Mario Oscar Amaya - La casa amarilla y otros cuentos

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Las historias aquí contadas tratan de los grandes temas humanos: el amor, el dolor, la amistad, la traición, la muerte. De una manera que hará que lo ordinario y común se vuelva sublime y excepcional.
En «La casa amarilla» se producen transformaciones misteriosas en los personajes y en los lectores de este relato. Quién tenga la llave podrá abrir la puerta que jamás imaginó. Conocerá un futuro brillante en algún lugar del pasado y nunca más volverá. Los cuentos los harán descubrir conejas entrando por la ventana azul del patio trasero, en búsqueda de una porción de tiempo, que no es poco. Amarán a Encarnita y Alicia. Sabrán de los miércoles de Gloria y de sus pasiones tormentosas, como antes, como todas las tardes. Vivirán el último día de una vida. Renegaran junto al Yeti y reirán con Dulce y el vendedor de biblias. Una lágrima rodará por sus mejillas con María Cristina y el Polaco. Finalmente gozarán de Calisto, el rito y el gato.

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Tan absorto estoy en la habitación de Arlés, que no me doy cuenta que la puerta se abre a mis espaldas e ingresa alguien. Me sobresalto cuando escucho: ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa? Giro y casi me desmayo al verlo. Es él. Es Vincent van Gogh. Delgado, de mediana estatura, viste un gastado abrigo verde musgo, lleva puesto un gorro azul con piel en su interior. Lo que más llama mi atención es su penetrante mirada de hielo. Tanto que casi no noto que tiene medio rostro izquierdo cubierto con un vendaje blanco manchado de sangre. Se saca el gorro y deja al descubierto un cabello rojo fuego, desordenado, rebelde, con algunas canas. La barba, roja también, crecida como de tres días, cubre una cara llamativamente flaca y angulosa. Completan el conjunto una gran nariz aguileña y unos labios, que de tan finos, se reducen a una línea que dibuja la boca. Él, a su vez, me mira detenidamente, y dice: ¿Qué es ese ridículo disfraz que lleva puesto? Mis jeans, mocasines, camisa y campera de cuero, llaman su atención. Vine desde muy lejos para conocerlo, atino a responder. No lo cree. Dice que nadie lo conoce, salvo unos pocos colegas. De lo contrario significaría que conocen mi obra, y podría venderle algunos cuadros. Ninguno los compra. A nadie le interesan. Vivo de la caridad de mí hermano menor. No tengo nada para ofrecerle a usted, ni comida, ni bebida. Lo mejor es que se vaya y me deje tranquilo. Debo descansar. Es lo que recomendaron en el hospital. ¿Qué fue lo que le ocurrió? pregunto conociendo la respuesta. Nada importante. O sí. Me castigué por un error que cometí. Seccioné un pedazo de oreja con un cuchillo y se lo llevé de regalo a una amiga. Claro que las prostitutas del burdel, cuando vieron sangre, armaron un jaleo tan grande que terminé internado. Pero es mi problema, no suyo. ¿Qué quiere de mí? Quiero tomar clases de pintura con usted. Pero no tengo con qué pagarle, contesto. Se queda pensativo unos instantes y dice: Le puedo dar algunos consejos, aunque soy muy mal maestro. A cambio deberá posar como modelo. Ya estoy cansado de pintarme a mí mismo y a los podridos girasoles por no tener dinero para contratar uno. ¿Tiene dónde alojarse? Aquí tengo una habitación libre pero no voy a dársela, prefiero estar solo. Tengo un conocido, el Sr. Joseph Roulin, que le puede dar un lugar en su casa. Es el cartero que trae la correspondencia. Es el único amigo que tengo en este pueblo, además de Madame Ginoux, la mujer de la que le hablé. Los demás vecinos me odian.

Arlés, diciembre 1888

Estoy viviendo en el hogar de los Roulin. Son muy amables. Tanto el cartero, un grandote bonachón y barbudo, como su mujer Augustine, son como padres para mí. Camille, el hijo de la pareja, me quiere como a un hermano mayor. Y el bebé, Marcelle, se ríe mucho con las morisquetas que le hago. Como no pueden pronunciar mi nombre, Armando, me dicen Armand. Y para todo el pueblo soy Armand Roulin.

Trabajo de modelo para van Gogh. Él es muy huraño y la mayoría de los días no quiere ver a nadie. Pero cuando está de buen humor me viste con un enorme saco viejo y sucio, un sombrero que encontró tirado en la calle y poso sentado en su atelier. Coloca un lienzo en el caballete, toma sus óleos, sus pinceles, y dibuja y pinta. Siempre con la cara seria y tensa, trabaja y trabaja sin descanso, sin comer, hasta que termina la obra. Observo el resultado: un joven guapo, de unos diecisiete años, con un sombrero nuevo de un azul intenso, y un saco color amarillo limón recién estrenado. Todo sobre un fondo verde muy suave. La magia de este pintor es maravillosa. Sus sentidos hacen bello lo que cualquiera vería feo. La alquimia de su genio trasmuta la melancolía en color.

Arlés, enero 1889

Hoy estoy muy triste. Joseph, mi padre, me contó que los vecinos de Arlés, luego del episodio de la oreja, han denunciado al pintor por demencia y solicitan su traslado a una institución especializada antes de que se convierta en un peligro para la seguridad pública. Lo acusan de que alcoholizado persigue y molesta a las mujeres del pueblo diciéndoles obscenidades. Las autoridades policiales han recomendado se lo interne en un sanatorio para dementes. Por ello Vincent decidió hospitalizarse en el manicomio de Saint-Remy. Se fue sin despedirse.

