Alessandro Manzoni - Los novios

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Esta obra maestra de la literatura italiana relata una historia de opresores y oprimidos, donde dos campesinos ven amenazado su amor. En la ciudad de Milán del siglo XVII y bajo la sombra de la peste cercenando vidas, la trama brota del hallazgo de un viejo manuscrito y logra enlazar de forma magistral ficción y realidad. Para enmarcar las muchas desventuras de la pareja protagonista, Manzoni crea un extenso mundo social, surcado por estigmas e injusticias, donde todos los personajes quedan magistralmente caracterizados y despiertan en el lector piedad y amor, risa, desprecio o admiración. El autor los retrata mientras muestra su afecto por el pueblo anónimo, y elige para ello a los humildes como héroes de su novela. El resultado marca en Italia el inicio de la novela moderna de corte realista.

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En semejante apuro no sabía qué hacerse. De volver atrás ya no era tiempo; echar a correr era lo mismo que decir seguidme, o quizá peor; viendo, pues, que no podía evitar el peligro, se determinó a arrostrarle, porque aquellos momentos de incertidumbre eran para él tan penosos, que ya sólo pensaba en abreviarlos; de consiguiente, aceleró el paso, rezó un versículo con voz más alta, compuso el semblante lo mejor que pudo, manifestando serenidad y sosiego, se esforzó por preparar una sonrisa, y cuando se halló enfrente de los dos perillanes, dijo para sí: «ahora es ello», y se quedó parado.

—Señor cura —dijo uno de los bravos, mirándole de hito en hito.

—¿Qué se le ofrece a usted, amigo? —contestó inmediatamente don Abundo levantando los ojos del breviario que tenía abierto en las dos manos.

—¿Está usted en ánimo —prosiguió el otro con tono amenazador- de casar mañana a Lorenzo Tramallino con Lucía Mondella?

—Ciertamente —respondió con voz trémula don Abundo—, es decir, que como no hay dificultad ni impedimento... Ustedes son personas que conocen el mundo, y saben cómo van estas cosas. El pobre cura nada tiene que ver en eso; hacen entre ellos sus enjuagues, y luego vienen a nosotros como... en fin...

—En fin —interrumpió el bravo con voz moderada, pero con el tono de quien manda-, tened entendido que este casamiento no se ha de hacer ni mañana, ni nunca.

—Pero, señores —replicó don Abundo con la voz pacata de un hombre que quiere persuadir a un impaciente-, pero, señores, pónganse ustedes en mi lugar. Si la cosa estuviese en mi mano... Ya ven ustedes que yo no tengo en ello interés alguno.

—¡Ea! —interrumpió otra vez el bravo-, si la cosa se hubiese de decidir con argumentos, convengo en que no saldríamos bien librados; pero nosotros no entendemos de razones, ni nos gusta malgastar saliva. Ya estáis prevenido... y al buen entendedor...

—Ustedes son demasiado racionales para...

—Como quiera que sea —interrumpió el bravo que hasta entonces no había hablado-, el casamiento no ha de hacerse... (aquí echó un tremendo voto), y el que lo hiciere no tendrá que arrepentirse, porque le faltará tiempo, y... (aquí otro voto).

—¡Vaya, vaya! —repuso el primer bravo-, el señor cura conoce el mundo, y nosotros somos hombres de bien, que no queremos hacerle daño siempre que tenga prudencia. Señor cura, reciba usted expresiones del señor don Rodrigo.

Este nombre hizo en el ánimo de don Abundo el mismo efecto que en noche de tormenta un relámpago, que iluminando rápida y confusamente los objetos, aumenta el espanto. Bajó como por instinto la cabeza, y dijo:

—Si ustedes supiesen indicarme un medio...

—¡Indicar medios a un hombre que sabe latín! —interrumpió el bravo con una sonrisa entre burlona y feroz—. Eso le toca a usted. Sobre todo, chitón; y nadie tenga noticia de este aviso que le damos por su bien. De lo contrario... ¿Está usted? Hacer semejante casamiento sería lo mismo que... En fin ¿qué quiere usted que digamos al señor don Rodrigo?

—Que soy muy servidor suyo.

—No basta, señor cura. Es preciso que usted se explique.

—Siempre, siempre dispuesto a obedecer sus mandatos...

