Sin embargo, habiendo deprivado a los cuerpos naturales de sus propiedades activas, algo parece faltarle al esquema galileo-cartesiano. Si los cuerpos son meramente pasivos, ¿qué es aquello que da cuenta del movimiento? Para completar el nuevo paradigma, desde el punto de vista de la dinámica, Isaac Newton aportará al conjunto las correspondientes fuerzas, que no quedaban explicitadas suficientemente ni en Galileo ni en Descartes, coronando el todo con axiomáticas leyes naturales que garanticen el determinismo operativo de los entes físicos. Determinismo operativo que había sido evacuado junto con la idea de naturaleza y que es reemplazado, por el confuso concepto antropomórfico de “leyes de la naturaleza” o “leyes científicas”, concebidas como gobernando a los cuerpos extrínsecamente de modo análogo a la forma como las leyes de la sociedad rigen a los ciudadanos.
Ya sea siguiendo el dualismo cartesiano, o la nueva ciencia galileana, el hecho es que la nueva visión del hombre surgida de esta reforma, una vez completada, habrá vaciado al cuerpo humano y al cosmos de toda traza de inteligibilidad intrínseca, que no sea de tipo físico-geométrico-matemático. Lejos habrá quedado la idea de un fondo íntimo e inteligible en las cosas, del cual brotan de modo ordenado y armonioso sus operaciones. El hombre y el universo enteros pasan de ser un orden bello y armónico, del cual no están ausentes el azar y la violencia, a constituirse en complejos e ingeniosos artilugios mecánicos, cuyas piezas son movidas por fuerzas extrínsecas, y cuyo operar sería rigurosamente predecible, solo con conocer los datos iniciales del problema.
La lógica de la medicina moderna
¿Qué consecuencias ha tenido todo esto para la actividad médica y de qué modo nos aporta luces para comprender los problemas a los que se enfrenta hoy? Las consecuencias más evidentes las podemos ver en primer lugar en la concepción mecanicista actual que se tiene de los seres vivos y en particular del hombre sano y enfermo. En esta visión los seres vivos son concebidos como complejos moleculares altamente estructurados que, sin sentido intrínseco ninguno y por razones estrictamente azarosas, surgieron en épocas pretéritas y se perpetuaron gracias a su capacidad autorreplicativa. Esta propiedad autorreplicativa, junto a otras propiedades vitales como el metabolismo y la morfogénesis, habría emergido en un momento dado como un efecto derivado de la sola complejidad. Posteriormente, en virtud de un proceso puramente mecánico de variación y de selección, los sistemas vivientes habrían adquirido una complejidad creciente que se acompañó del surgimiento de nuevas propiedades emergentes; por ejemplo, el conocimiento. Este conocimiento sería una especie de correlato autoconsciente de otro fenómeno también reductible a lo mecánico, que es el procesamiento de información, el cual ya se vendría haciendo desde el comienzo de los tiempos, en el conocido material genético.
Ahora bien, ya sea que se conciba este yo psicológico como una res cogitans (“realidad pensante”) escindida de la materia, al modo cartesiano, como lo hace Eccles23, o como un puro epifenómeno de esta, como lo piensan Maturana24 o Changeaux25, el hecho es que para ambas visiones, el cuerpo humano es concebido ya sea como un mero instrumento del yo, en el caso de los dualistas, ya sea como una máquina hipercompleja, para los materialistas. En la práctica, empero, si se piensa el yo como algo real, o como una fantasmagoría epifenomenal de la materia, el hecho es que en ambas versiones el que asume en definitiva el dominio y el control sobre el cuerpo es esta misteriosa y exigente subjetividad. Exigente porque ella ha tomado conciencia progresiva de su autonomía del cuerpo, de su poder sobre él, de sus insaciables aspiraciones y de su derecho omnímodo de satisfacerlas.