Calisto

Mi nombre es Calisto, pero todos me dicen Cali. Tengo cuarenta años, nací y vivo en la isla de Creta, en la ciudad de Heraclión, su capital. Tengo ocho hermanos, cinco mujeres y tres varones. Soy el mayor y como tal llevo el mismo nombre que mi abuelo. Esta vieja tradición, respetada por siglos, de dar al primer varón el nombre del abuelo es simpática y trae una consecuencia risueña y complicada. En las Islas Griegas las familias tienen muchos hijos. Por lo tanto hay gran cantidad de primos con el mismo nombre y apellido. Se puede apreciar en las guías telefónicas. Genera muchísimas confusiones. Para que se entienda voy a dar un ejemplo: Mi abuelo tuvo diez hijos, y cada uno tuvo un varón al que bautizó con el nombre de su padre. Uno de los diez soy yo. Por lo tanto tengo nueve primos con el mismo nombre y apellido que el mio, algunos de la misma edad. Con estos últimos coincidimos en el aula en el colegio. Para un turista extranjero esto es incomprensible. Los cretenses estamos acostumbrados. Sin embargo las maestras nuevas se confunden cuando se encuentran con varios pares de alumnos llamados igual. Ponerles las calificaciones y acertar en los registros cuál es uno y cuál es el otro es todo un desafío. Nos divertimos mucho cuando obtenemos una buena nota que correspondía al primo. En cambio corremos a quejarnos cuando es al revés. Yo siempre me quejaba, ya que nunca estudiaba y por lo tanto reprobaba. Trataba de desorientar a la docente para obtener un beneficio. A veces lo lograba. Hasta que se daba cuenta del engaño.

Esta costumbre tan arraigada entre los cretenses, aceptada con normalidad por todos, había generado en mí, desde pequeño, una obsesión perturbadora. Creía que era por llevar el nombre del abuelo que tenía sueños raros, pesadillas. A veces despertaba bañado en sudor, angustiado, con un sabor amargo en la boca. Otras dando gritos de dolor por heridas mortales de lanzas que atravesaban mi cuerpo. En la mitad de la noche, me incorporaba en la cama y desesperado palpaba el lugar por donde, supuestamente, manaba la sangre. Luego no podía recuperar la paz y quedaba en posición fetal hasta que la luz del sol alumbraba la habitación.

Con el paso de los años aprendí a tolerar los extraños sucesos y convivir con ellos. Pero esperaba comprender a qué se debían. Mientras tanto trataba de disfrutar de la vida.

Les cuento que el color de mis ojos es igual al del mar que rodea la isla: de un azul turquesa infinitamente bello. Eso más el metro ochenta que mido de pies a cabeza, el ancho de la espalda, los músculos bien marcados, el oro de los cabellos y el bronceado natural del que anda siempre al sol del mediterráneo, hacen que Apolo sienta cierta envidia. Modestia aparte, mi simpatía es arrolladora. No es que me esfuerce por serlo, soy así: hermoso, extrovertido, inteligente, ganador. En eso difiero de mis queridos primos, chuecos y feos. Las chicas de la isla quieren ser mis novias, pero por ahora prefiero las turistas extranjeras. No tengo apuro por casarme y formar una familia. Todavía tengo tiempo.

Hago un trabajo que adoro, soy guía turístico de los pasajeros de los cruceros que todos los días visitan la isla. Además del buen sueldo que me pagan recibo suculentas propinas en euros, dólares, yenes y en todo tipo de monedas. Pero nunca tengo un dracma en el bolsillo. Todo lo que gano se lo entrego a mi madre. Esta es otra tradición en esta parte del mundo. Lo que cobramos los varones de la familia lo aportamos a la economía de nuestras hermanas. El asunto es así: entre todos los hermanos debemos contribuir para construir las futuras viviendas de las hermanas. Completa, con muebles, electrodomésticos, cortinas, ropa de cama, todo. Al momento del casamiento la mujer lo aporta al matrimonio. El novio no tiene que poner un solo peso, va a la boda con lo puesto. Eso sí, en caso de divorcio, el hombre se va como vino: sin nada. Claro que a partir de la unión tiene que sostener a la nueva familia con su trabajo. Las propiedades están a nombre de las mujeres. Es casi un matriarcado. Esas viejitas, viudas, vestidas de negro, tan simpáticas, que todos ven cuando recorren las islas del Mar Egeo, son las dueñas de todo. Y cuando mueren las heredan sus hijas. Se explica porque antiguamente todos los hombres eran marinos, partían en largos y riesgosos viajes de pesca o comercio de ultramar. Tardaban mucho en volver, o no volvían jamás. Ya sea porque morían en la lejanía o habían formado familia en otro lado. Como todos saben: una novia en cada puerto. Si las tierras hubiesen estado a su nombre, sería muy engorroso el trámite sucesorio. Además nunca se sabía si realmente habían fallecido. Y algunos aparecían después de treinta años o más. Por eso era y es la matrona la que maneja toda la economía familiar. Y los hombres somos libres de ir y venir a nuestro antojo, desprovistos de bienes materiales.

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