Philip Hoare - El alma del mar

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Una exploración del hechizo del mar y del arte.Del autor de
Leviatán o la ballena y
El mar interior, llega un maravilloso retrato compuesto por las sutiles, hermosas, inspiradas y enloquecedoras maneras en que el ser humano se ha relacionado con el planeta del agua.En el deslumbrante cierre de su trilogía sobre el mar, Hoare parte de nuevo en un viaje en busca de las historias humanas y animales del mar, desde las personas empujadas a la desesperación, a ballenas, gaviotas y espíritus de las aguas: esta es una odisea personal y literaria que nos llevará desde los suburbios de Londres hasta las costas europeas y del Atlántico. Desfilan por sus páginas William Shakespeare, Henry David Thoreau, Wilfred Owen, Jack London, Herman Melville, Elizabeth Barrett Browning, Virginia Woolf, Percy Bysse Shelley, Mary Shelley, Lord Byron, el almirante Nelson, David Bowie, Stanley Kubrick y muchos otros poetas y artistas, escritores modernistas y héroes famosos o desconocidos, todos ellos relacionados con el mar, a veces de manera fatal y hermosa. «Mitad historia cultural y mitad vibrante narración de su relación con el mar Philip Hoare ha escrito un libro maravilloso que es una delicia leer.» The Sunday Times"Hoare escribe sobre Shelley, Byron y Elizabeth Barrett Browning Poetas del mar en manos de un poeta del mar." The Literary Review"Una historia idiosincrática de marineros, aventureros y artistas que evoca la majestuosidad del horizonte marino Es una obra maestra que se eleva al nivel de poesía sublime." The Times"Rara vez he leído un libro que me haya hablado tan directa e íntimamente a mí." The Guardian"Un libro extraño y maravilloso." Robert Macfarlane

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El frente nos golpea, directamente. Las olas, que ayer lamían los cimientos de la casa, ahora se vuelven sobre sí mismas en su despiadado asalto contra la barrera que actúa como amortiguador entre la casa y el mar. Los reglamentos urbanísticos locales, diseñados para permitir el movimiento de la mutable arena, implican que incluso las terrazas y los comedores más lujosos sean provisionales. La casa de Pat, que va ya por su sexta década, se construyó más para ser parte del agua que para estar separada de ella; las mareas de la tormentosa primavera hacen que el mar pase debajo de ella, desdeñando sus cimientos. A final del siglo, tanto las propiedades más exclusivas como las chozas más humildes cederán ante las olas: «La verdad es que sus casas —escribió el filósofo Henry David Thoreau durante una de sus visitas al Cabo­ son flotantes, y su hogar está sobre el océano».

Justo delante de la casa hay una balsa atada con una cadena al fondo del mar. Es otro escenario, una isla cuadrada de metro veinte de largo en la que actuar. En invierno, la colonizan las focas, que alzan sus caninas cabezas y sus aletas de cola para conseguir calor. Los visitantes veraniegos creen que la balsa está construida para nadadores humanos; pronto comprenden que está cubierta con los depósitos de otros inquilinos, los eíderes comunes que la alquilan en algunos momentos del invierno como un refugio seguro incluso cuando se sacude salvajemente con fuerte marejada.

Pat y yo vemos a un pato hembra y a un macho dando vueltas por la balsa como si estuvieran midiéndola. El macho realiza el primer movimiento, seguido por su compañera. Se quedan en distintas esquinas, como los miembros de una pareja que necesitan su propio espacio. Aparece otro macho con su compañera; a ella se le permite subir a bordo, pero a él lo rechaza el primer macho. Es un duelo. Entonces tiene lugar el ritual de hinchar los pechos y agitar las alas, como una competición en una pista de baile. Se llega al inevitable compromiso, y se admite a los recién llegados. Pronto, con la elegancia de la coreografía de los eíderes, llega una tercera pareja y se remeda el mismo ritual. Todos los gestos y arrullos, que tan extraños resultan a nuestros ojos antropomórficos —como si dijeran al recién llegado: «No hay sitio, no hay sitio»—, son, de hecho, crudas y decididas expresiones de violencia potencial y de lucha por la supremacía.

Los eíderes son otros espíritus animales de esta orilla. La presiden, junto a los cormoranes y las focas, imbuidos de su inescrutable cualidad. La balsa es su portal: los imagino sumergiéndose y emergiendo en un mundo de porcelana china para volver a asumir su imperial presencia, alzando sus señoriales alas. Puede que sean los patos más grandes, pero son también las aves más rápidas en vuelo horizontal, capaces de desplazarse a ciento diez kilómetros por hora contra el fuerte viento del noreste. Me resultan infinitamente interesantes, vistos desde mi terraza o con mis binoculares. Sus cabezas se reducen hasta terminar con picos en forma de cuña, que recuerdan a una aquilina nariz romana o al hocico de una foca gris. Las franjas negras de los ojos y las nucas color pistacho parecen un maquillaje exótico; a Gavin Maxwell le pareció que vestían el uniforme de gala de un almirante de Ruritania. Sus modales a la hora de comer no son en absoluto refinados: utilizan sus buches, forrados de piedras, para triturar y moler los mejillones y cangrejos que se tragan enteros. Pájaros que son como máquinas.

