Manuel Ruiz del Corral - Ser digital
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Así, en poco más de cinco años, hemos vivido una vertiginosa penetración de los dispositivos móviles con sus evolucionados sensores (movimiento, presión, ubicación, temperatura, etc.) y un abrumador desarrollo de redes sociales y colaborativas de todo tipo. Tecnologías que van más allá de la frontera de la comunicación y el ocio de las personas, estando al servicio último del mercado de la captura de datos y su potencial beneficio económico. Esta es la razón de que el coste de adquisición de los dispositivos móviles sea tan asumible para la mayoría de la población –salvo situaciones de extrema pobreza o aislamiento– y que infinidad de servicios de Internet, como el correo electrónico, los mapas geográficos, el almacenamiento, el chat, las redes sociales o las aplicaciones móviles, sean gratuitos y masivos.
Los datos de uso global son inquietantes. En los últimos veinte años y en menos de lo que cubre una generación, la mitad de los siete mil millones de habitantes del planeta se han hecho ya con un teléfono móvil. Cuatro de cada diez personas tienen acceso a Internet(R), y casi el ochenta por ciento de ellas participa en una red social. Cada persona genera al día la misma cantidad de datos que hubiera generado en toda su vida hace un par de siglos. Cada segundo se realizan 10.000 transacciones con tarjeta de crédito. Cada minuto se suben sesenta horas de vídeos nuevos a Youtube. Cada día se realizan más de un billón de consultas en Google y más de 800 millones de actualizaciones en Facebook.
Los expertos prevén que en poco más de diez años estos datos se duplicarán, teniendo en cuenta la expansión de las infraestructuras y los servicios, el desarrollo de los países emergentes y la renovación generacional(R). No es descabellado imaginar, por tanto, una población plenamente conectada en la segunda mitad del siglo XXI.
Esta hiperconexión debiera encontrar su máxima expresión con el desarrollo de nuevos materiales que permitan extender la captura digital de datos. En la actualidad, el mercado augura la llegada del grafeno como un nuevo material transparente, fino y flexible capaz de recubrir cualquier superficie como si de una pantalla táctil se tratara. Este sueño de cualquier guionista de ciencia ficción fue premiado con el Nobel de Física en el 2010(R), pero su desarrollo es aún incipiente y no exento de controversia (en 2016, varios prototipos de baterías o teléfonos móviles enrollables han sido anunciados mundialmente, pero todavía no han visto la luz en el mercado). Las promesas del grafeno o de cualquiera de sus futuribles alternativas son infinitas: un navegador táctil en el cristal del coche, sensores en cualquier consumible o envase de un producto de alimentación, ropa que mida constantemente nuestras características físicas y vitales, o una lentilla que nos permita ver información sobre la persona que tenemos delante en un restaurante. Abrumador, sin duda.
La universalización de este tipo de materiales multiplicaría las posibilidades del Big Data y la inteligencia predictiva hasta los límites de la imaginación, pero también de la ética humana.
En 1956, el visionario Philip K. Dick escribió un relato que inspiró la laureada película de Steven Spielberg, Minority Report(R). En ella se retrata una sociedad futurista donde todo dato es capturado y analizado de forma masiva, donde la publicidad está finamente personalizada, llegando a cada persona a partir de la detección de sus pupilas (biométrica), y donde se predicen los crímenes antes de que sucedan y se generan acciones penales incuestionables e inmediatas para estos. Una sociedad que no actúa sobre el impacto sino sobre la probabilidad, y en la que no se permite eliminar el pasado porque los datos del mismo forman parte de la inteligencia que predice el futuro. Ciencia y ética conviven una vez más en la ficción y nos avisan de lo que puede estar por llegar.
$w
Objetos que se entienden. Nuevos amantes
Imagine el lector que su supermercado de confianza le sirviera la cesta de la compra en casa. No tras un pedido previo a través de Internet, sino sin hacer nada. Imagine que en su puerta aparece exactamente lo que usted necesita, y en el momento en que lo necesita. Imagine que la noche anterior se le acabó la leche o el café, y que lo tiene listo para desembalar en la puerta de casa justo a la hora del desayuno.
Imagine que cada producto tuviera un sensor electrónico incorporado en su envase, y que todos estuvieron conectados entre sí, diseñados para saber cuando se abren, cuando se consumen, como se maridan, o cuando se deterioran o caducan. Imagine que toda esta información se envía al supermercado de forma incesante, y que sus modelos predictivos extraen su patrón de consumo diseñando la cesta de la compra por usted. Tan solo pidiendo su confirmación con un pequeño gesto en su smartphone.
Esta fantasía es un futurible de lo que la industria denomina hoy el «Internet de las Cosas»: objetos conectados entre sí que son capaces de entenderse y que toman decisiones por las personas. En una vaga simplificación, esta tecnología trata de relacionar todos los sensores y programas informáticos entre sí, eliminando gran parte de las ineficiencias y los errores de la actividad humana y agilizando el pulso de la sociedad.
Ampliando el horizonte más allá de la cesta de la compra, las aplicaciones de este fenómeno son, una vez más, tan impactantes como apasionantes. Uno de los principales potenciales de esta conexión entre las cosas es garantizar la sostenibilidad de los recursos en las ciudades fuertemente impactadas por los nuevos modelos demográficos tendentes a la concentración de la población en grandes urbes. Así podríamos crear ciudades inteligentes que decidieran por sí mismas de forma autónoma con el objetivo de ser más eficientes. Por ejemplo, la ciudad podría ahorrar energía utilizando la iluminación predictiva en función de la trayectoria de los viandantes o vehículos, indicar a cada conductor donde aparcar en función del sitio libre más cercano a su destino, o ser más eficientes en la distribución del agua a los hogares, parques y jardines conectando los sensores climáticos y de humedad con los de la red hidráulica. Todo ello gobernado por un sistema informático ajeno a la participación humana en muchas de sus decisiones. Hoy en día, y sin existir aún la perfecta ciudad inteligente per se, abundan las iniciativas vinculadas a la transformación digital de las ciudades y una fuerte apuesta de los sectores públicos y privados por apoyarlas.
En una dimensión más humana, también se prevé que la llegada masiva del «Internet de las Cosas» tenga un importante impacto en el mundo laboral. Según los analistas(R), en el 2020 la cuarta parte del volumen de trabajo de las empresas será gestionada directamente por las máquinas, sus robots y sus objetos conectados, creando nuevos puestos de trabajo y destruyendo muchos más. En este sentido, las grandes oportunidades competitivas para los nuevos científicos de datos quedarán matizadas por la desaparición neta de cinco millones de puestos de trabajo(R), especialmente aquellos cuyas funciones sean de tipo administrativo. Más de la mitad de los alumnos que estudian primaria en nuestros días trabajará en puestos que aún no existen, y muchos de los trabajadores pasarán a ser supervisados por un roboboss, es decir, por un programa informático de inteligencia artificial capaz de supervisar los objetivos de sus trabajadores y generar las instrucciones adecuadas. Otros tantos serán obligados a llevar consigo medidores de sus constantes vitales como requisito del servicio de prevención de riesgos laborales, y su ubicación será permanentemente monitorizada a través de los sensores de posición de su teléfono móvil corporativo.
Podría seguir citando casi indefinidamente un sinfín de aplicaciones y previsiones extraídas de los estudios y proyecciones de mercado que existen al respecto, pero dejo ese espacio de investigación al lector interesado, para lo cual puede apoyarse en algunas referencias bibliográficas que podrá encontrar al final de este libro.
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