11NOTICIARIO DE HISTORIA AGRARIA N. 3 (1992–1), pp. 173–180. La crisis agraria de fines del siglo XIX: nuevas contribuciones y nuevos enfoques, PLANAS MARESMA
12NOTICIARIO DE HISTORIA AGRARIA N. 3 (1992–1), pp. 173–180. La crisis agraria de fines del siglo XIX: nuevas contribuciones y nuevos enfoques, PLANAS MARESMA
13NOTICIARIO DE HISTORIA AGRARIA N. 3 (1992–1), pp. 173–180. La crisis agraria de fines del siglo XIX: nuevas contribuciones y nuevos enfoques, PLANAS MARESMA
14*14. http://www.fhuc.unl.edu.ar/portalgringo/crear/gringa/itininerarios/pdf/Inmigrantes%20del%20Piamonte.pdf
Capítulo V
El vapor de la partenza...
Al momento de la partida, Pinin tenía cuatro hermanas —a las que volvería a ver nueve años más tarde—: Luigia, de 8 años, quien llevaba el nombre de su abuela paterna: Luigia Perrone; Teresa, de 7 años, quien llevaba el nombre de su abuela materna: Teresa Sachetto; le seguían: Antonia Vittoria, de 5 años y Margherita, de 3 años.
La compañía naviera Navegazione Generale Italiana de la Società Riunte Florio e Rubattino con sede en Génova capital es la encargada de trasladar —desde Génova con destino a Buenos Ayres— por mar al niño Giuseppe Monticone (h.) de 11 años, estatura: 1,40 m, cabello castaño, nativo de Canale; provincia de Cuneo, región de Piamonte, quien declara la profesión de contadino (granjero), embarcándose el 28 de marzo de 1890.
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Imagen 5. http://www.histarmar.com.ar/LineasPaxaSA/53–NGI–1.htm
Las diferencias sociales se hacían evidentes desde el momento del embarque, así lo señala Edmundo De Amicis, en su libro Sull’Oceano , dejando un dramático testimonio de ello, que nos permitimos transcribir íntegramente: “El contraste entre la elegancia de los pasajeros de primera clase, los guardapolvos, las sombrereras (cajas de sombreros), junto a un perrito, que atravesaban la multitud de miserables: rostros y ropas de todas partes de Italia, robustos trabajadores de ojos tristes, viejos andrajosos y sucios, mujeres embarazadas, muchachas alegres, muchachones achispados, villanos en mangas de camisa. Como la mayor parte había pasado una o dos noches al aire libre como perros en las calles de Génova, no podían tenerse en pie, postrados por el sueño y el cansancio. Obreros, campesinos, mujeres con niños de pecho. Sacos y valijas de todas clases en la mano o sobre la cabeza; fardos de mantas o colchones a la espalda y apretado entre los dientes el billete con el número de su litera. Los emigrantes pasaban delante de una mesilla, y el sobrecargo, reuniéndolos en grupos de seis, llamados ranchos, apuntaba sus nombres en una hoja impresa para que con ella en la mano, a las horas señaladas, fueran a buscar la comida en la cocina ” 15 .
Todo pasajero debía conocer y cumplir el reglamento del buque:
“... Los grandes baúles, valijones y cajones de los pasajeros debían ir inexorablemente en las bodegas. Anclado el barco en algún puerto, no se permitía bajar hasta allí. La bodega era abierta en alta mar para que cada pasajero buscara o retirara lo que necesitase. Cada uno debía identificar y cerrar bien su equipaje, ya que ni el capitán ni la empresa transportista se hacían responsables de este. Dinero y joyas debían ser entregados y estarían más seguros en poder del capitán... Las armas que llevaran los pasajeros también debían ser entregadas al capitán. Debía observarse una estricta higiene por parte del pasaje, tanto en puerto como durante el viaje. En todo barco había cucarachas, insectos de todo tipo y piojos. El hacinamiento y falta de aire favorecían su multiplicación. Estaba prohibido fumar, salvo en cubierta. Debían evitarse las peleas y pendencias entre los pasajeros, y con los tripulantes. No podían clavarse clavos ni ganchos en el buque. Había que levantarse temprano, y para lavarse la cara debía utilizarse el agua de mar. El desayuno, servido a las 8, normalmente consistía en sopa de batatas, un día con arroz, y otra con arvejas. El almuerzo era sopa de papas o batatas hervidas con carne salada. A las cinco se servía la cena, que consistía en sopa de papas con arroz y porotos. 16
Entre 1876 y 1976 cerca de 26 millones de italianos salieron de su tierra natal en dirección a varios puntos por todo el mundo. Una sexta parte de esos italianos emigró hacia la Argentina. Tal vez porque quisieron olvidar un pasado doloroso, muchos de sus descendientes actualmente poco conocemos de estos hombres y mujeres que nos precedieron.
