Oscar Wilde - El príncipe feliz y otros cuentos

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Desde lo alto, atrapado en un monumento de oro y piedras preciosas, la estatua del príncipe feliz observa la desigualdad de su pueblo. Imposibilitado de hacer algo al respecto, le pide a una golondrina, retrasada en su vuelo a Egipto, que le ayude a entregar a los que más lo necesitan, la única fortuna que todavía posee. Este y otros cuentos, terriblemente desgarradores, se encuentran en este breve compilado de Oscar Wilde, quien normalmente escribía cuentos sobre la desigualdad, la arrogancia, el egoísmo, y un sin fin de defectos humanos; claro, no sin dejarnos una moraleja para pensar. Obra fiel a la primera edición que salió en 1888.

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El príncipe feliz y otros cuentos

El príncipe feliz y otros cuentos 1888 Oscar Wilde Editorial Cõ Leemos - фото 1

El príncipe feliz y otros cuentos (1888) Oscar Wilde

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Junio 2020

Imagen de portada: Shutterstock

Traducción: Benito Romero

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

El príncipe feliz

Muy arriba, por encima de la ciudad, sobre una alta columna, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba sobredorada con láminas delgadas de oro fino, por ojos tenía dos brillantes zafiros, y ardía un gran rubí en la empuñadura de su espada.

Verdaderamente era muy admirado.

—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los concejales, que quería adquirir fama de tener gustos artísticos—; sólo que no es tan útil — añadió, temiendo que la gente fuera a pensar que carecía de sentido práctico, lo que en realidad no era el caso.

— ¿Por qué no te pareces al Príncipe Feliz? —preguntó una madre sensata a un niño que lloraba porque quería la luna—. Al Príncipe Feliz nunca se le ocurriría llorar por nada.

—Me alegro de que haya alguien en el mundo que sea completamente feliz —murmuró un hombre desengañado, mientras contemplaba la maravillosa estatua.

—Parece un ángel —dijeron los niños del hospicio cuando salían de la catedral con sus capas de brillante color escarlata y sus limpios delantales blancos.

— ¿Cómo lo sabes? —dijo el profesor de matemáticas—, nunca han visto a ninguno.

—Ah, pero lo hemos visto en sueños —replicaron los niños.

Y el profesor de matemáticas frunció el ceño y tomó un aspecto severo, pues no aprobaba que los niños soñaran.

Una noche, una pequeña golondrina pasó volando por encima de la ciudad. Sus amigas se habían ido a Egipto seis semanas antes, pero ella se había quedado rezagada, pues estaba enamorada del junco más hermoso. Lo había conocido al comienzo de la primavera, cuando volaba río abajo persiguiendo a una gran polilla de color amarillo, y le había atraído tanto el talle esbelto del junco que se había detenido a hablarle.

— ¿Te parece bien que te ame? —dijo la golondrina, a quien le gustaba ir directamente al asunto.

Y el junco le hizo una profunda reverencia. Así que voló y voló a su alrededor, rozando el agua con las alas y haciendo ondulaciones de plata. Éste fue su noviazgo y duró todo el verano.

—Es un cariño ridículo —gorjeaban las otras golondrinas—; no tiene dinero y tiene demasiados parientes.

Y en verdad, el río estaba completamente lleno de juncos. Luego, cuando llegó el otoño, todas se fueron volando.

Después de su marcha se sintió sola, y empezó a cansarse de su amado.

«No tiene conversación —se dijo—, y me temo que es casquivano, pues está siempre coqueteando con la brisa».

Y, ciertamente, siempre que soplaba la brisa, le hacía el junco las más graciosas reverencias.

«Tengo que admitir que es hogareño —seguía diciéndose la golondrina—, pero a mí me gusta viajar, y a mi marido, por consiguiente, también debería gustarle».

— ¿Quieres venirte conmigo? —le dijo finalmente.