Pero junto con lo anterior, este ego ha tomado conciencia de dónde se encuentra la raíz última de sus insatisfacciones. En efecto, si bien es cierto que es a través del cuerpo que el ego aplaca su sed de autorrealización, es este mismo cuerpo el que se constituye en definitiva en el mayor obstáculo para su plena felicidad. La enfermedad, la deformidad, la fealdad física, la fatiga, el sufrimiento, la limitación, la vejez y la muerte, ocurren a causa o por culpa de las imperfecciones de nuestro cuerpo. Este producto mortal de los vaivenes del azar es imperfecto, está mal hecho o inconcluso, hay mucho por hacer todavía en él. ¿Qué hacer para corregirlo o completarlo? ¿A quién compete esa tarea?
No puede ser otro que el mismo ego que está en él contenido, el que tenga que asumir, quiéralo o no, esa responsabilidad: es su imperativo ético. Combatir la enfermedad, la polución, la fealdad, la deformidad física, la tristeza, el dolor, el sufrimiento, el malestar psicológico, la ancianidad y la muerte, con los medios técnicos cada vez más poderosos e invasivos, de los cuales dispone, aparece como la principal responsabilidad ética de nuestra cultura. Y aunque algunas de estas aplicaciones pudieran en un principio chocar a la sensibilidad rutinaria de la masa, una vez que esta se habitúa a presenciarla, cualquier medio termina apareciendo, tarde o temprano, como legítimo para controlar estos males.
La esterilización eugenésica, las técnicas de fertilización artificial, el trasplante indiscriminado de órganos, el uso incontrolado de ventiladores mecánicos, de maniobras de resucitación y otras medidas para prolongar la vida, no son sino unas pocas acciones que aparecen como comprensibles en esta lógica. Entre el plano de las aplicaciones técnicas y la curación de la enfermedad no hay ni puede haber limitación o regulación de principio a su aplicación, que pueda surgir de la naturaleza misma, que no es sino un cuerpo carente de significado.
Entre el vértigo y el hastío
Sin embargo, el hombre actual ha tomado progresiva conciencia de los colosales problemas individuales y colectivos a los cuales la lógica inmanente al desarrollo científico-técnico contemporáneo –nacido de la revolución galileo-cartesiana– lo ha conducido. En efecto, la tan ansiada felicidad a la que el desarrollo de la ciencia y la técnica nos hace apostar sin fijarse en gastos, parece alejarse cada vez más en lontananza, mientras que, por otra parte, asistimos al ascenso exponencial de los costos de manutención de esta aventura, y a la secuela de daños y sufrimiento que deja en su caminar. El hastío y la aversión hacia la ciencia y hacia la técnica empiezan callada pero eficazmente a hacerse lugar en grandes sectores de la humanidad. Podemos decir, sin exagerar, que estamos asistiendo en los tiempos actuales, tanto a la apoteosis del desarrollo científico-técnico como al comienzo de su destrucción. Por una parte, una porción de la humanidad pareciera exigir que este llamado progreso se continúe y se acelere, y presionan porque se proporcionen todos los medios y se eliminen todos los obstáculos que puedan interponerse en su camino. Por otra parte, el grupo creciente de los desencantados que temen –con o sin fundamento– su perdición, hacen oír sus voces contra quien consideran el gran culpable: el desarrollo científico técnico moderno.
Entre el vértigo irresponsable de un cada vez más ilusorio y utópico progreso, y el desencanto radical de la ciencia y de la técnica, ¿queda lugar para una posición intermedia? ¿Hay alguna posibilidad de salida de este inconfortable punto al que hemos venido a parar? Creemos que sí.
Vías posibles de solución
Pensamos que la solución al dilema que muy esquemáticamente acabamos de esbozar, no puede sino venir de un intento de recuperar y de reasumir todo lo que de sensato existía en los puntos de partida, para integrarlo con lo que de sensato se encuentra en el punto de llegada. Tanto en la cultura como en la navegación, un error pequeño al principio se hace grande al final. Debemos reexaminar el problema y ver dónde estuvo el error, junto con discriminar lo que vale la pena conservar del proceso actual. No es demasiado tarde para intentar conciliar aquello que nunca debió estar disociado.
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