También han sufrido. En Gran Bretaña se los utilizó para el tiro al blanco en la Segunda Guerra Mundial; miles de ellos, posados en balsas en el mar, volaron por los aires. En el Cabo ese invierno encuentro muchos eíderes muertos sobre la arena, abiertos y asados a la parrilla, como si el violento frío hubiera sido excesivo incluso para ellos, a pesar de su mullido aislamiento. A una víctima hace tiempo que le han arrancado los ojos y sumergido en la oscuridad, pero su nuca sigue tensa, como la del cuello de un conejo, más piel que plumaje. Todavía se caza a los eíderes por sus esponjosas plumas para hacer edredones y abrigos, «robando nidos y pechos de aves para aportar aislamiento a este refugio», según escribió Thoreau. Toleran nuestro expolio, no les queda otro remedio. Pero, aunque les hayamos encontrado utilidad, sus características nos hablan de algo incognoscible.

Quizá sean esos ojos. Sí, son esos ojos; siempre son los ojos. Abarcan el mundo entero y, al mismo tiempo, lo ignoran.

Adentrándose en el Atlántico, Cabo Cod es como un arco tensado, doblado sobre sí mismo, una arenosa floritura que parece demasiado frágil para resistir las acometidas del océano. Castigado por sucesivas tormentas, su punta se ha transformado y ha cambiado durante siglos. Solo existe a medias y, asimismo, no está ahí en absoluto. Es poroso. El mar se filtra en su interior.

Aquí acaba América. En ocasiones, si la luz es la adecuada, como esta mañana, la tierra al otro lado de la bahía queda reducida a un espejismo, un Fata Morgana 10alarga las lejanas playas hasta que parecen acantilados que flotan sobre el horizonte como en un sueño. Cuanto más lejos te encuentras, menos real parece lo demás. En este lugar importa poco lo que sucede en el continente, o, más bien, lo pone todo en perspectiva. Es un sismógrafo en el océano americano que percibe al resto del mundo. No en vano, Marconi envió sus señales de radio desde esta orilla; creía que sus transmisores podrían captar de ese modo los gritos de los marineros ahogados en el Atlántico.

El interior de la bahía forma un arco alrededor del Cabo y pierde gente a medida que se extiende. Desde caminos que parecen vacíos con carteles que protestan educadamente —«Densamente poblado»—, 11como si hubiera tantos habitantes como árboles, atraviesas el bosque de Wellfleet y de segundas residencias hasta alguna esporádica casita de campo vacacional en North Truro, junto a la autopista, tan solitaria como las pinturas de Hopper, y luego hasta Provincetown, donde la tierra se ensancha brevemente antes de estrecharse hacia Long Point, una punta de arena tan delgada y elegante como la cola del pequeño mono verde de latón que Pat tiene sobre la estufa de madera. En la punta se encuentra el faro de Long Point, una torre cuadrada y baja, coronada con una linterna negra, que puede que salude o advierta a los visitantes, no importa. Una vez llegas aquí, ya no te marchas. Este es el final y el principio de las cosas.

Llegué por primera vez a Provincetown en el verano de 2001. Me invitó John Waters, y estuve en la ciudad cinco días; entonces no tenía ni idea de lo que esos días significarían para mí. Como un perverso mentor, John me inició en los secretos del lugar. Bebimos en la A-House, donde hombres adultos se acicalaban los cuerpos unos a otros como animales espulgándose; y también en el Old Colony, una caverna de madera que da bandazos como si estuviera borracha; y bebimos en el Vets Bar, donde los hombres hétero de la ciudad habían formado su última defensa en la penumbra. Durante las calurosas tardes hacíamos autostop hasta Longnook, utilizando un gastado cartel de cartón con nuestro destino escrito con rotulador, y esperábamos en la Ruta 6 a que alguien nos llevara. En una ocasión paró un coche de policía. Nos sentamos en el enjaulado asiento de atrás, como si fuéramos delincuentes y, cuando llegamos, John dijo: «Nos han dado la provisional en la playa». Miró hacia el océano y declaró que era tan bello que parecía un chiste. Cuando pedaleábamos por la calle Commercial en su bicicleta, adornada con una cesta de mimbre como si fuéramos la Malvada Bruja del Oeste, alguien dijo «Su Majestad» al vernos pasar.

Fue al final de mi estancia, cuando estaba a punto de tomar el transbordador de vuelta a Boston, cuando decidí ir a ver ballenas. Abandoné la tierra y subí al bote. Cuarenta minutos después, frente al banco de Stellwagen, una yubarta emergió frente a mí. Todavía sigue ahí.

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