Jacques Ranciere - La palabra muda

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Jacques Rancière, sin duda uno de los filósofos más relevantes de la actualidad, realiza aquí un recorrido exquisito por la historia de la literatura en el que analiza la naturaleza y las modalidades del cambio de paradigma que destruyó el sistema normativo de las Bellas Letras, al tiempo que se pregunta por las contradicciones y tensiones de la literatura hoy. Rancière propone una nueva interpretación de este cambio, donde la literatura ya no será «ni la idea imprecisa del repertorio de las obras de la escritura ni la idea de una esencia particular capaz de conferir a esas obras su calidad 'literaria'», sino «el modo histórico de visibilidad de las obras del arte de escribir, que produce esa distinción». Antes que preguntarse por el concepto de literatura –y distanciándose de posiciones como las de Sartre o Blanchot–, para Rancière resultará más interesante indagar acerca de las condiciones que hacen posible enunciar tal o cual principio o definición. Un análisis histórico filosófico de la literatura en un libro que se ha convertido en una referencia ineludible para la crítica literaria contemporánea.

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Pero para comprender la fórmula que vuelve equivalentes el poema y la piedra, y deducir sus consecuencias, hay que desplegar las diferentes relaciones que encierra: entre la novela y el libro de Vida; entre el libro de Vida y el poema; entre el poema, el pueblo y la piedra. Comencemos entonces por el principio, es decir por la aparente paradoja que liga, en nombre de la poesía, el no-género novelesco al texto sagrado. En 1669 Pierre-Daniel Huet publicó su tratado Sobre el origen de las novelas. Huet es ese tipo de “literatos” del que nos habla Voltaire, más apasionado por los versos latinos que intercambia con su amigo Ménage que por las novedades del teatro trágico. Por eso es tanto más significativo verlo interesarse, como su camarada, por la literatura sin reglas de la novela, colaborar discretamente con Madame de La Fayette o escribir para esta última un prefacio más largo que el libro mismo a La princesa de Montpensier . Y es aún más significativo ver la relación que establece entre el menoscabado género novelesco, la tradición poética y el Libro sagrado del que pronto se convertirá en sacerdote.

A primera vista, el planteo de Huet parece resumirse en una expansión del dominio poético que permite la inclusión de ese género marginal que es la novela. Para ello se basa por otra parte en una “máxima de Aristóteles”, inhallable en el texto de la Poética pero seguramente conforme a su doctrina: “El poeta es tanto más poeta por las ficciones que inventa que por los versos que compone”. El concepto de mimesis es discretamente sustituido por un concepto más amplio, el de fabulación. Ahora bien, la aparente expansión del dominio mimético comienza a subvertir su propio principio en torno precisamente a esta sustitución. Porque la “fabulación” supone dos cosas a la vez: es la percepción confusa y llena de imágenes que los pueblos del Occidente bárbaro se hacen de una verdad que son incapaces de discernir. Pero también es el conjunto de los artificios (fábulas, imágenes o juegos de sonoridades) que los pueblos del Oriente refinado inventaron para transmitir la verdad, para ocultar lo que de ella debía ser ocultado y adornar lo que de ella debía ser transmitido. El dominio de la fabulación es entonces el de la presentación sensible de una verdad no sensible. Y este modo de presentación es al mismo tiempo el arte a través del cual los sabios envolvían con fábulas o disimulaban con jeroglíficos los principios de la teología y de la ciencia y el gesto natural de los pueblos “de espíritu poético y fecundo de invenciones” que solo discurren por medio de figuras y solo se explican por medio de alegorías. Este es el procedimiento que Homero y Herodoto enseñaron a los griegos y el procedimiento con el que Pitágoras o Platón disfrazaron sus filosofías, traducidas por Esopo en fábulas populares que los árabes tomaron de él y transmitieron al Corán. Pero también el de los persas, apasionados por ese “arte de mentir agradablemente” del que dan testimonio aún los titiriteros de la plaza mayor de Ispahán. O aun el de los apólogos chinos o las parábolas filosóficas de los hindúes. Esta manera de escribir oriental es, por último, la de la propia Santa Escritura, “enteramente mística, enteramente alegórica, enteramente enigmática”. Los Salmos, los Proverbios, el Eclesiastés, el Libro de Job son “obras poéticas, llenas de figuras que parecerán audaces y violentas en nuestros escritos pero que son comunes en los de esta nación”; el Cantar de los Cantares es “una obra dramática que toma una forma pastoril, en la que los sentimientos apasionados del esposo y la esposa se expresan en una forma tan tierna y conmovedora que estaríamos encantados si esas expresiones y esas figuras tuvieran algo más de relación con nuestro genio” 29.

