Alessandro Manzoni - Los novios

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Los novios: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta obra maestra de la literatura italiana relata una historia de opresores y oprimidos, donde dos campesinos ven amenazado su amor. En la ciudad de Milán del siglo XVII y bajo la sombra de la peste cercenando vidas, la trama brota del hallazgo de un viejo manuscrito y logra enlazar de forma magistral ficción y realidad. Para enmarcar las muchas desventuras de la pareja protagonista, Manzoni crea un extenso mundo social, surcado por estigmas e injusticias, donde todos los personajes quedan magistralmente caracterizados y despiertan en el lector piedad y amor, risa, desprecio o admiración. El autor los retrata mientras muestra su afecto por el pueblo anónimo, y elige para ello a los humildes como héroes de su novela. El resultado marca en Italia el inicio de la novela moderna de corte realista.

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—Antes que os marchéis —

Diciendo esto, se arrodilló en medio de la iglesia, y todos hicieron lo mismo. Después de haber rezado algunos instantes en silencio, pronunció el padre en voz sumisa, pero clara, una plegaria en que todos le acompañaron, implorando la divina misericordia en favor del que era la causa principal de aquel trastorno, y pidiendo a Dios que le tocase el corazón para que se convirtiera.

Levantándose después aprisa, dijo:

—Vaya, hijos; no hay que perder tiempo: Dios os guíe, y el ángel de la guarda os acompañe; adiós.

Y mientras ellas se iban con aquella conmoción que no pueden expresar las palabras, y que se manifiesta sin ellas, añadió el padre con voz de enternecimiento:

—Me da el corazón que presto hemos de volvernos a ver.

Y sin aguardar respuesta, se retiró apresuradamente. Salieron los viajeros, y fray Facio cerró la puerta, despidiéndolos también él con voz algo alterada.

Dirigiéronse, pues, los tres a la orilla indicada, vieron el bote, y dada la señal, se embarcaron en él. Cogiendo el barquero dos remos, y bogando luego a dos brazos, se largó hacia el lado opuesto.

No corría viento alguno, estaba el lago como una balsa de aceite, y hubiera parecido inmóvil, a no ser por el ligero y trémulo ondear de la luna, que desde lo alto del cielo reflejaba en él como en un espejo; oíase sólo el suave y lento murmullo de las olas que lamían el guijo de la orilla; más lejos el ruido del agua que se estrellaba en los pilares del puente, y los golpes compasados de los remos que cortaban el agua, salían de ella goteando y volvían a sumergirse. Las ondas que cortaba el bote, reuniéndose detrás de la popa, dejaban señalada una raya que se iba separando de la orilla. Silenciosos los pasajeros, con la cara vuelta al punto que abandonaban, miraban las montañas y el país iluminados por el resplandor de la luna y variados de trecho en trecho por medio de grandes sombras.

Divisábanse las aldeas, las casas y hasta las cabañas. Descollando el palacio de don Rodrigo con su torre chata sobre el miserable caserío amontonado en la falda del cerro, despertaba la idea de un hombre feroz que de pie en las tinieblas, al lado de unos compañeros dormidos, velaba meditando un delito. Viole Lucía y estremecióse. Atravesó con la vista toda la pendiente hasta fijarla en su aldea: buscó la extremidad de ella, descubrió su casita, distinguió la espesa copa de la higuera que sobresalía de la cerca del corralito, vio la ventana de su aposento, y sentada como estaba en el bote, apoyó el codo en el borde, bajó la frente sobre él como para dormirse, y lloró secretamente.

¡Adiós, montañas que salís de las aguas, y vosotras, elevadas al cielo, cumbres desiguales, que conoce el que creció a vuestra vista, y que impresas estáis en su mente como los objetos más familiares! ¡Adiós, torrentes cuyo curso estrepitoso le es tan conocido como el tono de voz de las personas de su familia! ¡Aldeas que blanqueáis esparcidas por esas pendientes como rebaños de ovejas, adiós! ¡Cuán triste es el trance del que criado entre vosotros tiene que abandonaros! En la imaginación del mismo que voluntariamente se aleja, halagado con la esperanza de próspera fortuna, pierden su atractivo en aquel instante los sueños de grandes riquezas; se admira de haber podido determinarse a partir, y al punto regresaría si no esperara volver presto poderoso. Cuando recorre los llanos, retrae la vista cansada al aspecto de aquella monótona extensión, y le parece pesada y sin movimiento la atmósfera. Se introduce con tristeza en las ciudades tumultuosas, y las casas pegadas a otras casas, y las calles que desembocan en otras calles, fatigan su respiración, y delante de los magníficos edificios que admira el extranjero, piensa con inquieto deseo en el campo de su país, y en la casita a que de largo tiempo atrás tiene echado el ojo para comprarla cuando vuelva rico a sus hogares.

