Fernando Díez de Urdanivia - Dichas y dichos de la gastronomía insólita mexicana

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Dichas y dichos de la gastronomía insólita mexicana: краткое содержание, описание и аннотация

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En estas páginas, Fernando Díez de Urdanivia despliega mucho más que una erudición impresionante. Observa, pondera, describe con alegría esos aspectos de la vida mexicana que son la destilación de la abundancia y la escasez, el trabajo agrícola y las alternativas del clima, los consejos de los viajeros y las costumbres que sobreviven. Una vez más se demuestra que la cocina es un aspecto fundamental de la cultura y de la vida. Un aspecto, además, que ofrece infinitos asideros para su profundización y estudio. Este amenísimo libro nos ofrece un gran panorama compuesto de pequeñas cosas, enriquecido por el conocimiento, alegrado por el humorismo, pulido por su estilo.

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Si atendemos a la cantidad de amigos que hicieron, los Calderón deben haber sido muy simpáticos. Entre sus allegados estaban el conde de Regla y su esposa María Josefa, a quien la marquesa consideró extraordinariamente bella. Era hija de tigre. Su madre, María Ignacia Rodríguez de Velasco, la legendaria Güera Rodríguez novelada por Valle Arizpe, había sido estimada por el barón de Humboldt como “la mujer más hermosa que había visto en el curso de sus viajes”.

Los señores De Regla invitaron al ministro español y a doña Fanny a su finca de Real del Monte, donde los agasajaron con un desayuno que incluía bizcochitos calientes, huevos frescos, café, té y tostadas que representaron “la parte inglesa”, después de la cual vino “la parte española”, para finalizar con deliciosos quesitos frescos de crema, “a todo lo cual hicimos los honores como correspondía”.

El contacto más violento de la marquesa con nuestros hábitos culinarios fue sin duda el de los chiles. No mostró por ellos el menor entusiasmo y siempre los mencionó con un dejo de rencor: “Para soportar el chile que comen aquí, sería preciso tener la garganta blindada con hojalata”.

La señora no se cansaba de espiar su entorno. Acerca de todo se formaba opiniones que luego expresaba en sus cartas, salpicándolas de un humorismo revelador de talento y cultura. Hacía comparaciones muy graciosas. Cuando conoció el temaxcal, ese horno tan mexicano donde los reumáticos encuentran la curación que ningún medicamento puede darles, expresó su veredicto: “Una vez transcurrido el tiempo que se considera suficiente para el alivio, se saca al paciente del temaxcal well done”. Como si se tratara de un “new york” a la parrilla.

Una de las grandes instituciones históricas es la cocinera. Las características de esa reina de la estufa cambian según tiempos y latitudes. En algunos países, México incluido, va siendo especie que se extingue.

Las cocineras mexicanas del siglo antepasado fueron examinadas al microscopio por la marquesa: “Debe observarse que es preciso tener los nervios muy fuertes y el apetito muy despierto para comer lo que guisan, después de haberlas visto, por muy sabroso que aquello sea. Una mirada a sus flotantes guedejas, una inspección de su rebozo… y c’est fini, sin embargo de lo cual tienen sus buenas cualidades y son mil veces preferibles a las extranjeras”.

La buena de doña Fanny hubiera sufrido más “trasudores y desmayos” que Sancho Panza, de haber conocido a un ama y señora de la cocina cholulteca llamada Conchita Tlacuhilo, en cuyo restaurante comí por última vez hace más de cincuenta años, en compañía de mi familia poblana. Mujer entrada en edad, doña Conchita llevaba con ella por todas partes las transpiraciones y el cochambre del fogón, y exhibía con la mayor naturalidad su impresionante labio leporino. Pero el mole que guisaba debería estar en las antologías más exigentes. Al comerlo olvidaba uno labio, sudor y tizne.

Imposible exigir a la señora Calderón el acierto en todos sus juicios ni la valentía en todas sus degustaciones. Con motivo de la marca de unos toros bravos, el dueño de una hacienda cercana a Santiago organizó un banquete en el que nada probó la marquesa, como no fueran los plátanos, granadas y tunas del postre. No le atrajo la barbacoa por su olor y sabor a humo, y tampoco osó acercarse al “embarrado”, según ella un “guisado hecho de chile y carne, muy parecido al lodo, como su nombre lo indica”. Nunca supo que se estaba perdiendo de uno de los lujos gastronómicos de la época. El embarrado —según el recetario de doña Dominga de Guzmán— se hacía con chiles anchos tostados; jitomates asados, molidos y fritos en manteca, a lo cual se agregaban alcaparras desaladas; carne, gallina, pimienta, clavo y canela, jamón, chorizos, plátano largo en ruedas, vino y vinagre, y una vez sazonados todos esos ingredientes, se ponían más alcaparras, aceitunas, almendras, rodajas de lima bien cocidas y unas hojitas de naranjo tiernas. Como aquello debía espesar, acababa ofreciendo el aspecto que a la dama pareció repugnante.

