El hecho de que yo fuera judío y mis nuevos amigos no, no parecía importarles. Solo importaba que compartiéramos nuestra osadía y la travesura.
Cracovia no era solo una ciudad histórica sino también cosmopolita y con gran actividad cultural, llena de cafés, teatros (incluyendo uno dedicado a la ópera) y salones de baile. Los ingresos modestos de mi padre no nos permitían acceder a ninguno de aquellos entretenimientos. Lo más cerca que estuve de la vida nocturna de Cracovia fue cuando llevaba y traía mensajes de un hombre en un cabaret a una mujer que vivía en el apartamento al lado del nuestro. La vecina me daba dinero para el boleto de tranvía, pero yo prefería caminar. Cuando llegaba al cabaret, le dejaba la nota al portero. Mientras esperaba la respuesta, espiaba dentro del local, esperando ver qué era lo que atraía a la gente allí noche tras noche. Nunca alcancé a ver demasiado, aunque sí escuchaba música típica polaca. Luego de un rato regresaba a casa y le daba a mi madre el dinero, ya que aun antes de la guerra escaseaba en mi hogar.
Mi papá estaba feliz de tener a su familia con él. Nos mostró orgulloso los alrededores de la fábrica, y David y yo siempre éramos bienvenidos cuando lo visitábamos en su trabajo. Si estaba muy ocupado, nos asignaba una tarea que nos llevara tiempo, como serruchar un tronco grueso por la mitad. El trabajo que nos daba no servía de nada, pero papá nos llenaba de elogios cuando las dos mitades caían al suelo. Él era un fabricante de herramientas y moldes muy hábil, y elaboraba repuestos para las máquinas que se dañaban y moldes para las botellas de vidrio que producía la fábrica. Era muy requerido por otros fabricantes de la zona por su habilidad. El orgullo que él sentía por su trabajo inundaba también nuestra casa, donde él era claramente el amo y señor del castillo, aun cuando el “castillo” fuera solo un apartamento modesto. Mi mamá trataba de satisfacerlo en todo; nosotros, los niños, estábamos en el segundo lugar de prioridad.
En los años en que estuvimos separados, mi hermano mayor, Hershel, había madurado al estar en compañía de papá. Bajo su tutela había sentado cabeza, conseguido trabajo y empezado a ahorrar dinero. Ahora Hershel era considerado y responsable, no problemático. Además tenía novia, así que, aunque había vuelto a compartir la vida diaria con nosotros, rara vez lo veíamos.
Nos acostumbramos rápidamente a la nueva vida en Cracovia. Nos concentramos en instalarnos y sentirnos a gusto juntos. Cuando comenzamos a enterarnos de la violencia y los disturbios en Alemania, fue preocupante; pero estábamos demasiado ocupados en nuestra vida cotidiana, y no teníamos tiempo para pensar en nada más. En septiembre de 1938 celebramos Rosh Hashaná, el Año Nuevo judío y Iom Kipur, el Día del Perdón, en una hermosa sinagoga, una de las más de cien que había en toda la ciudad. En Cracovia vivían alrededor de 60.000 judíos, aproximadamente un cuarto del total de la población. A mí me parecía que estábamos totalmente integrados a la vida de la ciudad. Ahora, a la distancia, me doy cuenta de que ya entonces había señales de los tiempos difíciles que llegarían.
En mi nueva escuela, un edificio enorme que albergaba a cientos de niños de mi vecindario, mi maestro de cuarto grado me señaló un día. Me llamó “Mosiek”, el diminutivo de Moshe. Primero me causó gran impresión: pensé que ese hombre debía conocer a mi padre, Moshe, y sabía que yo era su hijo. Me sentí orgulloso de que papá fuera tan conocido. Pero después me enteré de que el maestro no sabía quién era él, y que el apodo “Mosiek”, “Pequeño Moisés”, era un insulto destinado a cualquier niño judío, fuera quien fuera su padre. Me sentí tonto por haber sido tan crédulo.
