Leon Leyson - El chico sobre la caja de madera

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El mejor testimonio del Holocausto, desde el Diario de Anna Frank: las memorias del sobreviviente más joven de la famosa «Lista de Schindler». Una historia profundamente inspiradora. Una lección de esperanza, coraje y amor a la vida.
• Nº 1 en la lista de best sellers de New York Times (categoría «middle grade»)
"Leon Leyson fue un hombre verdaderamente excepcional y un talentoso maestro.
Siempre le estaré agradecido por haber brindado su testimonio a la Fundación Shoah.
Lo preservaremos a perpetuidad, para inspirar a las próximas generaciones con su notable ejemplo de vida. El mundo no será el mismo sin él, pero tenemos la fortuna de tener sus memorias, que acompañan su testimonio oral."
STEVEN SPIELBERG, DIRECTOR GANADOR DEL OSCAR POR SU PELÍCULA LA LISTA DE SCHINDLER.
Cuando sobrevivir parecía imposible, él lo logró.
Leon Leyson tenía poco más de diez años cuando los nazis invadieron Polonia, iniciando el exterminio de miles de judíos. Él y su familia fueron víctimas de este horror, pero tuvieron la fortuna de salvar sus vidas gracias a la arriesgada estrategia del comerciante alemán Oskar Schindler, quien los incluyó en su hoy famosa «lista».
Este libro es un relato autobiográfico, que Leon Leyson terminó de escribir poco antes de morir, en enero de 2013. Narra su infancia feliz antes del comienzo de la guerra, y el enorme contraste con la masacre que se produjo después. Los lectores seguirán el doloroso derrotero de Leon y su familia por diversos campos de concentración, sometidos a las peores humillaciones y a constantes maltratos, encontrándose y desencontrándose hasta que la solidaridad de Oskar Schindler y su «lista» los rescata y les permite recomenzar, emigrando a los Estados Unidos.
Leon Leyson fue uno de los integrantes más jóvenes de la lista de Schindler. Brindó una perspectiva única sobre el Holocausto y un mensaje poderoso de valor y humanidad.
Rara vez hablaba sobre sus experiencias, hasta que la película La lista de Schindler fue un éxito mundial y despertó el interés del público por esta historia.
En reconocimiento a sus numerosos logros como educador y como testigo del Holocausto, Leon Leyson recibió un doctorado honorario en Humanidades de la Universidad Chapman. Fue profesor de enseñanza secundaria en la escuela Huntington Park, de California, durante treinta y nueve años.
Falleció en enero de 2013. Lo recuerdan su mujer, Lis, sus dos hijos y sus seis nietos.

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Hershel era joven y fuerte, y podía trasladarse más rápidamente que mi padre. Al mismo tiempo, papá estaba reconsiderando su impulsiva decisión de dejar a su esposa y sus otros hijos. Así que resolvieron que Hershel continuaría solo hasta Narewka y mi padre regresaría a Cracovia y arriesgaría su suerte con las tropas invasoras. El viaje fue peligroso y lento, pero finalmente llegó a casa sano y salvo. Yo estaba entusiasmado por tenerlo nuevamente con nosotros.

A medida que los alemanes cerraban el cerco sobre Cracovia, los judíos eran objeto de toda clase de caricaturas insultantes. Había carteles humillantes en polaco y en alemán, mostrándonos como criaturas grotescas y asquerosas de narices largas y torcidas. Nada de lo que decían aquellos carteles tenía sentido para mí. En mi familia no teníamos mucha ropa, pero mi madre trabajaba duramente para mantener nuestras prendas en condiciones y nunca se veían sucias. Hasta me dediqué a examinar nuestras narices. Ninguna era particularmente grande. No podía entender por qué los alemanes querían hacer que nos viéramos distintos de como éramos.

Las restricciones se multiplicaron rápidamente. Parecía que, para los judíos, casi nada estaba permitido. No podíamos sentarnos en las bancas de los parques. Después, directamente se nos prohibió estar allí. En los tranvías, había cuerdas que separaban los asientos para los polacos no judíos, en el frente de los vehículos, y los de los judíos, en el fondo. Al principio, esta restricción me irritaba, pues me impedía continuar con mi juego de esquivar a los guardias con mis amigos. Pronto, no tuve ni siquiera la posibilidad de seguir jugando, pues se nos prohibió a los judíos usar cualquier tipo de transporte público. Poco a poco, los chicos con los que había compartido tantas aventuras, a quienes nunca les había importado que yo fuera judío, empezaron a ignorarme; después, a murmurar palabras desagradables cuando estaba cerca de ellos; y, finalmente, el más cruel de mis hasta entonces amigos me dijo que nunca más jugarían con un judío.

Mi décimo cumpleaños, el 15 de septiembre de 1939, pasó inadvertido en medio de la confusión y la incertidumbre de aquellas primeras semanas de ocupación alemana. Afortunadamente, Cracovia no había sufrido los bombardeos destructivos que sí habían alcanzado a Varsovia y otras ciudades; pero aun sin esa amenaza, el terror invadía las calles. Los soldados alemanes actuaban con total impunidad. Nunca se sabía lo que harían. Desvalijaban las tiendas judías. Desalojaban a los judíos de sus apartamentos y se instalaban en ellos, confiscando todas sus pertenencias. Los hombres ortodoxos eran su blanco preferido. Los soldados los capturaban en las calles, los golpeaban y les cortaban sus barbas y sus coletas tradicionales, llamadas payot , solo por deporte, o lo que ellos consideraban deporte. Algunos polacos no judíos descubrieron nuevas oportunidades. Una mañana, varios irrumpieron en nuestro edificio para saquear el apartamento de arriba, donde vivía la familia que había huido a Varsovia. Golpearon nuestra puerta. Cuando mi padre se rehusó a entregarles la llave que los vecinos le habían confiado, los intrusos simplemente corrieron escaleras arriba, entraron y desvalijaron el lugar.

Poco después, algunos empresarios nazis llegaron con la idea de hacer fortuna con la miseria de los industriales judíos, a quienes ya no se les permitía ser propietarios de negocios. La fábrica de vidrio en la que trabajaba mi padre fue una de las elegidas. El empresario nazi que se hizo cargo de la empresa despidió de inmediato a todos los trabajadores judíos, excepto a mi padre. Él se salvó porque hablaba alemán. El nuevo dueño lo convirtió en el intermediario (una especie de traductor) entre él y los polacos cristianos a los que aún se les permitía trabajar allí. Por primera vez en meses, vi a mi padre un poco más seguro de sí mismo. Insistía en que la guerra no duraría mucho, y que, como tenía un empleo, estaría a salvo. Predecía que para el año siguiente, o quizá para el final de ese mismo año, todo habría terminado. Así como los alemanes se habían ido tras el fin de la Gran Guerra, también se irían en esta ocasión. Sospecho que en toda Cracovia había muchos padres judíos que transmitían el mismo mensaje a sus hijos, no solo para reconfortarlos sino también para autoconvencerse. Mi padre cometía el mismo error que muchos: creer que los alemanes con los que ahora lidiábamos eran como los que habían conocido antes. No tenía idea, nadie podría haberla tenido, de la falta de humanidad y de la maldad ilimitada de este nuevo enemigo.

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