Francisco Claro - A la sombra del asombro

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¿Qué es la física? Según Albert Einstein, la ciencia cuyos asombrosos descubrimientos revolucionaron nuestra concepción del Universo no es más que un refinamiento del pensar ordinario.Si es así­ ¿por qué ha de permanecer oculta al ciudadano común?Ponerla al alcance de todos es el desafí­o que enfrenta con singular éxito Francisco Claro en estas breves páginas. ¿Qué son los agujeros negros? ¿Cuáles son los secretos del átomo? ¿Cómo surge el caos? A la Sombra del Asombro, el mundo visto por la fí­sica aborda estas y otras preguntas con un lenguaje ameno y cotidiano, sin tecnicismos innecesarios.

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Dirac pensó originalmente que la burbujita compañera del electrón era el - фото 3

Dirac pensó originalmente que la burbujita compañera del electrón era el protón. Cuando expuso esta idea ante un auditorio que incluía a Lev Landau, acto seguido éste le envió a Niels Bohr un telegrama de una palabra que decía Quatsch (¡tonterías!). Pero ya en 1931 Dirac anunció que, de existir una antipartícula del electrón, debía ser en todo como éste, salvo su carga eléctrica, que sería la misma pero de signo opuesto. La realidad material de la nueva partícula fue confirmada apenas un año después, en 1932, cuando Carl Anderson detectó su presencia en medio de una lluvia de partículas cósmicas. Como nombre se adoptó el de “positrón”, en atención a su carga eléctrica de signo positivo. Por su trabajo, Paul Dirac recibió el Premio Nobel 1933.

Otro “anti”, el antiprotón, fue descubierto por Emilio Segré y Owen Chamberlain en 1955, y el antineutrón sólo un poco después. Así, poco a poco nos hemos familiarizado con la realidad de la antimateria y a diario experimentamos con ella en los laboratorios. Por ejemplo, en grandes aceleradores de partículas como el que hay en CERN, cerca de Ginebra, se producen antiprotones a razón de unos 20 millones cada segundo.

Hay total equivalencia entre partículas y antipartículas, aún cuando en nuestro universo la abundancia de cada especie no es la misma. Afortunadamente para los terrícolas, la materia predomina vastamente sobre la antimateria por razones que se desconocen. Si no fuese así, nuestra existencia no sería más duradera que el tiempo que toma la aniquilación mutua entre electrones y positrones, ¡típicamente, un diez milésimo de millonésimo de segundo! Ni un suspiro siquiera.

El Arca de Noé

Si contamos las partículas de las tres familias nombradas, quarks, leptones y bosones de gauge, son sesenta. ¡Bastantes! Y a este número sólo hemos llegado en las últimas décadas. Baste con notar que hacia 1950 se conocían apenas cinco: el electrón, el positrón (o antielectrón), el muón, el neutrino y el fotón. Es cierto que también se habían ya descubierto el protón, el neutrón, el pión y un par más que en ese entonces se creían elementales; pero hoy sabemos que son partículas compuestas, formadas por quarks.

Sesenta. Son muchas. ¿Todas? ¿Está completa la lista? Según algunos, sí. Según otros, no. Hay quienes creen que hay más, difíciles de ver, como la propuesta en 1964 por Peter Higgs de la Universidad de Manchester, Inglaterra, y que, haciendo gala de poca imaginación hoy se la llama “Higgs” (consuelo: higón hubiese sido peor). Leon Lederman, Premio Nobel 1988, un enamorado de esta invención, escribió un libro entero, de 434 páginas, sobre esta partícula a la cual llama “partícula Dios”. Echándolo a la broma algunos dicen que las actitudes frente a la Higgs se dividen en tres clases: los “ateos” no creen que existe, los “agnósticos” piensan que existe pero no es fundamental, mientras que el tercer grupo, los “fundamentalistas”, piensa que existe y es fundamental.