A pesar de esto, mi vida continuaba absorbida por la escuela, los juegos, correr a la panadería para comprar una hogaza de pan o al zapatero para recoger nuestros zapatos recién remendados. Pero cada vez resultaba más difícil ignorar las graves noticias que llegaban sobre lo que estaba ocurriendo en Alemania.
El mes de octubre de 1938 comenzó con novedades preocupantes. Los periódicos, las emisoras de radio y las conversaciones en toda la ciudad solo se referían a Alemania y a su líder Adolf Hitler, el Führer. Desde su arribo al poder en 1933, Hitler y los nazis habían consolidado en poco tiempo el control de su país, silenciado a sus oponentes y comenzado una campaña para restablecer a Alemania como potencia mundial. Una parte central del plan de Hitler consistía en marginar a todos los judíos, convertirnos en “los otros”. Nos culpaba de todos los problemas, pasados y presentes, que sufría Alemania, desde la derrota en la Gran Guerra hasta la crisis económica.
Cuando Alemania anexó Austria en marzo de 1938 y ocupó la región montañosa de los Sudetes en Checoslovaquia seis meses después, la discriminación hacia los judíos se incrementó. La vida en esas regiones se volvió cada vez más precaria, debido a las numerosas restricciones.
Antes de que pudiéramos absorber todas aquellas novedades, fuimos golpeados por otras aún peores: por orden de Hitler, miles de judíos polacos, tal vez hasta 17.000, habían sido expulsados de Alemania. El gobierno nazi decidió que ya no eran bienvenidos y que no merecían vivir en suelo alemán. El gobierno polaco se mostró tan antisemita como los nazis y no permitió que los judíos expulsados pudieran retornar a su tierra. Nos llegaban noticias de que esos judíos languidecían en la frontera, en improvisados campamentos que eran una especie de “tierra de nadie”. Ocasionalmente algunos lograban sobornar a los guardias, cruzaban la frontera y se las ingeniaban para llegar a Cracovia o a otras ciudades.
En mi presencia, mis padres seguían minimizando la gravedad de la situación. “Hemos tenido antes los pogroms en el este”, decía mi padre con aparente indiferencia. “Ahora hay problemas en el oeste. Pero todo se arreglará, ya verán.” No sé si eso era lo que realmente pensaba, o si trataba de convencerse a sí mismo y a mi madre al igual que a mí. Después de todo, ¿adónde podíamos ir? ¿Qué podíamos hacer?
Después, llegó la peor noticia: en Alemania y Austria, en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, las sinagogas y los rollos de la Torá que ellas albergaban fueron incendiados, y todas las propiedades judías fueron destruidas. Los judíos fueron ferozmente golpeados y cerca de un centenar murieron asesinados. Me parecía inconcebible que la gente se hiciera a un lado mientras sucedía algo tan terrible. La propaganda nazi difundió lo sucedido aquella noche como una demostración espontánea contra los judíos, en represalia por el asesinato de un diplomático alemán en París a manos de un joven judío llamado Herschel Grynszpan. Pronto nos dimos cuenta de que eso era solo la excusa que los nazis necesitaban. Usaron ese crimen para organizar una noche de violencia en todo el país. Más tarde, recibió el nombre de “la Noche de los Cristales Rotos”, en alusión a las miles de ventanas destrozadas en sinagogas, hogares y tiendas judías. De hecho, aquella noche se destruyó mucho más que unos cuantos cristales.
Deseábamos fervientemente que de algún modo los nazis tomaran conciencia y las persecuciones cesaran. Pero aun cuando mi padre trataba de convencerme de que estábamos seguros y que la situación se calmaría, por primera vez sentí miedo.
La posibilidad de una guerra se incrementó. Escuchaba hablar de ello en la escuela, en las calles, dondequiera que iba. Las noticias informaban que los representantes del gobierno polaco habían viajado a Alemania para reunirse con sus autoridades a fin de impedir una guerra. No importaba cuánto se esforzaran mis padres por protegerme del miedo creciente ante la proximidad de una guerra con Alemania; no había modo de que me lo ocultaran.
Читать дальше