Alessandro Manzoni - Los novios

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Esta obra maestra de la literatura italiana relata una historia de opresores y oprimidos, donde dos campesinos ven amenazado su amor. En la ciudad de Milán del siglo XVII y bajo la sombra de la peste cercenando vidas, la trama brota del hallazgo de un viejo manuscrito y logra enlazar de forma magistral ficción y realidad. Para enmarcar las muchas desventuras de la pareja protagonista, Manzoni crea un extenso mundo social, surcado por estigmas e injusticias, donde todos los personajes quedan magistralmente caracterizados y despiertan en el lector piedad y amor, risa, desprecio o admiración. El autor los retrata mientras muestra su afecto por el pueblo anónimo, y elige para ello a los humildes como héroes de su novela. El resultado marca en Italia el inicio de la novela moderna de corte realista.

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Declamaciones ampulosas, empedradas con solecismos vulgares, y por todas partes rebosando la pretensión y la torpeza que es el carácter distintivo de los escritores del siglo, en nuestro país. No son éstas, a la verdad, cosas que puedan ofrecerse al público de hoy día, asaz experto y hastiado, con razón, de semejantes extravagancias.

Fortuna mía es que me haya ocurrido esta idea, antes de emprender de lleno mi trabajo. Me lavo, pues, las manos.

Decidido ya casi a cerrar el manuscrito, para no ocuparme más de él, me dolía no obstante que tan peregrina historia quedase para siempre ignorada, pues aun cuando al lector podía parecerle otra cosa, a mí me parecía interesantísima.

¿Por qué, pues, no decidirme a conservar la serie de hechos, que el manuscrito contiene, y escribir la historia de nuevo? Y como no se me ocurrió ningún porqué que oponer a éste, adopté resueltamente el partido de escribirla.

He aquí el origen del presente libro.

Algunos de los hechos, sin embargo, ciertas costumbres descritas por el autor, me parecieron tan sorprendentes, tan extrañas por no decir otra cosa, que antes de darles crédito quise cerciorarme invocando nuevos testimonios. Me tomé, pues, el trabajo de hojear las memorias de aquellos tiempos, para cerciorarme de que efectivamente caminaba así por entonces el mundo.

La investigación disipó por completo todas mis dudas, pues me encontré con cosas no sólo seme jantes , sino mucho peores aún, y lo que más me convenció fue el hallarme retratados, con fidelidad fotográfica, personajes de que no había tenido jamás noticia más que por el citado manuscrito, origen de haber yo dudado que hubieran podido existir. Cuando sea necesario, citaré algunos testimonios, para conquistarme la fe de mis lectores, acerca de cosas que, por lo peregrinas, pudieran caer en la tentación de resistirse a creer verídicas.

Pero volviendo al estilo y desechando como inaceptable el del autor del manuscrito, ¿cuál debía ser el estilo adecuado? Ésta era la dificultad.

Todo el que, sin pedírselo nadie, se mete a corregir el estilo de otro, contrae la responsabilidad de dar estrecha cuenta de aquel con que le sustituye. Éste es un principio de hecho y de derecho, a que en manera alguna pretendo sustraerme. Es más, para probar que me sometía gustoso a esta responsabilidad, me propuse explicar minuciosamente la razón de haber empleado el lenguaje que he empleado. Con este propósito, al hacer mi trabajo, he procurado adivinar las censuras, probables y posibles, que se me podrían dirigir, con el intento de refutarlas anticipadamente.

No es pues de ahí de donde hubiera podido surgir la dificultad; puesto que (en honor de la verdad sea dicho) no se me ocurría objeción a que no me fuese fácil oponer victoriosa réplica, sino resolviendo la cuestión, haciéndola por lo menos cambiar de aspecto. A veces, poniendo frente a frente dos objeciones, éstas recíprocamente se combatían, y profundizando algo más y analizándolas y comparándolas, sosegadamente, se venía en conocimiento de que, aun cuando aparentemente eran opuestas, en el fondo eran del mismo género, y provenían ambas de no haberse tenido en cuenta los hechos y los principios sobre los que se había fundado el razonamiento, y después de haberlas unido con gran sorpresa suya de verse juntas, las enviaba ambas a pasearse.

No es posible que autor nacido haya tratado de probar, como yo pensaba hacerlo, apoyado en argumentos irrefutables, que ha hecho bien; pero cuando llegó el momento de hacer el resumen de todas las objeciones, con la refutación de cada una de ellas, para recopilarlas ordenadamente, ¡misericordia divina!, ¡había hacinado materiales para escribir un libro!

