Mauricio Besio Roller - Sabiduría, naturaleza y enfermedad

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En este texto, los autores buscan abordar filosóficamente la atención de salud y sus fundamentos, apoyados en su experiencia, su reflexión y su amplia trayectoria docente. El libro toca temas variados, como el objeto de la actividad médica, la eutanasia, el acto sanador y el alma humana, entre otros. Está pensado para todas aquellas personas que interactúan con enfermos desde distintas disciplinas y condiciones o bien para los interesados en la reflexión ética-filosófica de este tema, pues busca contribuir al desarrollo de una sabidurí­a en la atención de salud.

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Percibimos que una inadecuada comprensión de la naturaleza humana y de la vocación de la técnica ha provocado entre ellas un enfrentamiento en lugar de la concordia a la cual están llamadas.

La naturaleza y la técnica en el pensamiento clásico

Hemos visto anteriormente que es gracias al descubrimiento reflexivo de la existencia de una naturaleza de las cosas que los griegos tomaron conciencia de la posibilidad de un conocimiento racional y científico; gracias a ello se elevaron muy por sobre todos los otros pueblos de su época. Es porque el ser humano posee una physis, que es posible y razonable aspirar a un conocimiento firme acerca de ella, a una physiologia y a una episteme physike o “ciencia de la naturaleza”; y es porque la enfermedad también posee una physis, aunque de una forma derivada, que es posible abordar la actividad médica de una manera que no sea una pura empiria o “habilidad rutinaria”. La medicina hipocrática –fuente y raíz de la actividad médica fundada en ciencia hasta nuestros días—, nace en concomitancia histórica y en dependencia epistemológica del descubrimiento reflexivo y temático de la idea de naturaleza18. En los griegos, la idea y la posibilidad de un saber científico surgen a partir del reconocimiento de la existencia en las cosas, de una naturaleza inteligible que, a la vez nos ilumina, y —al decir de Heráclito—, ama también ocultarse.

Hoy por hoy resulta fácil desacreditar a la ciencia griega por los errores contenidos en sus constataciones. Sin embargo, la grandeza de estos hombres no estuvo tanto en lo concebido materialmente por las posibilidades de su ciencia, sino en que por primera vez, concibieron la posibilidad de la ciencia.

Naturaleza y medicina

Un segundo aspecto de la realidad de la naturaleza, que los médicos hipocráticos descubrieron, y que tiene importancia para nuestro tema, es el de la aprehensión de la naturaleza como armonía.

De modo análogo a como los filósofos presocráticos consideraron al universo como un orden bello (kósmos), los hipocráticos —siguiendo a Demócrito— concibieron al ser vivo en general, y al hombre en particular, como un mikrós kósmos, un pequeño orden bello. La naturaleza, según ellos, no sólo o no siempre se manifiesta como orden bello, sino que además lo produce o lo busca. De allí la importancia de estudiar la naturaleza, para poder quitar los obstáculos que impidan su manifestación.

De acuerdo con lo anterior, en la medicina clásica el médico no es el que sana: es la naturaleza la que sana, siendo el médico y el enfermo sus ministros. De hecho ni el significado original del verbo thérapein de donde deriva nuestra palabra “terapia” o “terapéutica”–, ni el de la palabra latina cura –raíz de nuestro vocablo “curar”– significan “sanar”. El significado primario de thérapein es el de “velar con devoción por algo de mucho valor”, mientras que el de cura es “cuidado”, “diligencia”, “aplicación”, “empeño”.

Ahora bien, el descubrimiento de la physiologia por los filósofos presocráticos, y la toma de conciencia de que la enfermedad podía también tener una physis, condujo al desarrollo de una actividad médica fundada en episteme, la cual podía aspirar a ser algo más que una empiria. Surgió de este modo un nuevo linaje de médicos poseedores de un saber práctico (tékhne) fundado en ciencia.

El rol de la técnica o del arte médico –en cuanto auxiliar de la naturaleza en su función sanadora– era el de suprimir los obstáculos o el de producir las mismas modificaciones que, de haber podido, la naturaleza por su propia cuenta habría producido para restituir su integridad. De ahí el aforismo clásico: “El arte imita a la naturaleza”.

