁS QUE COCADAS
REPERTORIO ALVARADEÑO
LOS CUITLACOCHES Y MI SANTA ABUELA
AVENTURAS Y TORMENTOS DEL PALADAR
GEOGRAFÍA EQUIVOCADA
LORITO, DAME LA PATA
¿DE DÓNDE VIENE CHÍNGUERE?
CUADRUMANOFAGIA
METLAPILES Y METATES
ALIMENTO DIVINO
BUENO Y BARATO
CHEGUA, POZOL Y CHOROTE
LAS HIJAS DEL CURA
NO SALGA SIN DINERO
ENSEÑANDO A LAS HIJAS
ESTABAN LOS TOMATITOS…
JUMILES Y TANTARRIAS
LA CIENCIA DIVERTIDA
EL TERROR DE LAS AMAS DE LLAVES
LA SOPA DE DON MELCHOR
PAYNO Y LOS FRIJOLES PARDOS
DON GUILLERMO, ENTRE MUSAS Y MUGROSAS
RAROS CHICHARRONES
PALABRA DE FRAILE
PÉREZ JOLOTE Y LA COMIDA EN CHIAPAS
CONQUISTA Y PITANZA
BERNARDO DE BALBUENA Y LA COMIDA
RECETAS DE MI FAMILIA
EL REVOLTIJO
EL OLVIDADO AYOCOTE
PIPIANES Y PEPIANES
UN CUADERNITO INSÓLITO
LA CONTROVERTIDA NOGADA
FOLCLOR MUSICAL Y COCINA
APROXIMACIONES AL UNIVERSO DEL TAMAL
¿QUÉ QUIERE DECIR TAMAL?
SIN FAISÁN Y SIN VENADO
LA ZANAHORIA EN EL JUEGO
LA EDAD DE LOS ELOTES
SU MAJESTAD EL ACHIOTE
TAMALES Y TORTILLAS
INGENUIDAD PIANÍSTICA
LA IRRUPCIÓN DEL HORNO
UN TAMAL PARA MUCHOS
EMPANADAS, PASCUALINAS Y TAMALES
HUIMILPAN DE DOÑA TOÑA
LA CURA DE CHOCOLOMO
CHARAPES Y CHARAPERAS
RAQUEL TORRES Y LAS FLORES DE XALAPA
EL BARRIO DE SAN MIGUEL
GUSTOS DE ANTAÑO
ALTAMIRANO: LOS ENCANTOS DEL RECUERDO
EL HUMOR DE LA POBREZA
DESAYUNOS DE AYER
CALDO DE PIEDRA
ACERCA DEL AUTOR
CATÁLOGO DE LIBROS LUZAM
BIBLIOTECA MUSICAL MÍNIMA
COMILONAS DE LA MARQUESA
La mejor salsa es la del apetito.
Juan Benito Díaz de Gamarra
E n Edimburgo, capital escocesa y joya de la arquitectura medieval, han proliferado los contadores de cuentos y leyendas. Durante el último tercio del siglo XVIII, hubo una viejecita que se dedicó a transmitir a su enfermizo nieto muchas narraciones encantadoras. El niño, aunque medio lisiado y enteco, cuando creció supo aprovechar tan jugoso repertorio como base de los textos que habrían de permitir a la posteridad llamarlo padre de la novela histórica. Ese muchachito era Walter Scott.
Por la misma época y en la misma ciudad, un señor Inglis y una señora Stein, de los que poco se sabe, decidieron unir sus vidas. La pareja procreó nada menos que diez hijos, entre ellos la niña que bautizaron Frances Erskine. Algunos estudiosos afirman que nació en 1804; otros, que en 1806. Sólo a la interesada podría importarle discutir la fecha.
Madame Inglis era intrépida educadora. Cuando murió su marido, cruzó el Atlántico en busca de sustento para sus muchos críos. En Boston estableció una escuela. Pasaron los años. Sus retoños crecieron.