En vista de lo cual, renuncié a mi propósito por dos razones, que estoy seguro de que mis lectores encontrarán tan concluyentes como yo: primera, que consagrar todo un libro a justificar la bondad o menos aún el estilo de otro podría parecer ridículo; segunda, que en materia de libros con uno basta, a menos que no sea de utilidad universalmente reconocida.

[1]Se daba este nombre a los escritores del siglo XVI o primera mitad del XVII.

CAPÍTULO I

Aquel ramal del lago de Como que, torciendo hacia el sur entre dos cordilleras de montes, forma varios golfos y ensenadas, según ellas se apartan o se acercan, toma casi de repente curso y figura de río, estrechándose entre un promontorio al lado derecho y una espaciosa ribera al izquierdo. El puente, que en este sitio abraza las dos orillas, presenta más patente a la vista semejante transformación, pareciendo que designa el punto en que termina el lago y empieza el Ada, río que vuelve a tomar después el nombre de lago cuando, alejándose de nuevo sus orillas, se espacian por segunda vez sus aguas, resultando otras ensenadas y otros golfos. La ribera, obra del tiempo y de tres caudalosos torrentes, viene declinando desde la falda de dos montañas contiguas, llamada la una el Centro de San Martín, y la otra el Recegón, voz lombarda que significa hoz o sierra, y nace de la semejanza que le dan con estos instrumentos los muchos picos en fila que terminan su cumbre; así, el que la vea por su frente como desde las murallas de Milán que caen al Septentrión, no podrá menos de distinguirla al instante, por las señas indicadas, de los demás montes de menos nombradía y más común configuración que componen aquella prolongada cordillera. Desde la orilla del río va subiendo la ribera con suave y regular declive, que interrumpen después algunas colinas y valles de poca extensión, formando alturas y sinuosidades según la estructura de los montes y el continuo lamer de las aguas. Los puntos más altos de aquel terreno, socavados por los cauces de los torrentes, están por lo común cubiertos de piedras y cascajo, pero el resto son campos y viñedos, aldeas y granjas, con algunos bosquecillos que suben por la falda de los montes. No lejos del puente y tan cerca del lago, que en las grandes avenidas llega a circundada, está situada Lecco, la principal de aquellas poblaciones, tan aumentada en nuestros días que casi presume de ciudad.

En el tiempo que sucedieron las cosas que vamos a referir no era ciertamente de tanta consideración, pero ya se reputaba por un pueblo regular, y tenía su castillo, guarnecido por un comandante y soldados españoles, que cuidaban de inspirar modestia a las muchachas del país, de sacudir el polvo de tiempo en tiempo a sus padres y maridos, y de esparcirse por las viñas en el otoño para aliviar en parte a los aldeanos del trabajo de la vendimia. Todo el terreno, desde el lago a los montes, de un collado a otro, de casería a casería, estaba y está cruzado de caminos y sendas, unas llanas y otras pendientes, quedando algunas tan hondas entre los vallados de las heredades, que apenas descubre el caminante otra cosa que el picacho de algún monte o el pedazo de cielo que está sobre su cabeza. A veces permite la altura del terreno que la vista descubra perspectivas más o menos extensas, pero siempre variadas y ricas, según campean o se esconden los diferentes puntos y objetos de aquellos amenos contornos. Ya brilla y deslumbra por una parte la tersa superficie del lago, que oculta después un grupo de árboles o de casas. Ya vuelve a aparecer más extenso entre los montes que le circundan, y se pintan inversamente en sus ondas. A este lado se descubre el río, más allá el lago, y el río otra vez, que serpeando y luciendo como plata al pie de la cordillera que le acompaña, se pierde por fin y desaparece con ella en el horizonte.

Por uno de los caminos arriba descritos volvía de paseo hacia su casa, al caer la tarde del 7 de noviembre de 1628, don Abundo, cura de una de aquellas aldeas, cuyo nombre no se expresa en el manuscrito que nos sirve de guía. Iba rezando en su breviario pacíficamente, cerrándolo a veces entre salmo y salmo, y cruzando las manos a la espalda con un dedo puesto por vía de señal entre las hojas. Ya caminaba con los ojos bajos, echando con el pie hacia las cercas los guijarros del camino, ya levantaba la vista fijándola en la cima de algún monte, en que los rayos del sol en su ocaso, penetrando por las quebradas de otro situado enfrente, formaban largas y brillantes fajas de púrpura.

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