Manuel Ruiz del Corral - Ser digital
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La idea de incuestionable relevancia que se desprende es que este «Internet de las Cosas», esta hiperconexión de los objetos, se unirá a la hiperconexión de las personas, creando un nuevo ecosistema al que el ser humano deberá adaptarse de forma inevitable. Un ecosistema que debiera ser el prolegómeno de la robotización de la sociedad, en la que la convivencia con objetos inteligentes será algo cotidiano.
Objetos humanizados de cualquier forma imaginable (imágenes, voces, hologramas, máquinas, robots, etc.) que serán capaces de entender nuestro lenguaje, adivinar nuestras inquietudes y predecir nuestros deseos a partir de las manifestaciones más tangibles y medibles de nuestro cuerpo.
Aquí entramos de lleno en el terreno de la inteligencia artificial y sus eternos debates. Un discurrir de ideas que merecería libros enteros y que plantearía de forma recurrente los mismos interrogantes que han desatado ríos de tinta en obras clave de la literatura de ciencia ficción de autores como Isaac Asimov, Brian W. Aldiss o el ya mencionado Philip K. Dick. La cuestión esencial reside en si las máquinas, al estar programadas para detectar cualquier manifestación humana por pequeña que esta sea, están también capacitadas para comprender su significado. Si las máquinas, al comprender estos significados, están capacitadas para empatizar de forma genuina con las personas, dueñas últimas de esas manifestaciones de ideas y sentimientos. Y si el perfeccionamiento de esta inteligencia artificial puede hacer que en algún momento las máquinas sientan de forma similar a como sentimos los seres humanos y sus derechos deban ser incorporados a la sociedad.
Especialmente inquietante es el punto de vista inverso, esto es, el de la transformación de los sentimientos, hábitos y conductas de las personas como consecuencia de la «humanización» de la inteligencia artificial. En este sentido, exponerse a una amable cara sonriente generada por ordenador, o a una voz cálida especialmente diseñada para conversar con una persona, dispara inevitablemente infinitas conexiones en nuestro cerebro asentadas a lo largo de nuestra evolución y que están entrenadas para generar respuestas afectivas; los seres humanos estamos programados por la naturaleza para empatizar y crear vínculos emocionales y afectivos entre nosotros, y los disparadores esenciales de estos programas son las expresiones faciales, el lenguaje verbal (palabras y tonos de voz) y el lenguaje no verbal.
En la futurible relación de las personas con las máquinas humanizadas (robots), nuestra empatía biológica hacia ellas no dependerá tanto de cada persona como de la perfección del diseño de la máquina. Instintivamente podremos sentir un abanico de sensaciones tales como un abrumador sentimiento de superioridad ante una especie inferior que podría resultar, por ejemplo, en el impulso de someter a las máquinas al maltrato sin remordimientos. También podremos sentir un potente rechazo visceral cuando las máquinas tengan una apariencia humana aparentemente perfecta que nos provoque la respuesta de empatía, pero cuyas imperfecciones de diseño (expresiones faciales no suficientemente naturales, lenguaje no fluido, etc.) desencadenen a su vez la respuesta contraria, la de ansiedad frente a seres no semejantes o biológicamente amenazadores(R). Pero también podremos desarrollar sentimientos de apego en el caso de que la inteligencia artificial esté perfectamente diseñada para cubrir nuestras necesidades emocionales, lo cual no implica que esta sea corpórea y humana.
En la bellísima, aunque algo indigesta, película Her(R), el solitario Theodore se enamora del sistema operativo de su ordenador, una versión de inteligencia artificial capaz de dialogar con él a través de una sensual voz femenina de nombre Samantha. Durante el desarrollo del filme se construyen y deconstruyen con una sutileza excepcional las finas líneas de la ética del amor, confrontándolas con la soledad, el aislamiento y la dependencia emocional. Samantha, de forma incondicional e inmediata, siempre estaba disponible para Theodore, detectando sus inquietudes, comprendiendo perfectamente sus emociones, y anticipándose a sus deseos en cualquier momento y lugar. ¿Acaso no son estas las aspiraciones del amor en nuestra sociedad?
Theodore se hizo la misma pregunta y decidió comprometerse con su ordenador y hacer una vida común con él. Un brillante acierto del filme es eliminar la componente física –que no sexual– y que aún así el espectador no pueda evitar ser arrastrado por los sentimientos del protagonista. Su amor es tan real como otro cualquiera. Más fuerte todavía. ¿Qué es el amor, a fin de cuentas, si no lo que sentimos dentro de nosotros? ¿No es también lo que decidimos, a lo que nos comprometemos? Pero, ¿cuál es la frontera que separa la emoción de la decisión, la decisión de nuestro condicionamiento? Son debates en los que siempre nos hemos visto inmersos como seres humanos pero en los que, tarde o temprano, tendremos que incorporar a nuestros nuevos compañeros de viaje.
Si perfeccionamos la humanización de la inteligencia artificial para hacerla más atractiva y comercial y, en general, si diseñamos la tecnología de forma que la comodidad, la inmediatez y la personalización que nos aporta venzan a la necesidad de relacionarnos los unos con los otros de forma profunda y genuina, nos enfrentaremos a un verdadero reto como especie.
Algo para lo que nuestros cinco millones de años de evolución no nos han preparado. Tendremos que hacer frente entonces a las posibles disfunciones psicofisiológicas que genere el vínculo emocional, inevitable, de cada persona con sus objetos inteligentes y, por supuesto, a sus consecuencias éticas.
I
Realidades paralelas y narcóticos virtuales
La ensoñación que nos crea vivir experiencias sensoriales más allá de los límites y condicionantes de lo humano ha tenido muchas expresiones a lo largo de la Historia. También en nuestros días, en los que la promesa de la realidad virtual sobrevuela nuestro inconsciente colectivo como la expresión definitiva de la industria del ocio, que nos brinda la posibilidad de someternos a inmersiones y excitantes experiencias en un entorno seguro y controlado, sin movernos del salón de casa.
El objetivo de esta tecnología es recrear la sensación de presencia física en otros lugares, reales imaginarios, mediante la estimulación controlada de nuestros sentidos. Estas recreaciones deben ser fieles al mundo real para ser percibidas como vitales, lo cual implica tanto la estimulación visual como la acústica, olfativa, térmica o de presión. Estas experiencias inmersivas completas distan bastante de las experiencias visuales tridimensionales derivadas del uso de pantallas o cascos, a las que aún asociamos el concepto de realidad virtual.
En cualquier caso, los beneficios de la aplicación de esta tecnología a la ciencia y a la industria son evidentes: desde recrear escenarios para la cura de fobias, hasta simular aterrizajes de riesgo o delicadas operaciones quirúrgicas. Sin embargo, su implantación en lo cotidiano plantea aún importantes dudas por el elevado coste que existe para su comercialización universal, así como por el elevado coste de fabricación de los correspondientes dispositivos y aplicaciones. Para crear una experiencia totalmente inmersiva es imprescindible aunar imagen y sonido con la posición y el movimiento del usuario, y reforzarlo con estímulos adicionales tales como la fuerza, la temperatura o el olor artificial. Esto implica instalar un gran número de sensores que están fuera de las capacidades de los habituales equipos domésticos. Recrear un mundo virtual de forma completa, por tanto, requiere espacio y tiempo reales, y sobre todo, de un importante esfuerzo económico por parte de ambas partes.
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