Caminé a gran velocidad para llegar al dormitorio, abrir el paquete junto con Debbie y finalmente contestarle.
–¡Por favor, señora! ¡Más despacio! –bromeó Deb cuando entré a nuestra habitación de una manera impetuosa y hasta algo abrupta.
–Vine lo más rápido que pude, necesito abrir este paquete.
–¡Eso! ¿Qué es esa caja? –preguntó, mientras lo señalaba desde su cama.
–No lo sé, no quise abrirlo, me lo envió mi nuevo admirador –modulé mi voz hacia un tono sensual al decir esto último.
Noté que la frente de Debbie se fruncía, predecible, con la misma confusión que yo horas antes y, proviniendo de ella, seguramente con temor.
–Ya lo sé, es aterrador y hasta fuera de lugar, pero luego me envió este mensaje –y le mostré donde decía conocerme de antes.
–Ten cuidado, Ju, no me gusta nada todo esto –se incorporó para venir hacia donde yo estaba.
–Bueno, pero un paquete no puede ser dañino.
–No, a no ser que haya una bomba dentro de él –ambas sabíamos que Debbie acababa de hacer una broma, pero, por si acaso, levanté la caja y la puse en mi oreja. Luego la agité sutilmente y ella me miró vacilante–. Bueno, si fuera una bomba con eso que acabas de hacer ya habríamos volado, camarada.
Desanudé la cinta azul a lunares dorados y luego levanté la tapa de la caja. Un papel amarillo envolvía lo que habría de encontrar segundos después. Con cuidado, separé el papel hasta llegar a un pequeño envoltorio rectangular. Ya con menos paciencia decidí romper el otro papel que envolvía lo que ya parecía ser una broma de esas en las que el paquete no termina de abrirse nunca, encontrando un envoltorio y otro más y así hasta llegar a la nada misma. Pero esta vez sentí que había algo duro detrás de ese último papel, y estaba a punto de descubrirlo.
Lo sostuve entre mis manos en alto, ambas lo miramos con incredulidad e intentando recordar de dónde podíamos conocer un objeto así.
A los pocos segundos nos miramos y gritamos al unísono:
–¡Gibraltar Lake!
Desde luego, cómo olvidarlo, se trataba de un pequeño cuadro de color verde que consistía en dos vidrios que pegados oficiaban de contenedor de agua y arena, haciendo que el cuadro fuera siempre distinto y que uno mismo pudiera armar su propia versión de arte con la arena cayendo en cualquier dirección.
Pensé en aquel lugar y en las personas que habíamos conocido. No íbamos allí desde hacía dos veranos, así que más aún se me dificultaba recordar mis andanzas.
Quizá fuera Ted o tal vez Frederick. No me sentía orgullosa del desfile de hombres que habían pasado por mi vida y menos en aquel entonces. Debbie, por su parte, era todo lo opuesto a mí, creo que por eso nos llevábamos tan bien.
Le escribí un mensaje: .
Respondió enseguida: .
Nos miramos sin decir nada. Debbie siguió jugando un momento más con el cuadro y yo permanecí sentada en la cama, con los ojos posados en un punto fijo, como excusa para descansar el cuerpo mientras mi mente seguía trotando en una loma cuesta abajo.
Hoy les tocaba cargar con la culpa a mis párpados en cada abrir y cerrar de ojos. El sol se filtraba por la ventana y no existía cortinado lo bastante pesado como para evitarlo. A la ecuación se le sumaba que era sábado y en Manhattan la gente solía encontrarse particularmente más feliz los fines de semana. Demasiado. Al menos en ese momento. Hacía ya algunas semanas había entrado de licencia psiquiátrica. No fue hasta que le grité a un paciente que me di cuenta de que debía hacer algo conmigo, pobre Tommas, después de todo él solo quería contarme por undécima vez que había vuelto con su novia, una jovencita que no hacía más que jugar con él. Y yo, hastiada de anotar lo mismo sesión tras sesión, rompí el silencio con un “¿Acaso eres idiota?”. Tommas, que siempre había sido cordial y educado, se levantó y se fue.
