1 ...6 7 8 10 11 12 ...15 La historia del neutrino merece destacarse. Supongamos que uno patea medio a medio una pelota de fútbol, la cual, en vez de salir hacia adelante, sale hacia un costado. Lo volvemos a hacer, y sucede lo mismo. ¿Qué pensarían? ¿Gato encerrado? ¡Neutrino encerrado! propuso Wolfgang Pauli en 1930, no para el ejemplo de la pelota, sino en relación a algunos disparos que suelen hacer los núcleos atómicos, y que se llaman “decaimiento beta”. Por ejemplo, de un átomo de carbono puede salir repentinamente un electrón, quedando detrás un átomo de nitrógeno. El proceso en sí es sorprendente, como si de la pelota de fútbol de pronto saliera un canario volando. Bueno, podría pensar uno, quizás alguien puso el canario adentro, la pelota reventó y el pájaro quedó libre. Son trucos típicos de los magos. Pero, ¿y si, aunque hubiese cambiado levemente de forma, la pelota no mostrara señales de haber reventado?
En el decaimiento beta uno espera ciertas cosas que no se cumplen; hay ciertas leyes de conservación, como la conservación de la energía, que parecen violadas. Son leyes muy antiguas, muy queridas, que no se abandonan así no más. Para salvarlas, Pauli dijo que debía existir una partícula nueva, sin carga eléctrica ni masa, que salía junto con el electrón como un fantasma invisible. Enrico Fermi aprovechó la aparente inocuidad del objeto para acuñar un italianismo: “neutrino”, el diminutivo de neutro (en español quizás sería neutrito). En una carta de 1934, George Gamow le dice a Niels Bohr, que “no me gusta nada esta cosita sin carga ni masa”. La audaz proposición de Pauli fue confirmada un cuarto de siglo más tarde, y en los años siguientes nos sorprendimos al descubrir que no había una, sino tres especies, asociadas a los otros leptones: el electrón, el muón y el tauón. Un poema de John Updike que he tenido la osadía de traducir del inglés, dice sobre esta partícula:
El neutrino es tan pequeño,
no tiene carga, no tiene masa,
de la materia hace tabla rasa.
La Tierra es sólo una torpe esfera
para él, a través de la cual pasa
como aseadora por una limpia estera.
Hay diferencias importantes entre quarks y leptones, aparte de la especial liviandad de los segundos. La más notoria es el tipo de goma que pega a sus miembros. Si dos leptones se alejan uno de otro, la fuerza que los une se torna más débil, como el sonido entre dos personas que se hablan cada vez más lejos. Los quarks, en cambio, no se pueden separar, porque la fuerza crece con la distancia: mientras más los separamos, más cuesta distanciarlos. No conocen la libertad. Hasta la fecha los quarks sólo han sido encontrados en parejas o grupos de tres.
A las dos familias ya nombradas se suma entonces una tercera, la de las diversas gomas que pegan. Sabemos que el átomo es posible porque electrón y protón se atraen; que el sistema solar se mantiene unido porque el Sol y los planetas también se atraen, aunque por razones distintas. Hoy entendemos estas atracciones entre objetos como un intercambio de partículas mensajeras, las que en lenguaje técnico se llaman “bosones de gauge” (pronunciado “geich”). Lo de bosón es en honor a Styendra Nath Bose (hindú, 1894-1974) y lo de gauge es por razones técnicas, por el tipo de teoría que describe mejor a estas partículas. Los miembros de la familia son el fotón (el cuanto de luz que transmite la fuerza entre cargas eléctricas), los gomones (ocho de ellos, asociados a los quarks), el gravitón (asociado a la atracción entre masas) y las partículas W+, W– y Z (importantes en la radiactividad). Ya tendremos ocasión de hablar de estos objetos más adelante.
Antis y anti antis
Tenemos las familias. Pero con ellas no se agota esta sociedad. Existen además las antifamilias. A quarks y electrones se asocian, por ejemplo, antiquarks y antielectrones. A cada partícula, una antipartícula.