Otra ocasión, en la hidalguense Tulancingo, la diplomática cometió quizá la mayor de sus equivocaciones. Consideró al mole, nuestra gloria culinaria, una simple “carne guisada con chile rojo”. Como si quisiera enmendar el dislate, celebró luego “un queso crema de lo más delicioso, que los indios comen con miel virgen, y cuya receta guardan celosamente, negándose a comunicarla a pesar de que se les ha ofrecido muy buen dinero a cambio”.

Las injurias a nuestra comida no son nuevas ni han cesado. Un libro sobre los restaurantes de Nueva York, publicado hace algunos años, afirma que el guacamole es una salsa “violenta, primitiva y ardiente”, en el capítulo dedicado a una fonda que pretende hacer “show” de nuestro folclor gastronómico, y en su local de la Primera Avenida atropella la dignidad del aguacate, machacándolo en público sobre espectacular molcajete y mezclándolo con jalapeños enlatados, menos agresivos para el paladar estadounidense que los reglamentarios serranitos.

Entre las reseñas de doña Fanny puede leerse la que trata de una prima mestiza de la “olla podrida” cervantina, que como sabemos tenía la virtud de adaptarse a la opulencia de los más largos manteles o a las limitaciones de las más humildes mesas: “En cada comida se sirve, inmediatamente después de la sopa, el puchero compuesto de carnero cocido, carne de res, tocino, aves, garbanzos, calabacitas, patatas, peras cocidas, verduras y muchos otros vegetales, que se sirven todos juntos, al mismo tiempo, acompañados de una salsa de hierbas y tomates”.

Para despedirnos de nuestra encantadora guía, hagamos con ella un breve recorrido por los refectorios conventuales.

En una de sus cartas nos lleva al Colegio Vizcaíno, para disfrutar de una “colación excelente hecha de frutas, nieves, dulces, natillas, jaleas, vinos, etc., todo en abundancia grande”. En otro texto, relativo al Priorato de San Joaquín, nos hace partícipes de “un excelente almuerzo con pescado del lago, huevos en diferentes guisos, arroz en leche, café y fruta”. Luego manifiesta su sorpresa porque los frailes no se habían sentado a comer con sus invitados, debido quizás a una disposición disciplinaria que ella desconocía.

El claustro de La Encarnación era, todavía en tiempos de la marquesa, uno de los mejores de la ciudad. El historiador Alfonso Toro afirma que “tenía un enorme patio rodeado de arquerías con balaustradas de cantería. En el centro de él se cultivaba un hermosísimo jardín con sus calles enlosadas, bancas de piedra y parleras fuentes con juegos hidráulicos, poblado de las más exquisitas flores y árboles frutales”. El convento había sido construido a fines del siglo XVII gracias la munificencia de don Alonso de Lorenzana. Un siglo después las monjas lo habían defendido inútilmente de que le construyeran junto el edificio de la Aduana. Transformado por completo, se convirtió en recinto de la Secretaría de Educación Pública a partir de 1922.

Escribe nuestra anfitriona que en La Encarnación fue recibida con una cena muy curiosa, “compuesta de dulces, chocolates, nieves, natillas, pastelillos de frutas, jaleas, manjar blanco (delicia de abolengo hispano hecha a base de arroz, leche, huevo, almendras, piñones, pasas, acitrón y pechuga de gallina), naranjada, limonada y otras golosinas profanas”. El disfrute de esos dulces se le amargó al observar a un grupo de novicias que, a punto de consumar sus bodas con Cristo, estaban por perder la esperanza de cualquier otro esponsal y le parecieron “pobres pajarillos enjaulados”.

Convertida al catolicismo a raíz de su permanencia en México, la marquesa Calderón de la Barca murió en 1882, después de haber compartido un largo destierro con la reina Isabel II, y haber sido institutriz y dama de compañía de la infanta española.

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