Abierto otra vez el breviario, y rezando de nuevo, llegó adonde torcía el camino, y en este paraje levantó los ojos mirando adelante como solía hacerlo los demás días. La senda después de torcer seguía derecha como unos sesenta pasos, dividiéndose luego en dos, de las cuales la derecha subía hacia la montaña, y era la que conducía a la parroquia, y la izquierda bajaba al valle hasta llegar a un torrente, siendo por esta parte más baja la pared. Las cercas interiores de las dos sendas, en vez de formar ángulo al reunirse, remataban en una pequeña ermita en que estaban pintadas varias figuras largas, undosas, y acabadas en punta, las cuales, según la intención del pintor, y a los ojos de los habitantes, debían significar llamas, alternando entre ellas ciertos mamarrachos como personas de medio cuerpo arriba, que significaban ánimas del purgatorio, y unas y otras de color de ladrillo sobre un fondo blanquizco, con algunos desmochados de trecho en trecho.
Al volver don Abundo de la esquina, y dirigiendo la vista hacia la ermita, según tenía de costumbre, vio lo que no esperaba ni hubiera querido ver. Casi en la confluencia de las dos sendas se hallaban dos hombres, uno enfrente de otro: el uno de ellos sentado en la pared más baja con una pierna colgando por la parte de adentro, y el compañero en pie, apoyado en la tapia de enfrente y con los brazos cruzados. Por el traje, el aire, y lo que podía divisarse desde el punto a que había llegado el cura, era fácil inferir su condición. Los dos llevaban en la cabeza una redecilla verde, que con gran borla caía sobre el hombro izquierdo, saliendo de ella en la frente un gran mechón de pelo a manera de tufo; dos grandes bigotes ensortijados por la punta, y la chaquetilla ajustada al cuerpo, con un cinturón de cuero muy reluciente, de donde colgaban un par de pistolas. Pendiente del cuello, y caído sobre el pecho en forma de dije, traían un cuernecito con pólvora. A la derecha salía de un bolsillo lateral de los anchos calzones el mango de un gran puñal, y colgaba a la izquierda una disforme espada con el puño de metal muy labrado y terso. Manifestaba semejante atavío que aquellos dos hombres eran de los que en aquel tiempo se llamaban bravos o valentones.
Esta clase de individuos, que en el día ya no existe, era muy antigua y entonces muy floreciente en la Lombardía. Para dar una idea a los que no la tengan de su carácter principal, de los esfuerzos que se hicieron para extinguirla y de su larga y tenaz resistencia, presentaremos los trozos auténticos siguientes:
Desde el 8 de abril de 1583, don Carlos de Aragón, príncipe de Castelvetrano, duque de Terranova, marqués de Ávila, conde de Burgueto, gran almirante y gran condestable de Sicilia, gobernador de Milán y capitán general en Italia por S. M. C., «informado de los trabajos en que vivió y vivía la ciudad de Milán por causa de los bravos o vagamundos, publicó un bando contra ellos, declarando estar comprendidos en él dichos bravos o vagamundos, los cuales siendo forasteros o del país no tienen oficio alguno, o teniéndolo no lo ejercen, sino que sin salario o con él, se ponen a la merced de algún caballero o hidalgo, oficial, o comerciante, para guardarle las espaldas, o más bien, como es de presumir, para armar asechanzas a otros». En el expresado bando se mandaba «que en el término de seis días saliesen del país, bajo la pena de galeras a los que no lo verificasen»; y se concedía a los dependientes de justicia las facultades más amplias y extraordinarias para la ejecución de la orden. El año siguiente, en 12 de abril, sabedor el mismo capitán general de que la «ciudad estaba todavía llena de dichos bravos, los cuales vivían como antes, sin haber mudado de conducta, ni haber disminuido su número», publicó otro bando más enérgico y riguroso, en el cual, entre otras cosas, mandaba «que cualquier individuo de la ciudad o forastero a quien se le justificase con dos testigos ser considerado, o generalmente reputado, por bravo, o tener este nombre aunque no constase haber cometido delito alguno, por la sola opinión de bravo, y sin más indicios, pudiese por los jueces y por cualquiera de ellos ser puesto al castigo de la cuerda y al tormento por información sumaria... Y aunque no confesase delito alguno, pudiese, sin embargo, ser condenado a tres años de galeras por sola la opinión y nombre de bravo». Y concluía diciendo: «Todo esto, y lo demás que se omite, porque S. E. está resuelto a que todos le obedezcan.»
