Manuel Ruiz del Corral - Ser digital
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A pesar de ello, las inversiones millonarias en esta tecnología no cesan, y poco a poco llegan al mercado dispositivos prometedores. En 2016 ya era posible introducir el teléfono móvil en una caja de cartón(R) y generar una experiencia pseudoinmersiva por poco más de lo que cuesta un almuerzo para dos personas, solución rudimentaria que incluye aplicaciones que tan solo coquetean con nuestra curiosidad, pero que ya disponen de más de cinco millones de usuarios en todo el mundo. Por su parte, algunos cascos de realidad virtual de nueva generación empiezan a ser asequibles para las rentas medias(R), y los analistas vaticinan un despliegue destacable de los mismos en los próximos diez años.
Aquellos que cuestionan o rechazan la expansión de la realidad virtual lo hacen motivados por su fuerte intrusión en lo sensorial y por los nocivos efectos físicos y psicológicos que generaría una continuada exposición a la misma. Si los mundos y las emociones virtuales son más atractivos e inmediatos que los reales, si podemos estimular nuestros sentidos de forma completa, simulando además una vida excitante, menos esforzada y perfecta, ¿por qué dedicar tiempo a vivir en la realidad física?
Sin embargo, a pesar de la viralidad que han tenido algunas aplicaciones capaces de recrear mundos virtuales o aumentados(R), su interés ha parecido desvanecerse al poco tiempo de explotar. Ya pasó en los años noventa con las primeras experiencias inmersivas en el cine, y también en la primera década del siglo XXI, con el surgimiento del cine en tres dimensiones, o videojuegos como Second Life o The Sims(R), que pasaron en poco tiempo de contar con el entusiasmo general a ser entretenimiento de minorías. Quizá la realidad virtual es demasiado evidente y colisiona, tarde o temprano, con nuestra mente consciente. Quizá la imperfecta ensoñación que nos crean nos acabe saturando a posteriori. Quizá, sencillamente, la tecnología no tenga el retorno a la inversión necesario para que la implantación sea rápida y el mercado ofrezca soluciones ingeniosas, universales y competitivas.
Sea como fuere, la implantación de la realidad virtual en el ocio cotidiano siempre estará vinculada a la búsqueda de una experiencia sensorial que en última instancia supone un aislamiento de la realidad física al capturar nuestros sentidos y nuestra atención.
Hoy en día no necesitamos cascos ni sensores tridimensionales para vivir una experiencia totalmente inmersiva, sino que lo podemos conseguir de una forma mucho más económica. Basta con observar a nuestro alrededor, a golpe de smartphone, la revolución silenciosa de los nuevos narcóticos digitales, auténticas drogas de diseño virtual para algunos cuya atención y conducta devoran y que sustentan su ética en la ineludibilidad de las nuevas formas de comunicación.
Ante una era de contrastes
Captura masiva de datos, modelos predictivos, inteligencia artificial, realidad virtual, hiperconexión de los objetos, hiperconexión de las personas. Robots terapeutas, coches sin conductor, impresión de objetos tridimiensionales(R), máquinas que conciben máquinas.
El horizonte de la cuarta revolución industrial es apasionante para la ciencia y para la sociedad pero, como toda gran revolución, acusará extremos contrastes.
En la Inglaterra de 1811, los artesanos solían agruparse a las afueras de las grandes ciudades, y casi siempre lo hacían de noche y ocultos en los páramos. La incorporación de las primeras máquinas en la industria textil y agrícola les hizo encabezar el movimiento ludita, una agitación violenta que destruyó múltiple maquinaria y provocó enfrentamientos con el Ejército. Entonces, como hoy, la sociedad y los mercados se enfrentaban a un profundo cambio en sus reglas y concepciones, en lo que fue la primera revolución industrial(R). En 1996, más de un siglo y medio después y en los albores de la tercera revolución, la detención de Ted Kaczynski, un brillantísimo matemático formado en Harvard y más conocido como «Unabomber», puso fin a una campaña de casi diecisiete años de amenazas y cartas-bomba a aeropuertos y universidades, como llamamiento ante los desastres de la sociedad tecnoindustrial. Su famoso manifiesto La sociedad y su futuro, publicado en 1995 en el Washington Post como condición para remitir los actos de violencia, es un texto de referencia para el pensamiento neoludista contemporáneo(R) vinculado a algunos movimientos antiglobalización, de anarquía o de ecologismo extremo.