Desde De doctrina cristiana de San Agustín se ha admitido, por cierto, que el texto sagrado utilice tropos formalmente comparables a los de la poesía profana, lo que Erasmo no había cesado de recordar. Se puede observar, sin embargo, el camino recorrido: este eclesiástico, cortesano y hombre de letras no solo equipara con facilidad la escritura sagrada en su conjunto con los tropos de los poetas sino también con el genio fabulador de los pueblos. La Escritura sagrada es un poema, un poema que expresa el genio humano de la fabulación pero también el genio propio de un pueblo que está lejos de nosotros. Dentro de la misma noción de fabulación se integran entonces las imágenes de los profetas, los enigmas de Salomón, las parábolas de Jesús, las consonancias rebuscadas de los Salmos o de San Agustín, los giros orientales de San Jerónimo, las exégesis de los talmudistas y las explicaciones figuradas de San Pablo. La fábula, la metáfora, la rima y la exégesis son en su conjunto formas de ese poder de fabulación, es decir de presentación figurada de la verdad. Todas ellas componen un mismo lenguaje de la imagen en el cual quedan absorbidas las categorías de la inventio, la dispositio y la elocutio y junto a ellas, la “literatura” de los eruditos. La novela se relaciona con la Escritura sagrada en nombre de una teoría de la poesía que la convierte en una tropología, un lenguaje figurado de la verdad.

La noción de fabulación hace coexistir entonces los contrarios: la vieja concepción dramática de la poesía y una nueva concepción que le otorga una naturaleza esencialmente tropológica. Fue Vico quien, en la Ciencia nueva de 1725, rompe el compromiso y proclama el derrumbe de “todo lo que ha sido dicho sobre el origen de la poesía ” desde Aristóteles a Escalígero. La fórmula “aristotélica” de Huet decía que el poeta es poeta por el uso que hace de las ficciones y no por la utilización de un modo determinado de lenguaje. Pero la noción de la fabulación que empleaba destruía de hecho esa oposición: la ficción y la figura se identificaban en ella. Vico formula entonces esa caída en toda su generalidad: la ficción es figura, es manera de hablar. Pero la figura misma ha dejado de ser una invención del arte, una técnica del lenguaje al servicio de los fines de la persuasión retórica o del placer poético. Es el modo del lenguaje que corresponde a cierto estado de su desarrollo. Y ese estadio del lenguaje también es un estadio del pensamiento. El modo figurado del lenguaje es la expresión de una percepción espontánea de las cosas, la que no distingue aún lo propio y lo figurado, el concepto y la imagen, las cosas y nuestros sentimientos. La poesía no inventa, no es la tekhné de un personaje, el artista, que construye una ficción verosímil para complacer a otro personaje llamado espectador, igualmente hábil en el arte de hablar. Es un lenguaje que dice las cosas “como son” para quien se despierta al lenguaje y al pensamiento, como las ve y las dice, como no puede dejar de verlas y decirlas. Es la unión necesaria de una palabra y un pensamiento, de un saber y una ignorancia. Es esa revolución en la idea de poeticidad lo que resume la vertiginosa cascada de sinonimias que abre el capítulo de la lógica poética: “Lógica viene de lógos . Esta palabra, en su primera acepción, en su sentido propio, significa fábula (que pasó al italiano como favella, lenguaje, discurso); la fábula también se dice muthos entre los griegos, de donde los latinos sacaron el término mutus; en efecto, en los tiempos mudos, el discurso fue mental ; también lógos significa idea y palabra ” 30.

Sigamos el orden de las implicaciones. La ficción –o lo que es equivalente, la figura– es la manera como el hombre niño, el hombre todavía mudo, concibe el mundo a su semejanza: ve el cielo y designa un Júpiter que habla, como él, un lenguaje de gestos, que dice su voluntad y la ejecuta al mismo tiempo por medio de los signos del trueno y el rayo. Las figuras originarias del arte retórico y poético son los gestos a través de los cuales el hombre designa las cosas. Son las ficciones que construye sobre las cosas, falsas si se les atribuye un valor de representación de lo que es, o verdaderas en la medida que expresan la posición del hombre en medio de lo que lo rodea. La retórica es mitología, la mitología es antropología. Los seres de ficción son los universales de la imaginación que hacen las veces de ideas generales que el hombre todavía no es capaz de abstraer. La fábula es el nacimiento común de la palabra y el pensamiento. Es el estadio primero del pensamiento, tal como puede formularse en una lengua de gestos y sonidos confusos, en una palabra aún equivalente al mutismo. Estos universales de la imaginación a los que se resume la potencia ficcional, pueden ser rigurosamente asimilados a un lenguaje de sordomudos. Estos hablan en efecto de dos maneras: por medio de gestos que dibujan la semejanza de lo que quieren decir y por medio de sonidos confusos que tienden en vano hacia el lenguaje articulado. Del primer lenguaje provienen las imágenes, similitudes y comparaciones de la poesía: los tropos que no son producto de la invención de los escritores sino “las formas necesarias de las que todas las naciones se han servido en su edad poética para expresar sus pensamientos”. Del segundo provienen el canto y el verso, que son anteriores a la prosa: los hombres “ formaron sus primeras lenguas cantando ” 31 .

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