El orden del arte o de lo artificial, en una concepción de este tipo, no es en ningún caso opuesto a la naturaleza; por el contrario, él es para ella su servidor y ministro, y ella es para él su modelo. Lo que verdaderamente se opone a lo natural no es lo artificial, sino lo violento, aquello que obstaculiza o entorpece la acción de la naturaleza.

Por su parte, el arte no lucha contra la naturaleza, sino en antagonismo a lo que se opone a ella y que él puede aspirar a controlar; en particular, lo que los antiguos llamaban la “circunstancia azarosa”. Es justamente el azar, encuentro fortuito de líneas causales independientes19, lo que en realidad violenta a la naturaleza, y es el arte el encargado de contrarrestar sus efectos. En realidad, más que efectos, las consecuencias del azar son defectos. El azar no es una causa, el azar impide la manifestación normal de las causas, por ello se le considera una pseudocausa y a los defectos que de él se siguen se les podría llamar pseudoefectos.

En lo anteriormente dicho se intuyen algunos supuestos y de ello también se desprenden varias consecuencias que los médicos hipocráticos no dejaron respectivamente de explicitar y de extraer. En primer lugar, una actitud como la descrita supone la convicción intelectual de que en la naturaleza particular de las cosas se encuentra contenida, de un modo misterioso pero real, una particular sabiduría. Un logos, como lo expresa su primer portavoz, el gran Heráclito20. La naturaleza para los hipocráticos no solo es racional, en el sentido de inteligible, sino que asimismo lo que de ella procede es razonable, justo y bueno. A este impulso de la physis únicamente se contraponen el azar y la violencia. Esta convicción intelectual deriva de una fina observación de la realidad del hombre sano y enfermo, junto a las posibilidades reales del médico de interferir en los procesos que ante él se despliegan. Una observación reflexivamente depurada y criticada a la luz de la naciente filosofía.

De lo anterior deriva una conclusión racional y una actitud práctica que son quizá el decantado más señero de la sabiduría médica hipocrática. Al interior de la multitud de procesos que se ocasionan en el hombre enfermo, le corresponde intentar controlar aquellos que provienen de la interposición de una causalidad voluntaria violenta o de una conjunción causal azarosa. Por el contrario, deberá ser muy cauto a la hora de interferir en aquellos procesos que derivan espontáneamente de la naturaleza misma, como efectos propios o como efectos de su defensa frente a la enfermedad. Una de las tareas más importantes para el médico será entonces la de aprender a discernir los unos de los otros, y de saber cuándo intervenir y cuándo no.

De este modo, en aquellas ocasiones donde los procesos violentos o azarosos puedan ser controlados, el profesional médico debe actuar, y debe hacerlo con prontitud y energía. No obstante, cuando la situación del individuo responde a un proceso espontáneo surgido de la naturaleza en su transcurrir normal, o cuando se trata de una enfermedad cuya historia natural es inexorable, la actitud verdaderamente razonable es la de abstenerse de toda acción, ya que interviniendo lo único que conseguirá es agregar sufrimiento y daño al ya existente.

Pero, ¿no es acaso la enfermedad violenta y anómala para el organismo, y en consecuencia debemos atacarla? Ciertamente. Sin embargo, el médico prudente y sabio solo actúa cuando tiene una evidencia razonable de que puede alterar el curso “natural” de la enfermedad, curso que él conoce bien por haberlo estudiado en un sinnúmero de casos. Este “curso natural” de la enfermedad que según lo dicho debiésemos llamar por defecto o privación del verdadero curso natural de los procesos del organismo en la mantención de su salud. Al médico griego, entonces, no solo se le enseñaba ”cómo actuar”, sino también cómo y cuándo “no actuar”. Esto, como veremos más adelante, no depende únicamente de una diferencia de estilo pedagógico, sino de algo mucho más profundo y que es, en definitiva, la manera de concebir al hombre y a su enfermedad.

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