En las casi treinta y cinco mil palabras del manifiesto de Unabomber se vaticina la pérdida irreversible de las libertades del hombre ante una tecnología que crea necesidades artificiales, incompatibles con sus metas vitales. Una nueva industria que globaliza el mundo, consumiendo sin control los recursos naturales y anulando al ser humano individual, que crece como especie de forma desmedida. Un proceso que extenderá el sufrimiento de los más desfavorecidos y conducirá, en última instancia, al colapso de la sociedad y de la naturaleza. Un desastre universal que solo podrá ser revertido mediante un giro radical que restaure el equilibro, abandonando, dañando o saboteando la tecnología, o bien, con la desaparición de nuestra especie. Esta ideología neoludita, que desprende una profunda carencia de fe en las capacidades del ser humano para sostener lo que él mismo ha construido, aporta no obstante algunas reflexiones que no debieran ser obviadas por los estamentos de poder.
Por el contrario, otras tendencias más proactivas promueven la llegada de una era de gran prosperidad y sostenibilidad gracias a la implantación de las nuevas tecnologías, que ayudarán a reducir la brecha entre los países ricos y pobres, a combatir el cambio climático o a universalizar el estado del bienestar. Uno de los máximos exponentes de esta línea de pensamiento es la Singularity University, creada en 2008 y cuya misión corporativa reza: «educar, inspirar y empoderar a los nuevos líderes para usar las tecnologías exponenciales para hacer frente a los grandes retos de la Humanidad». Este proyecto(R), con sede en Sillicon Valley, viaja por el mundo celebrando conferencias y simposios, y ofrece varios programas de formación a estudiantes y profesionales, impartidos por los más brillantes expertos en Robótica, Bioteconología, Inteligencia Artificial, Nanotecnología, Medicina Virtual, y cualesquiera disciplinas destinadas a revolucionar el mundo. Cofinanciado por gigantes como Google, Nokia o Cisco, su espíritu innovador debiera generar réditos para la sociedad a medio plazo, siempre que no sea eclipsado por el sensacionalismo que impregnan algunos de sus mensajes y formas. Algunos de sus proyectos publicados, tales como la detección precoz de enfermedades mediante el análisis de saliva con ayuda de nanorrobots domésticos, o el uso de inteligencia artificial para organizar las acciones de rescate en casos de desastre natural (utilizando drones con radares y sensores de temperatura o densidad), son avances a los que la sociedad no puede negarse(R).
El entusiasmo por la tecnología también puede adquirir cotas extremas. La iniciativa 2045(R), promovida por el multimillonario ruso Dmitry Itskov, apuesta por un futuro de súper-hombres con un nuevo estadio de espiritualidad, capaces de transferir su conciencia a un cuerpo digital y conseguir la inmortalidad cibernética. Obviando las importantes lagunas éticas y científicas de este tipo de mensajes transhumanistas, los avances progresivos en el estudio de las conexiones cerebrales de los seres humanos y su proyección a las reglas de la inteligencia artificial vaticinan algún tipo de convergencia en el futuro. Sugiero a los lectores interesados en estas cuestiones el visionado de película Trascendence(R), la cual, a pesar de todos sus excesos, ofrece un interesante resumen de lo que pudieran ser los límites éticos de la futurible impresión tridimensional orgánica y la transferencia de conciencia a los objetos digitales.
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