¿Y qué será de aquel que ni con el deseo momentáneo pasó más allá de aquellas mismas montañas? ¿Y de aquel que a solas ellas redujo todos los proyectos de su futura suerte y a quien aleja una fuerza opresora? ¿Qué será de aquel que separado de sus más dulces, más queridos hábitos, y frustrado en sus esperanzas, deja aquellas montañas para ir en busca de extranjeros que nunca deseó conocer, no pudiendo, ni en conjetura, figurarse el momento de su vuelta? ¡Adiós, casa nativa, en donde con ocultas ansias aprendió el oído a distinguir de las pisadas comunes el ruido de unos pasos deseados con temor misterioso! ¡Adiós, casa todavía extraña, casa mirada tantas veces de paso y no sin rubor, en la que se complace la imaginación, suponiéndola la morada tranquila y perpetua de una futura esposa! ¡Adiós, iglesia en donde tantas veces entró el ánimo tranquilo a cantar las alabanzas del Señor, y en donde el suspiro secreto del corazón debía ser bendecido, y debía imponerse como obligación el amor después de santificado, adiós!

De esta clase, si no precisamente los mismos, debían ser los pensamientos de Lucía, y poco diferentes los de los dos peregrinos, mientras el bote se iba acercando a la orilla derecha del Ada.

CAPÍTULO IX

El sacudimiento del bote al tocar la orilla sacó de su enajenación a Lucía, la cual, después de limpiarse de oculto las lágrimas, se levantó como si despertase; saltó en tierra Lorenzo el primero, y dio la mano a Inés, quien, después de salir, se la dio a su hija, y los tres dieron con tristeza las gracias al barquero.

—No hay de qué: todos estamos en el mundo para ayudarnos unos a otros —respondió el buen hombre, retirando la mano con desdén, como si se le hubiese propuesto un robo, cuando Lorenzo quiso entregarle una parte de los cuartejos que tenía y que llevó consigo aquella noche para hacer una demostración a don Abundo después de que, aun mal de su grado, le hubiese servido.

Ya estaba pronto el carruaje: saludó el carretero a los tres viajantes, los ayudó a subir, arreó la bestia, dio un latigazo y tomó el camino.

Aquí no describe nuestro autor este viaje nocturno, y no sólo calla el nombre del pueblo a que se dirigió la pequeña caravana, sino que manifiesta expresamente que no quiere nombrarle. Por el progreso de la historia se saca el motivo de su silencio. Las aventuras de Lucía en aquel país están enlazadas con una trama escandalosa de cierta persona perteneciente a una familia, según parece, rica y poderosa en el tiempo en que el autor escribía.

Sin embargo, para dar cuenta de la conducta reprensible de la misma persona con respecto a Lucía, he tenido que referir en compendio su vida, y en ella la familia hace el papel que verá más adelante el que siga leyendo. Ésta es la causa de la circunspección del historiador; sin embargo, como aun a los hombres más advertidos suele a veces hacerles traición la memoria, él mismo, sin echarlo de ver, nos ha puesto en camino para descubrir lo que quiso ocultar con tanto empeño. En una parte de la relación, que nosotros omitiremos como no necesaria para la integridad de la historia, se le escapa decir que aquel pueblo era una villa noble y antigua, a la cual sólo faltaba el título de ciudad para serlo; añade luego inadvertidamente en otro paraje, que pasa por ella el río Lambro, y además que tiene un arcipreste. Con estos indicios no hay en toda Europa un hombre medianamente instruido que no conozca que aquel pueblo es Monza.

Poco después de salir el sol, llegaron nuestros viajeros a Monza. Paró el carretero en un mesón y como práctico del país y conocido del mesonero, hizo disponer un cuarto para los nuevos huéspedes, y los acompañó a él. Después de darle Lorenzo las gracias, trató de recompensarle; pero aquél, lo mismo que el barquero, se negó a recibir recompensa alguna. Contando con la del cielo, retiró la mano, y como huyendo, marchó a cuidar de su bestia.

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