Pero el junco negó con la cabeza, pues estaba muy apegado a su hogar.

—Has estado jugando con mis sentimientos —gritó la golondrina—. Me voy a las Pirámides. ¡Adiós!

Y se marchó volando.

Voló durante todo el día, y cuando era de noche llegó a la ciudad.

«¿Dónde me albergaré? —se dijo—; espero que la ciudad haya hecho los preparativos».

Entonces vio la estatua sobre su elevada columna.

—Me alojaré ahí —exclamó—; tiene una hermosa situación con abundante aire fresco.

Así es que se posó justamente entre los pies del Príncipe Feliz.

—Tengo un dormitorio de oro —dijo bajito para sí, mirando en torno suyo, y se dispuso a dormir.

Pero precisamente cuando estaba metiendo la cabeza debajo del ala cayó sobre ella una gota de agua.

— ¡Qué cosa tan curiosa! —exclamó—, no hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y, sin embargo, está lloviendo! El clima del norte de Europa es realmente terrible.

Al junco solía gustarle la lluvia, pero era meramente por egoísmo. Entonces cayó otra gota.

— ¿Para qué sirve una estatua si no te puede resguardar de la lluvia? — dijo—. Tengo que buscar una buena chimenea.

Y decidió marcharse.

Pero antes de abrir las alas le cayó una tercera gota; miró hacia arriba y vio... Ah, ¿qué estaba viendo? Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas y las lágrimas rodaban por sus doradas mejillas. Su rostro era tan hermoso a la luz de la luna que la pequeña golondrina se llenó de compasión.

— ¿Quién eres?

—Soy el Príncipe Feliz.

—Entonces, ¿por qué estás llorando? —preguntó la golondrina—; me has dejado empapada.

—Cuando yo vivía y tenía un corazón humano —respondió la estatua—, no sabía lo que era el llanto, pues habitaba en el palacio de Sans-Souci , que es el palacio de la Despreocupación, donde al dolor no se le permite entrar. De día jugaba con mis compañeros en el jardín, y por la tarde dirigía la danza en el gran salón. Rodeando el jardín había un muro muy alto, pero nunca me cuidé de inquirir qué había más allá, tan hermoso era todo en torno mío. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz, y feliz era, en verdad, si el placer fuera la felicidad. Así viví y así me llegó la muerte. Y ahora que estoy muerto me han puesto aquí tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no puedo por menos de llorar.

«¡Cómo!, ¿no es de oro macizo?», se dijo la golondrina hablando para sí, pues era demasiado educada para hacer observaciones personales en voz alta.

—Allá lejos —continuó la estatua en tono bajo y musical—, allá lejos, en una callejuela hay una casa pobre. Una de las ventanas está abierta, y a través de ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Tiene la cara delgada y demacrada y las manos ásperas y enrojecidas, completamente picoteadas por la aguja, pues es costurera. Está bordando pasionarias en un vestido de raso para que la más bella de las damas de honor de la reina lo lleve en el próximo baile de la corte. En un lecho, en un rincón de la habitación, su niño yace enfermo. Tiene fiebre y está pidiendo naranjas; su madre no tiene nada que darle más que agua del río, así es que el pequeño está llorando. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina, ¿no puedes llevarle el rubí de la empuñadura de mi espada? Mis pies están tan sujetos a este pedestal que no puedo moverme.

—Me esperan en Egipto —dijo la golondrina—. Mis amigas están volando Nilo arriba y Nilo abajo, y charlan con las grandes flores de loto. Pronto se irán a dormir a la tumba del gran rey. El rey mismo está allí en su sarcófago decorado con pinturas, envuelto en lino amarillo y embalsamado con especias. Lleva en torno a su cuello una cadena de jade verde pálido, y sus manos son como hojas marchitas.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿no quieres quedarte conmigo por una noche y ser mi mensajera? ¡El muchacho tiene tanta sed y la madre está tan triste!

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