Un día llegó a los Estados Unidos don Ángel Calderón de la Barca, recién nombrado embajador en Washington por la corona española. Era un caballero que nunca pudo comprobar su relación sanguínea con el glorioso autor de La vida es sueño, pero ni falta le hizo. Mucho más que simple diplomático, tenía intereses puestos en las artes y las letras, y viajaba con un amplio bagaje de idiomas que le había permitido, entre otras hazañas, traducir del alemán el Oberon de Wieland, poema largo y más bien tedioso de donde salió el libreto para la ópera de Weber.
En Boston, don Ángel fue presentado con doña Frances. Él tenía cuarenta y seis años; ella, treinta o treinta y dos. Fue responsable del encuentro el famoso hispanista William Prescott, a quien tiempo después Calderón de la Barca habría de poner en contacto con García Icazbalceta y con Lucas Alamán, ayudándole a procurarse mayor conocimiento de las cosas mexicanas.
Cupido hizo de las suyas. Ángel y Fanny, como se le decía cariñosamente a Frances, acabaron en el altar a mediados de 1838. Pasados algunos meses, la reina Isabel II nombró a Calderón primer ministro plenipotenciario de España en el México independiente.
El matrimonio duró veintidós años. Don Ángel murió en el puerto vasco de San Sebastián en 1861. A partir de esa fecha, tuvieron que pasar tres lustros para que por fin el rey Alfonso XII otorgara a la viuda un marquesado, completándole el nombre con el que cobraría fama como autora de Life in Mexico, cincuenta y cuatro cartas escritas a su familia y publicadas por primera ocasión en 1843. Con ese libro, la marquesa hizo honor a la tradición narrativa de su terruño y a su predecesor Walter Scott.
Retrocedamos a las postrimerías de 1839, y al momento en que los Calderón se subieron al barco que habría de llevarlos a su nuevo destino.
Antes de terminar la travesía, los viajeros fueron zarandeados sin piedad por las olas del Golfo de México. Cuando en medio de su mareo la señora pudo ver la costa, tuvo que quedarse viéndola durante varios días, pues el navío no podía acercarse al puerto, azotado por uno de sus tradicionales nortes. Casi cuarenta años antes Veracruz le había parecido a Humboldt, más que rada, un “desdichado ancladero con arrecifes”.
El suelo que los diplomáticos pisaron era un hervidero político y social, con un divertido aunque patético sube y baja de presidentes que duraban en la silla algunos meses, algunas semanas, y a veces sólo unos días. Estaba en su apogeo el militarismo mexicano, tan certeramente reportado casi un siglo después por Vicente Blasco Ibáñez.
La gente trataba de olvidar los incesantes vaivenes, y como las penas suelen mitigarse frente a una mesa bien servida, cualquier pretexto era válido para organizar convivios. Por eso se recibió a los Calderón con una gran cena. La marquesa era valiente. Inclinada a la aventura viajera y al riesgo digestivo. De modo que acometió sin titubeos un menú que incluía pescado y carne, vino y chocolate, frutas y dulces. Luego dio la primera muestra de su ingenio: “Saboreamos una cocina muy a la española, sólo que veracrucificada”.
Para los bisoños embajadores todo era nuevo y atractivo. Querían conocer lo nuestro y a los nuestros. Como se les informó que don Antonio López de Santa Anna estaba en la hacienda Manga de Clavo, donde solía retirarse a purgar sus culpas, decidieron visitarlo de paso a la ciudad de México. Dos cosas asombraron allí a los viajeros: el suntuoso banquete y las joyas que lucían la esposa y las hijas del anfitrión.
En aquellos días, Santa Anna tenía por solitario mérito su victoria sobre el intento español de reconquista, puesto en manos del brigadier Ignacio Barradas. Ese triunfo le había valido el nombramiento de Benemérito de la Patria. Sonora dignidad que parece haberlo inclinado a dormir no sólo en sus laureles, sino también en los campos de batalla. Bien sabemos que una siestecita suya costó la derrota de San Jacinto, que ayudó a consumar la pérdida de Texas.
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