Pronunciando don Abundo estas palabras, él mismo no sabía si hacía un mero cumplimiento, o una promesa. Tomáronla los bravos, o aparentaron tomarla, en este último sentido y se despidieron, dándole las buenas tardes. Don Abundo, que poco antes hubiera dado un ojo de la cara por no verlos, deseaba ahora prolongar la plática, y así, cerrando el breviario con ambas manos, empezó diciendo: «Señores...», pero los bravos sin darle oídos tomaron el camino por donde él mismo había venido, y se ausentaron, cantando cierta cancioncilla que no quiero copiar. Quedó el pobre don Abundo un momento con la boca abierta, como quien ve visiones; tomó luego la senda que conducía a su casa, echando con trabajo un pie delante del otro, porque los dos se le figuraban de plomo, y tan consternado como podrá inferir más fácilmente el lector, después de que tenga datos más puntuales acerca de su carácter, y de la condición de los tiempos en que le había tocado vivir.

Don Abundo no había nacido con un corazón de león (como lo habrá advertido ya el lector), y desde sus primeros años hubo de convencerse que en tales tiempos no había condición más miserable que la del animal que, naciendo sin uñas ni garras, no siente en sí la menor inclinación a dejarse devorar por otro. Entonces la fuerza legal no era bastante para proteger al hombre sosegado y pacífico que no tuviera otros medios de meter miedo a los demás; no porque faltasen leyes y penas contra las violencias privadas; antes por el contrario, las leyes llovían sin consuelo; los delitos estaban enumerados, y especificados con fastidiosa prolijidad; las penas, sobre ser brutalmente severas, eran agravadas en cada ocurrencia por el mismo legislador y sus mil ejecutores, y la forma de enjuiciar propendía a que el juez no encontrase impedimento en condenar a su antojo, como lo atestiguan los bandos contra los bravos, de que acabamos de dar noticia. Por la misma razón dichos bandos publicados y repetidos de gobierno en gobierno, sólo servían para manifestar con énfasis la impotencia de sus autores; y si producían algún efecto inmediato, era únicamente el de añadir muchas vejaciones a las que los hombres débiles y pacíficos sufrían de parte de los perturbadores, y de aumentar las violencias y las astucias de estos últimos. La impunidad estaba organizada y tenía raíces, a que no alcanzaban, o no podían arrancar los bandos.

Tales eran los asilos y privilegios de algunas clases de la sociedad, unos reconocidos por la misma fuerza legal, otros tolerados con culpable silencio, y otros disputados con vanas protestas, pero sostenidos de hecho, y conservados por las mismas clases, y casi por cada individuo, con todo el empeño que inspira el interés, o la vanidad de familia. Esta impunidad, pues que amenazaban e insultaban los bandos sin destruirla, debía naturalmente, a cada amenaza y a cada insulto, emplear nuevos medios y nuevas tramas para sostenerse.

En efecto así sucedía, pues en cuanto se publicaba un edicto contra los opresores, buscaban éstos en su fuerza material los arbitrios más oportunos para continuar haciendo lo que prohibían los bandos. Éstos, a la verdad, podían molestar y oprimir a cada paso al hombre incauto que no tuviera fuerza propia ni protección, porque con el fin de extender sus disposiciones a todo hombre para precaver o castigar todo delito, sometían cada movimiento de la voluntad privada a la voluntad arbitraria de mil magistrados y ejecutores. Pero el que antes de cometer el delito había tomado sus medidas para acogerse a tiempo a un convento, o a un palacio en donde nunca hubiesen puesto el pie los esbirros; el que sin otra precaución llevaba una librea, que empeñase la vanidad o el interés de una familia poderosa o de una corporación a defenderle, podía reírse de toda la bulla de los bandos y de los edictos.

De los mismos que estaban encargados de su ejecución, algunos pertenecían por su nacimiento a las clases privilegiadas, otros dependían de ellas por clientela; unos y otros habían abrazado sus máximas por educación, por interés, por hábito, o por imitación, y se hubieran guardado de faltar a ellas en obsequio de un pedazo de papel pegado a una esquina.

Por otra parte, aunque los hombres encargados de su inmediata ejecución hubiesen sido tan resueltos como héroes, tan obedientes como monjes, y tan resignados como mártires, jamás hubieran llegado a conseguir el intento, tanto por ser inferiores en número a aquellos con quienes debían entrar en pugna, cuanto por la frecuente probabilidad de que los abandonasen, y quizá los sacrificasen los mismos que en abstracto, o digámoslo así, en teoría, les mandaban obrar. Además, estos encargados eran, por lo regular, hombres malos, canalla sacada de la hez del pueblo; su mismo encargo se tenía por vil, y su nombre como una afrenta. De aquí es fácil inferir que tales gentes, lejos de aventurar su vida en una empresa casi imposible, venderían su inacción y aun su connivencia a los poderosos, y se limitarían a ejercer sus detestables facultades y la fuerza que tenían en aquellas ocasiones en que no hubiese riesgo en oprimir, esto es, en vejar a los habitantes pacíficos e indefensos.

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