Si fuese real, esta partícula no se destacaría por su abundancia en el ambiente natural que nos rodea. Para verla habría que producirla artificialmente. Como ocurre con la antimateria. El positrón, por ejemplo, es muy escaso, pues como hemos dicho, allí donde aparece en una fracción pequeñísima de segundo se aniquila con alguno de los abundantes electrones que hay por todos lados. Aunque se presume también de muy corta vida, unos dos diezmilésimos de millonésimo de billonésimo de segundo, la dificultad de comprobar la existencia de la partícula Higgs se debe sin embargo a una razón muy distinta. Tiene una masa enorme, más de un millón de veces la del electrón. Tan grande, que producir esta partícula en el laboratorio requiere de un acelerador gigante de unos treinta kilómetros de circunferencia o más. Sería una especie de supercarretera de dos vías donde viajan protones en ambas direcciones y a velocidades cercanas a la de la luz, con una energía decenas de millones de millones de veces la de los electrones en los átomos. La Higgs sería como la chispa que resulta de uno de los choques frontales en dicha carretera. En su libro, Ledermann promueve la construcción del SSC (Superconducting Super Collider), un proyecto destinado a este fin, cuya vida fue sin embargo corta, como la partícula que buscaba. Apenas se levantó un poco del suelo, el proyecto volvió a caer estrepitosamente debido a un artero ¡no! del Congreso norteamericano. ¿Razón? Su inmenso y creciente costo, miles de millones de dólares, el equivalente a varios grandes hospitales.

También el gravitón, mencionado más arriba, el mensajero de la fuerza de gravedad, es hipotético. A pesar de cuidadosos experimentos, ha evadido en forma obstinada a los que lo han querido atrapar. Otra partícula elusiva es el monopolo magnético, predicha por Paul Dirac y jamás observada. Otras, todavía, son los fotinos, gominos, winos, zinos, gravitinos, squarks y sleptones, que según la Susi (la teoría de SUperSImetría), deberían existir, y que tampoco han sido habidas en parte alguna…

Es desconcertante que, sin contar las hipotéticas, haya aún tantas partículas elementales. Sobre todo, si se tiene presente que para sustentarnos, para construir casi todo lo que nos es esencial para la vida, bastan apenas los quarks apón y daunón, el electrón, el fotón, el gravitón, y algunos gomones. Con estos elementos se hacen los ciento y tantos átomos que conocemos, la luz y la gravedad. ¿Qué más queremos? ¿Para qué el resto? ¿Será por hacer más compleja la diversidad?

En el Génesis, Noé, con sus seiscientos años y mucha sabiduría, por orden de Yahvé introduce en el Arca a su familia y ejemplares de cada especie de fieras, reptiles y aves, “de dos en dos”. ¿Cuántos fueron en total estos “animales elementales”? No lo sabemos, aunque no cabe duda que fueron al menos sesenta. ¿Para qué tantos? ¿Por qué no haber aprovechado para olvidarse de las fieras, por ejemplo? Misterio. La sabiduría de Dios y la que han de dar largos seiscientos años de vida nos superan ampliamente…

Puntos y comas

Uno se pregunta también si no se podrá simplificar aún más el cuadro, si no habrá una forma de ver la creación como una combinación de objetos más básicos que quarks, leptones y bosones de gauge. La historia muestra que cuando se descubre una partícula que parece ser la más primitiva y todos se lanzan a estudiarla, las cosas suelen complicarse. Al aumentar la resolución de los instrumentos, al mirar con más cuidado, se ven otros objetos hasta entonces insospechados y la complejidad crece. Siguen luego nuevas ideas, todo se vuelve simple una vez más sobre la base de otra variedad de entes que se consideran, ¡ahora sí que sí!, las unidades más básicas. Pero no, el proceso vuelve a repetirse una y otra vez.

Por ejemplo, hasta fines del siglo diecinueve las unidades básicas consideradas por los físicos y químicos de la época fueron los átomos: el hidrógeno, el oxígeno, el oro, el cobre, etc., un centenar de ellos. Pronto parecieron demasiados, excesiva variedad. Entonces, en 1911, se descubrió que se trataba de meras combinaciones de apenas dos partículas: electrón y núcleo. Todo se simplificaba al bastar un par de elementos para armar lo que nos rodea: los sólidos, los líquidos, el aire y otros gases.

Sin embargo, el estudio más detallado del núcleo atómico a partir de ese año fue mostrando la existencia de otros objetos minúsculos, como el protón, el neutrón, el positrón, el neutrino, el pión, el kaón, la lambda, la sigma, la omega, la eta, la xi, etc. Llegaron a ser tantos, que agotaron todas las letras de los alfabetos y se hablaba hacia 1960 del “zoológico” de partículas elementales. Eran centenares. Algunas caían del cielo en la llamada “radiación cósmica” y otras surgían de los violentos choques frontales al interior de los grandes aceleradores. Enrico Fermi llegó a decir que si hubiera sabido que tenía que aprenderse el nombre de tantas partículas, habría estudiado biología. La cosa se había puesto fea de verdad.

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