Al oír palabras tan terminantes, y disposiciones de tanto rigor, nadie habrá que no piense que todos los bravos desaparecerían para siempre; pero el testimonio de un personaje de no menos autoridad ni menos títulos nos obliga a creer lo contrario. Este es el Excmo. señor don Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, mayordomo mayor de S. M. C., duque de Feria, conde de Haro, señor de la casa de Velasco, y de la de los siete infantes de Lara, gobernador del estado de Milán, etc. «En 5 de junio de 1593, también informado plenamente de los perjuicios y ruinas que causaban los bravos y vagamundos, y de los pésimos efectos que por esta clase de gente resultaba al bien público en menosprecio de la justicia, mandó de nuevo que saliesen del país en término de seis días, repitiendo las mismas penas y castigos de su antecesor. Luego el 23 de mayo de 1598, informado con no poco sentimiento suyo de que se aumentaba cada día más en aquella ciudad y estado el número de bravos y vagamundos, y que día y noche sólo se oían heridas alevosamente dadas, homicidios y robos, y otros delitos semejantes que cometían con tanta más facilidad cuanto confiaban en el favor de sus principales y fautores, prescribía de nuevo las mismas medidas y remedios», aumentando la dosis como en las enfermedades rebeldes, y concluía el bando en estos términos: «Cuiden, pues, de no contravenir de modo alguno al presente bando, pues en vez de encontrar clemencia en S. E., experimentarán su rigor y su cólera, por haber resuelto que éste sea el aviso último y perentorio.»
Poco o ningún efecto produjeron semejantes medidas, pues vemos renovadas las mismas disposiciones por el gobernador de Milán, conde de Fuentes, en 5 de diciembre de 1600, por el marqués de Hinojosa en 22 de septiembre de 1612, por el duque de Frías en 24 de diciembre de 1618, por don Gonzalo Fernández de Córdoba en 5 de octubre de 1627 y otros posteriores al tiempo en que ocurrió lo que vamos refiriendo.
Que los dos bravos arriba descritos estuviesen allí aguardando a alguno, era cosa de que no se podía dudar; lo que no agradó a don Abundo fue el inferir, por ciertos movimientos, que él era la persona que esperaban. En efecto, así que le vieron se miraron uno a otro, levantando la cabeza con cierto ademán como si dijesen: «allí viene». El que estaba a horcajadas en la cerca saltó al camino, y separándose de la pared el compañero, se dirigieron ambos hacia nuestro cura, el cual, con el breviario abierto como si leyera, alzaba la vista con disimulo por encima del libro para ver lo que hacían. Convencido de que se dirigían a él, le pasaron por la cabeza varios pensamientos. El primero de todos fue el de discurrir rápidamente si entre él y los bravos había alguna senda a derecha o a izquierda; pero no la había. Hizo después un rápido examen para averiguar si había hecho ofensa a algún poderoso vengativo; bien que le tranquilizó en parte el testimonio de la conciencia. Acercábanse entretanto los bravos teniendo los ojos fijos en él. Puso entonces los dedos índice y medio de la mano izquierda entre el alzacuello como para sentarlo bien, y dando vuelta con ellos alrededor del cuello, volvía la cara todo lo que podía, torciendo al mismo tiempo la boca y mirando de reojo hasta donde alcanzaba, para ver si parecía gente por aquel contorno; pero no vio a nadie. Echó una mirada también inútilmente por el lado de la cerca a los campos, y otra con más disimulo delante de sí, sin ver más alma viviente que los dos bravos.
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