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¿SE ACUERDA DE MÍ?
El dolor, ese sentimiento que nos acompaña, en ocasiones días, semanas, meses o incluso años, hay personas que por gracia divina lo experimentan pocas veces, otras, como fue y es el caso de Julia y el pequeño Jorge, los abraza fuertemente y llega a ser un miembro más en sus vidas, pero no por eso tomaron el camino fácil y se hundieron; hay que tomarse el dolor como un aliado, un gran maestro, injusto, duro, dictador, férreo, malvado, pero un maestro a pesar de todo. Y en la vida hay un dicho que todos conocemos: «Lo que no te mata te hace más fuerte».
Lo que me gustaría que aprendieras, querido lector o lectora, es que ningún mal dura cien años, que, a veces, por mucho que se empeñe en acompañarnos ese terrible y doloroso sufrimiento, que aunque parezca que haya tomado una copia de las llaves de tu casa, de tu corazón y de tu vida, apriétalo fuerte, respira y lucha, nunca dejes de luchar contra él. Que aprendas a vivir con su presencia y que nunca te dejes ganar la batalla porque en la vida, no podemos negarlo, te visitará y no una vez, vendrá a hacerte visitas a tu alma y a tu espíritu seguramente en innumerables ocasiones, y por desgracia tendrás que convivir con él, pero aprende de ello, sobre todo si tú has sido el causante de ese sufrimiento.
Aunque la angustia ha sido otro compañero más en la vida de Julia, nunca se dejó arrastrar hacia el abismo, ni por ella ni por sus hijos, aunque en especial por su pequeño Jorge, ese niño con una sensibilidad especial, en ocasiones tan diferente al resto de sus otros dos hijos y más niños que ella conocía. Un joven que por poco o mucho que tuviera siempre lo ofrecía y compartía, brillaba con una luz diferente y especial al resto, y que en tantas ocasiones esas diferencias le acarrearían innumerables problemas.
Nos vamos a situar a principios de los años 90. Julia había conseguido innumerables éxitos económicos, su entereza y su fuerza a la hora de trabajar eran todo un ejemplo a seguir para muchas mujeres y hombres, que con una familia a sus espaldas, la educación de sus hijos y con una difícil situación en su matrimonio la vida al menos le había agraciado con la gran tranquilidad de poder ofrecerles a sus seres más queridos el no tener que sentir todo lo que ella desde bien pequeña tuvo que padecer. Necesidad de tener que pasar hambre, de trabajar innumerables horas en una fábrica desde bien pequeña para llevar un pequeño sueldo a casa, que llegara una gran fiesta y que todas sus amigas y amigos puedan asistir con sus mejores trajes y vestidos, y ella no tener nada que ponerse, ni tan siquiera tener dinero para poder ir a comprarse unos sencillos y simples zapatos nuevos que a cualquier niña tanta ilusión le harían. Ella ahora era una mujer que de una simple trabajadora como la que más, con mucha tenacidad había conseguido ser encargada de una fábrica y estar en lo más alto. Y no solo esto, tenía un instinto insuperable a la hora de ver negocio donde otros no lo veían, ella fue de las primeras mujeres en su ciudad que decidió invertir en bolsa. Por todo esto y más, al fin, tuvo la casa que ella siempre quiso, intentaría darles a cada uno de sus hijos la oportunidad de tener cada uno su propia casa, lo que ella nunca tuvo y tanto le marcó. No por ello sin dejar de inculcar a sus hijos el valor del esfuerzo y de trabajar por lo que uno quiere, ella bien sabía que el dinero no cae del cielo y así se lo supo transmitir a su descendencia.
Corrían buenos tiempos para Julia y los miembros de su familia, aunque pasaba muchas horas trabajando era una mujer que siempre encontraba un hueco al cabo del día para disfrutar de un paseo por las tardes para ir a jugar con su niño a los columpios que tanto le gustaban a Jorge. Esos pequeños instantes donde ella y su niño reían mientras el sol daba los últimos coletazos del día eran como una bocanada de aire fresco para alguien que se ahogaba, tal vez porque ella, en su niñez, no pudo disfrutar de esos momentos sencillos y a la vez bonitos junto a sus padres. Los tiempos no eran los mismos que hacía 40 años: cuando ella tenía la edad de Jorge ya tenía que levantarse al alba para ir a trabajar para poder llevar una pequeña ayuda económica y poder alimentar a su familia. En tiempos donde prevalecía el poder llevarse un poco de pan a la boca, no había cabida para las tardes junto a una madre y a un padre disfrutando del placer de los juegos. La vida que recordaba cuando ella era una niña distaba mucho de lo que podemos vivir hoy en día junto a nuestros hijos, nietos o sobrinos. Y con esto no hay que pensar que los padres de Julia, Jesús y Ángela, no la querían ni a ella ni a sus hermanos, por supuesto que lo hacían, era una época muy diferente. El amor de Ángela por su hija era incondicional, hasta daría su vida por ellos como casi cualquier madre en este mundo. Su padre, a su extraña manera, también la quería. Fue un amor diferente, tal vez un amor que a día de hoy lo veríamos hasta dañino, un sentimiento que evolucionó con sus idas y venidas a lo largo de los años. Puede que no fuera el padre perfecto, es más, distaba mucho de serlo, pero soy de los que piensan que somos la suma de nuestros aciertos, pero sobre todo de nuestros errores, y Jesús cometió errores, algunos terribles, aunque aprendió de ellos, casi siempre lo hizo llorando en la más soledad avergonzado por lo que había hecho.
Era una tarde de últimos de marzo, pero un día señalado, Julia cumplía 40 años y como cada viernes, a las tres de la tarde terminaba su jornada laboral y ya disponía de todo el fin de semana por delante para descansar. Nada más salir del trabajo se dispuso a ir a comprar todo lo necesario para la cena, esa noche iban a estar casi todas las personas importantes para ella, todos juntos sentados a la mesa, incluso con sus dos fantásticas amigas Paquita y Sofía, que había venido de Francia. Los deleitaría con su estupendo asado de la mejor carne que podía comprar, agradecía enormemente esos momentos donde solo había risas y anécdotas mientras cenaban. Esa tarde, antes de todo, había quedado en pasar a por su madre Ángela, le había pedido que fuera a por ella para ir a visitar a una vecina suya de toda la vida, Antonia se llamaba, esa pobre mujer que acabaría viendo pasar sus últimos suspiros de vida en una habitación sola de un geriátrico. Julia disfrutaba de esos encuentros con las dos tomando un café y algunos pasteles que ella llevaba, que aunque sabían que el médico les había prohibido que Antonia tomara azúcar, la mujer los saboreaba como gloria bendita. Esos pequeños ratos con su madre y la amiga de ella resultaban gratamente afables, ambas deleitándose con tantas anécdotas divertidas que poseía aquella maravillosa, entrañable y divertida mujer. Aunque realmente lo que más le hacía feliz era el tener la ocasión de recuperar esos años en los que, por las circunstancias de la vida, no pudo disfrutar de su madre. Porque quién no ha llegado a una edad en la que ve que sus seres queridos no son inquebrantables al paso del tiempo, que por mucho que creas que son indestructibles y que van a estar ahí para siempre apoyarte y recibir su cariño, lamentablemente entras en una contrarreloj de la que nunca nadie puede salir victorioso.
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