Tuve suerte de que no montara un numerito en el seguro social; después de todo, hoy podría estar desempleada y no gozando de un sueldo por hacer nada. Bueno, aunque hacer hacía. Bastante tenía con soportarme cada día. Por eso prefería dormir cuando lo lograba, aunque fuera con ayuda de esa pequeña pastilla coralina y a pesar de haber juzgado toda mi vida a quienes la consumían, creyendo que de eso a la locura había un solo paso. Pero, lejos de estar loca, yo era una persona cuerda que estaba pasando por una mala racha. ¡Era eso, una mala racha! Lo que no sabía bien era cuándo había comenzado. Algo me decía que hacía años, imaginaba que al irme de Gibraltar Lake, cuando comenzaron los desencantos con mi carrera. No quedar en aquella clínica fue devastador; yo era la persona más calificada, pero, como suele suceder, apareció la sobrina de un accionista mayoritario, que se había graduado arañando las calificaciones –lo supe después investigando un poco– y se quedó con el puesto. Conveniente.
Creo que, mal que me pesara, el grosero ataque de Hakkin había sido en mi vida una especie de despertar, una señal para que dejara de vagar como un alma en pena.
Lo malo de todo aquello era que se encontrara desaparecido luego de que las autoridades hubieran querido internarlo en un psiquiátrico, y debía reconocer que eran más las noches en que me despertaba la pesadilla de su ataque que las que dormía de corrido.
Necesitaba ayuda, lo sabía, pero era algo más fácil la vida sin escarbar en mi pasado. El miedo a terminar como mi padre se apoderaba de mí a diario, el temor a que un día me volviera loca y comenzara a matar gente por algún motivo ni siquiera lo suficientemente poderoso. Y en algún punto encontrarme en aquel estado, tan disminuida por los golpes de la vida, me colocaba en un lugar de mayor incertidumbre, más próximo a terminar perdiendo la razón, la poca que todavía me mantenía a flote, gracias a aquella pastilla coralina.
Leanne me llamaba a menudo, pero en Gibraltar Lake su propia vida la mantenía cautiva. Recordé que la última vez que hablamos me había quedado algo preocupada. Se la escuchaba apenada, hablaba bajo, como si no quisiera que alguien más notara que se encontraba al teléfono. Todd nunca había sido santo de mi devoción y algo me decía que era el mayor responsable de su estado. No se solía dar bien eso de estar juntos desde tan jóvenes, además, muchas cosas habían pasado en el medio y, de hecho, él siempre había sido bastante déspota.
A Leanne le había llevado más tiempo del esperado recuperarse de la pérdida de su primer hijo; ella acababa de volver con él luego de una de sus tantas peleas. Lo asombroso fue que mientras estuvieron separados la noté alegre y vivaz, hasta se había aventurado a probar algo con Liam, otro de nuestros amigos. Liam sí que era para ella, ¡amaba verlos juntos, aunque hubiesen durado poco! Se llevaban bien, su relación se solía desenvolver de forma armónica, sin dramas innecesarios, todo lo contrario que con Todd, cuyo leitmotiv parecía ser: “Si no lo gano, al menos lo empato”, como si la vida se tratara de un juego en el que había que destacarse para ser el mejor, el elegido. Bueno, tan mal no le había ido, puesto que ella finalmente había vuelto a sus brazos dejando devastado a Liam, que hasta el día de hoy aún no había podido sentar cabeza con otra mujer. Lo último que habíamos conversado hacía ya varios meses y por correo electrónico era que le había salido una oferta de trabajo en Los Ángeles y se inclinaba a aceptarla. Lo que fuera que lo llevase lejos de Gibraltar Lake, donde se cruzaba con el constante recordatorio de una vida feliz que le había sido arrebatada, una vida con Leanne.
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