“La ruta del viaje fue siempre la misma: Génova–Buenos Aires, variando solo las distintas escalas: Barcelona, Cádiz, islas Canarias, Cabo Verde, Río de Janeiro, Santos, Montevideo y Buenos Aires, según determinara la compañía de acuerdo a los pasajes vendidos... La nave podía cumplir su ruta en quince días —duración promedio del viaje—, aunque era habitual que tardara algo más. Como veremos —aunque no oficialmente—, se detenía antes de cruzar el Atlántico, sobre las costas españolas, para recoger inmigrantes ilegales...
En 1890 la Argentina lanza un plan de Inmigración que contemplaba el pago de los pasajes. Es así como llegan, entre 1891 y 1896, 10.000 judíos a Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe; sin contar los italianos, españoles y otros que se vieron favorecidos por tal incentivo.
La ruta de viaje era similar a la que muestra el mapa que se expone a continuación .
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Imagen 6. http://www.histarmar.com.ar/InfGral/NaufragioSirio.htm
Estos buques de vapor se incorporaron hacia el final de siglo, los anteriores eran a vela, goletas y bergantines y como en todos los tiempos las compañías trataban de embarcar la mayor cantidad de gente para engrosar sus ganancias. Existían tres clases de pasajeros, los de primera clase iban en camarote y recibían un trato preferencial. Mis bisabuelos vinieron en tercera clase en medio del hacinamiento y la escasa higiene. “Como muchos hombres y mujeres, campesinos de tierra adentro, jamás habían visto el mar. Sus ojos acostumbrados al pequeño río de la aldea miraban alucinados la enorme extensión del agua, travesía hacia su nueva e incierta vida... A los viajeros no les quedaba comportarse sino como niños dóciles.
Durante los primeros quince días el mareo los tenía atornillados en el colchón o bien echados sobre la borda arrojando al agua el contenido de sus estómagos y tratando de que la buena brisa del océano aventara el desconsuelo y el color verdoso de sus caras. La prueba de fuego era el cruce del canal de la Mancha o la salida del estrecho de Gibraltar; quien lograra pasar de pie y con los dientes apretados los primeros bandazos de la mar verdadera se consideraba a salvo de mareos posteriores. A menos, claro, que un tormentón los pusiera de rodillas... a pobres diablos, con pasaje de tercera... En algunos barcos no había médico... La monotonía y el aburrimiento de esas largas jornadas hacían que algunos se interesaran por las tareas de a bordo. Los más jóvenes terminaban el viaje conociendo rudimentos de marinería y participando en la maniobra sencilla, con los oídos llenos de historias de navegantes. Por lo demás, tras un último vistazo a las Canarias, todo era mar y cielo como lo fuera para los antiguos conquistadores. La travesía, un paréntesis entre una vida de trabajo rudo y otra más exigente aún que les esperaba al llegar a tierra. El ocio se matizaba con las canciones del terruño, escuchando a los tocadores de gaita o acordeón, tejiendo, rezando, fumando, jugando a los naipes, leyendo folletos sobre inmigración y tratando de aprender el español ... una escena común era ver a las madres sobre la cubierta en las tardes cálidas de los trópicos despoblando con paciencia tierna las cabezas de sus hijos... la pobreza, la limpieza personal marcaba ciertas diferencias... los parias eran los que embarcaban ilegalmente sin conocimiento del capitán... Cuando se comprobaba que no tenían contrato de viaje ni pasaporte en regla, se los destinaba al oficio de marinero para que pagaran en parte su pasaje. Y como entre la marinería no se los consideraba del gremio, cumplían las tareas más ingratas... Un pasaje de tercera clase en un barco de inmigrantes equivalía a un tour por los suburbios del infierno con comida incluida y con opción a todas las incomodidades, desventuras y pestes que el siglo ofrecía... Al llegar al puerto de Buenos Aires se examinaba a los pasajeros previendo que podían traer viruela, tuberculosis o lepra, flagelos comunes de la época; en esos casos se les negaba el permiso de la entrada y se los fletaba otra vez al puerto de origen...”. 17
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