Primado de la ficción; genericidad de la representación, definida y jerarquizada según el tema representado; decoro de los medios de la representación; ideal de la palabra en acto. Estos cuatro principios definen el orden “republicano” del sistema de la representación. Esta república platónica en que la parte intelectual del arte (invención del tema) gobierna su parte material (el decoro de las palabras y de las imágenes) puede adaptarse igualmente bien al orden jerárquico de la monarquía como al orden igualitario de los oradores republicanos. Lo que explica la constante complicidad de los pelucones académicos y los republicanos radicales que, en el siglo XIX , protegen este sistema contra el asalto de los literatos innovadores, un acuerdo que va a simbolizar, por ejemplo, tanto para Hugo como para Mallarmé, el nombre de Ponsard, el muy republicano autor de tragedias a la antigua. También resume la percepción de este acuerdo la reacción de Gustave Planche frente al monstruoso poema Notre-Dame de Paris, ese poema en prosa dedicado a la piedra, que solo la humaniza a costa de petrificar la palabra humana. Esta invención monstruosa emblematiza la destrucción del sistema en el que el poema era una fábula bien construida que nos presentaba hombres en acción que explicitaban su conducta a través de bellos discursos, que correspondían al mismo tiempo a su estado, a los datos de la acción y al placer de los hombres de gusto. El argumento de Planche muestra el nudo del escándalo: la inversión del alma y el cuerpo ligada al desequilibrio entre las partes del alma, la potencia material de las palabras en lugar de la potencia intelectual de las ideas. Pero es toda una cosmología poética la que se invierte profundamente. La poesía representativa estaba hecha de historias que se ajustaban a principios de encadenamiento, caracteres que se ajustaban a principios de verosimilitud y discursos que se ajustaban a principios de decoro. La nueva poesía, la poesía expresiva, está hecha de frases y de imágenes, de frases-imágenes que valen por sí mismas como manifestaciones de poeticidad, que reivindican para la poesía una relación inmediata de expresión, semejante a la que se plantea entre la imagen esculpida en un capitel, la unidad arquitectural de la catedral y el principio unificador de la fe divina y colectiva.
Este cambio de cosmología puede traducirse estrictamente como la inversión de cada uno de los cuatro principios que estructuraban el sistema representativo. Al primado de la ficción se opone el primado del lenguaje. A su distribución en géneros se opone el principio antigenérico de la igualdad de todos los temas representados. Al principio de decoro se opone la indiferencia del estilo con respecto al tema representado. Al ideal de la palabra en acto se opone el modelo de la escritura. Son estos cuatro principios los que definen la nueva poética. Queda por ver si la inversión sistemática de los cuatro principios de coherencia define una coherencia simétrica. Digámoslo por anticipado: el problema radica en saber cómo resultan compatibles entre sí la afirmación de la poesía como modo del lenguaje y el principio de indiferencia. La historia de “la literatura” será la prueba una y otra vez realizada de esta incompatibilidad problemática. Lo que equivale a decir que si la noción de literatura pudo ser sacralizada por unos y declarada vacía por los otros, es porque, stricto sensu , es el nombre de una poética contradictoria.
Partamos de lo que constituye el nudo del problema, es decir, la decadencia del principio de genericidad. Esta afirmación, no cabe duda, se presta a discusión: entre las grandes ambiciones de los hermanos Schlegel figuraba la reconstitución de un sistema de géneros que se había vuelto obsoleto. Y más de un teórico considera hoy en día que también tenemos nuestros géneros, solo que diferentes de los de la edad clásica 24. Ya no escribimos tragedias, epopeyas o pastorales, pero tenemos novelas y cuentos, relatos y ensayos. Sin embargo se ve bien lo que vuelve problemáticas estas distinciones y lo que volvió vano el proyecto de los hermanos Schlegel. Un género no es un género si el tema no lo gobierna. El género bajo el cual se presenta Notre-Dame de Paris es la novela. Pero se trata de un falso género, un género no genérico que, desde su nacimiento en la Antigüedad, no ha dejado de viajar de los templos sagrados y las cortes de los príncipes a las moradas de los mercaderes, a los garitos o a los lupanares, y que se ha prestado, en sus figuras modernas, a las hazañas y a los amores de los señores tanto como a las tribulaciones de los escolares o de las cortesanas, de los comediantes o de los burgueses. La novela es el género de lo que no tiene género: ni siquiera un género bajo como la comedia, a la cual se la querría asimilar, ya que la comedia toma de los temas vulgares los tipos de situación y las formas de expresión que le convienen. La novela está desprovista de todo principio de adecuación. Lo que quiere decir también que está desprovista de una naturaleza ficcional dada. Esto es lo que funda, como hemos visto, la “locura” de Don Quijote, es decir la ruptura que marca con el requisito de una escena propia de la ficción. Es precisamente la anarquía de este no-género lo que Flaubert eleva al rango de “axioma” capaz de expresar “el punto de vista del Arte puro” al afirmar que no hay “temas bellos o feos” e incluso “que no hay ningún tema, ya que el estilo es por sí mismo una manera absoluta de ver las cosas” 25. Y, por supuesto, si “Yvetot equivale a Constantinopla” y si los adulterios de la hija de un campesino normando son tan interesantes como los amores de una princesa cartaginesa y son apropiados a la misma forma, de ello se deduce también que ningún modo expresivo específico es más conveniente para una que para la otra. El estilo ya no es entonces lo que había sido hasta ese momento: la elección de los modos de expresión que convenían a diferentes personajes en tal o cual situación y de los ornamentos propios del género. Se convierte en el principio mismo del arte.
Queda por saber sin embargo lo que esto quiere decir. Una doxa perezosa ve únicamente en ello la afirmación del virtuosismo individual del escritor que transforma cualquier materia vil en oro literario –y en un oro tanto más puro cuanto que la materia es vil–, que plantea su carácter aristocrático en lugar de las jerarquías de la representación y lo sublime, para terminar en sacerdocio nuevo del arte. La muralla, el desierto y lo sagrado no se dejan pensar tan fácilmente. La identificación del “estilo” con la potencia misma de la obra no es un punto de vista de esteta, sino la culminación de un proceso complejo de transformación de la forma y de la materia poéticas. Presupone, a riesgo de borrar sus marcas, una historia más que secular de encuentros entre el poema, la piedra, el pueblo y las Escrituras. A través de esta larga historia se impuso esta idea cuyo rechazo fundaba toda la poética de la representación: el poema es un modo del lenguaje, tiene como esencia la esencia misma del lenguaje. Pero también a través suyo se manifestó la contradicción interna del nuevo sistema poético, una contradicción de la cual la literatura es la cancelación interminable.
13Jean-Paul Sartre, Mallarmé. La lucidité et sa face d’ombre, París, Gallimard, 1986, p. 157.
14Charles de Rémusat, Passé et présent, París, 1847, citado por Armand de Pontmartin, Nouvelles causeries du samedi, París, 1859, p. 4. Jules Barbey d’Aurevilly, Les Œuvres et les Hommes, Genève, 1968, t. XVIII , p. 101; Léon Bloy, Belluaires et porchers, París, 1905, pp. 96-97.
15Gustave Planche, “Poètes et romanciers modernes de la France. M. Victor Hugo”, Revue des Deux Mondes, 1938, t. I, p. 757.
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