El prefijo “anti” sugiere antagonismo, que es cierto en el siguiente sentido: si por ejemplo un electrón se encuentra con un antielectrón ¡ambos desaparecen! Lo mismo ocurre con las otras parejas de partícula-antipartícula. En el encuentro fatal no desaparece todo, desde luego, pues a algún lugar tiene que ir a parar, por ejemplo, la energía que tenían la partícula y su anti. El rastro que queda luego de la aniquilación puede ser una pareja de fotones, u otras partículas, que salen disparados en direcciones opuestas. El antagonismo entre las parejas es sin embargo recíproco, en igualdad de condiciones, siendo el electrón tan anti antielectrón, como el antielectrón, anti electrón (¡Uf!).
Los antis forman lo que llamamos la antimateria. La historia de su descubrimiento es un ejemplo de la fuerza con que se impone una teoría afortunada y bien hecha. Hacia 1920 se sabía que toda partícula aislada tiene una cierta cantidad de energía interna que la acompaña por el sólo hecho de existir. Albert Einstein en su teoría de la relatividad especial había demostrado que la masa no era más que una forma de energía. Cuando la partícula está quieta, el valor de esta energía es su masa “m” multiplicada dos veces por la velocidad de la luz “c” (m · c2, el famoso “emececuadrado”). Si se mueve, la energía aumenta de cierta manera que no nos interesa ahora, pero aumenta, se hace mayor. Lo que importa es que es un número siempre positivo, y que puede crecer cuanto uno quiera.
Tratando de conciliar las ideas de la relatividad con la entonces naciente mecánica cuántica, Paul Dirac publicó a comienzos de 1928 un trabajo que tuvo gran impacto. Como lo describe Werner Heisenberg, “creíamos haber llegado a puerto (en la construcción de la teoría del átomo) y el trabajo de Dirac nos ha arrojado al mar nuevamente”, o, en una carta a Wolfgang Pauli ese año, “el más triste capítulo de la física moderna es y sigue siendo la teoría de Dirac”. En su obra, Dirac derivaba una ecuación, la hoy famosa Ecuación de Dirac, que admitía no una sino dos soluciones para la energía del electrón: la que ya nombramos, positiva, y otra igual, pero de signo negativo. Para sus contemporáneos, esta novedad en cierto sentido ensuciaba la hermosa teoría cuántica recién creada.
Es como si en un mundo feliz, en que todos viven contentos con sólo números positivos que surgen de contar sillas, partir manzanas y reflexionar sobre la longitud de un círculo, algún geniecillo por allí descubre que la ecuación equis-cuadrado-igual-uno (x2 = 1) tiene dos soluciones: la positiva, 1, y una nueva, que distingue con una rayita y llama negativa, –1 (multiplicar –1 por –1 da el mismo resultado que multiplicar 1 por 1). De pronto se abre todo un universo fascinante, el de los números negativos, que ¡duplica todos los números existentes! (salvo el cero). O, como si una civilización que nunca exploró el mar advierte de pronto que no sólo hay pájaros sobre el océano, sino además toda una fauna bajo su superficie, que antes no conocía.
Dirac halló una literal duplicación de posibilidades para el electrón. Por ejemplo, a electrones quietos, con su energía habitual positiva emececuadrado, habría que agregar la existencia de electrones también quietos pero con energía negativa (–m · c2). Si se mueven, lo mismo. Por cada posibilidad existente, una nueva. El dilema fue entonces determinar si estas soluciones matemáticas, fruto de estudiar ecuaciones matemáticas abstractas, eran algo más que eso, si correspondían a alguna realidad material. Y si existían, ¿cómo era posible que no se las hubiera observado?
A fines de 1929 y en mayo de 1931, Paul Dirac publicó dos nuevos trabajos en que sugería que estos hipotéticos objetos están en todas partes, que hay un incontable número de ellos ocupando las infinitas posibilidades de energías negativas, como peces en un mar sin fondo. Lo que llamamos vacío en realidad está repleto de ellos, tan lleno que para darnos cuenta habría que sacar uno y ver el agujero que queda. Es como advertir que uno está en una habitación hermética porque en una de las paredes existe un portillo que deja pasar la luz. O darse cuenta de que hay mucho ruido porque de pronto el barullo se suspende por un lapso breve. O notar que uno está sumergido en el agua, porque se produce una burbuja de aire, de ausencia de agua.
Читать дальше