Alessandro Manzoni - Los novios

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Esta obra maestra de la literatura italiana relata una historia de opresores y oprimidos, donde dos campesinos ven amenazado su amor. En la ciudad de Milán del siglo XVII y bajo la sombra de la peste cercenando vidas, la trama brota del hallazgo de un viejo manuscrito y logra enlazar de forma magistral ficción y realidad. Para enmarcar las muchas desventuras de la pareja protagonista, Manzoni crea un extenso mundo social, surcado por estigmas e injusticias, donde todos los personajes quedan magistralmente caracterizados y despiertan en el lector piedad y amor, risa, desprecio o admiración. El autor los retrata mientras muestra su afecto por el pueblo anónimo, y elige para ello a los humildes como héroes de su novela. El resultado marca en Italia el inicio de la novela moderna de corte realista.

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Al dan dan de la campana, se sientan en la cama los aldeanos, y los mozos que duermen en los pajares aplican el oído y se levantan: «¿Qué será esto?, tocan a rebato. ¿Si será fuego? ¿Si serán ladrones? ¿Si serán forajidos?» Muchas mujeres aconsejan y piden a sus maridos que no se muevan y dejen que vayan otros; algunos se levantan y se asoman a la ventana; los cobardes, como si cediesen a las súplicas, se acurrucan debajo de la colcha; los más curiosos y los más animosos acuden a coger horquillas y escopetas, y otros se quedan a la expectativa.

Pero antes que los valientes estuviesen en disposición de obrar, y aun antes que estuviesen bien despiertos, ya el alboroto había llegado a oídos de otras personas que velaban vestidas, a saber, los bravos en un paraje, y Perpetua e Inés en otro. Referiremos desde luego en pocas palabras lo que hicieron los primeros desde el instante en que los dejamos parte en la casucha y parte en la taberna. Estos tres, cuando vieron todas las puertas cerradas y las calles sin gente, salieron aparentando que iban muy lejos; dieron una vuelta al lugar para cerciorarse de que todos estaban recogidos, y en efecto, no hallaron alma viviente ni oyeron el más leve rumor.

Pasaron también delante de la pobre casita de Lucía, la más silenciosa de todas, pues nadie había en ella, y luego marcharon en derechura a la casucha para hacer su relación al señor Canoso, el cual se puso inmediatamente un sombrero muy grande, se echó encima una esclavina de hule, tomó en la mano un bordón de peregrino, y dijo: «Vamos, compañeros, silencio y atención a las órdenes.» Con esto echó a andar el primero. Siguiéronle los demás, y en breve llegaron a la casita por camino opuesto al que tomaron nuestros amigos cuando salieron para su expedición. Mandó el Canoso parar a su gente a la distancia de algunos pasos, adelantóse él solo para explorar, y viendo que todo estaba solitario y sosegado, llamó a dos de los suyos que escalasen silenciosamente la cerca del corral, ocultándose luego en un rincón detrás de una grande higuera. Hecho esto, llamó suavemente a la puerta, con ánimo de suponerse un peregrino extraviado que pedía hospedaje hasta que amaneciese. Como nadie respondiese, llamó de nuevo algo más fuerte, y viendo que ninguno resollaba, hizo venir otro bandolero, mandándole que bajase al corral como los otros dos, con el encargo de levantar o correr poco a poco por la parte de adentro el cerrojo para tomar la libre entrada y salida. Todo se ejecutó con gran tiento y feliz resultado. Va entonces a llamar a los demás, los hace entrar consigo y los oculta al lado de los primeros. Abre después la puerta con mucha precaución, coloca allí dos centinelas, y marcha en derechura a la otra puerta del piso bajo. Allí llama igualmente, y aguarda en vano que le respondan: empuja también poquito a poco aquella puerta, pero nadie pregunta: ¿Quién es? Nadie se mueve y según el Canoso, la cosa iba perfectamente. Llama, pues, a los que estaban escondidos detrás de la higuera, y entra con ellos en aquel cuarto bajo en donde por la mañana había traidoramente mendigado un pedazo de pan. Saca eslabón, piedra, yesca y pajuela, enciende una linternita que llevaba consigo, entra en otro cuarto más adentro para cerciorarse si había alguien, y a nadie encuentra.

En seguida vuelve atrás, se asoma a la puerta de la escalera, aplica el oído, y todo es soledad y silencio. Deja en el piso bajo otros dos centinelas y hace que le siga el Gritapoco, un bravo de la ciudad de Bérgamo, que era el que debía amenazar, acallar, mandar, en una palabra, ser el que hablase, a fin de que su dialecto hiciese creer a Inés que la expedición venía de aquel país.

Con este valentón al lado y los otros detrás subió el Canoso la escalera muy de quedo, echando un voto para sí a cada escalón que rechinaba y a cada pisada de aquellos bribones que metía algún ruido.

Llegado arriba, «aquí está la liebre», dijo entre sí, y empujando suavemente la puerta de la primera pieza, mete la cabeza y encuentra oscuridad, aplica el oído para oír si alguno ronca, respira o se menea; pero nadie se mueve: avanza entonces, se pone la linterna delante, para ver sin ser visto, abre de par en par la puerta, y viendo una cama corre hacia ella, pero la encuentra hecha y vacía. Se encoge de hombros, vuelve a los compañeros, les hace señal de que va a la otra pieza y que le sigan sin meter ruido. Con efecto entra en ella, hace las mismas ceremonias, y encuentra lo mismo. «¿Qué diablos es esto? —dijo en voz alta—. ¿Si alguno nos habrá vendido?» Todos entonces se ponen a buscar con menos silencio; no hay rincón que no registren trasteando por la casa de arriba abajo. Mientras estaban ocupados en la faena, los dos que guardaban la puerta de la calle oyen venir alguien hacia ella y acercarse con menudos y presurosos pasos, y suponiendo que cualquiera que sea pasará adelante, se quedan quietos sin dejar de estar prevenidos para todo evento. Cesan las pisadas a la puerta, y era Mingo que venía enviado por el padre capuchino para avisar a las dos mujeres, que por amor de Dios huyesen al instante y se refugiasen al convento, porque... El porqué ya lo saben nuestros lectores. Agarra Mingo la aldaba para llamar, y advierte que está desclavada: «¿Qué es esto?» dice para sí, y atemorizado empuja la puerta, que se abre sin resistencia. Mete un pie dentro con gran cautela, y se siente coger por ambos brazos y que en voz baja le dicen: «Si chistas, mueres.» Mingo, al contrario, da un grito furioso: uno de los bandoleros le pega un bofetón en la boca, y el otro saca un puñal para asustarle. Tiembla el pobre muchacho como un azogado, sin pensar en gritar, cuando de repente, y con otro tono, suena el primer toque de la campana, y tras de aquél otros.

El que mal anda siempre está en brasas, dice un refrán milanés; así es que a los dos bandoleros les pareció oír en aquel toque de campanas, su nombre, su apellido y apodo, por lo cual soltaron más que de prisa a Mingo, metiéndose en la casa en donde estaban los demás. Mingo en libertad, echó a correr por la calle, tomando el camino del campanario, en donde por lo menos debía haber algunas personas. La misma impresión hizo la campana en los demás guapos. Con esto se aturden, se confunden, tropiezan unos con otros, y cada uno busca el camino más corto para coger la puerta: sin embargo, era gente a toda prueba, y acostumbrada a no arredrarse por cosa alguna; pero no pudieron mantenerse firmes contra un peligro indeterminado y que no previeron antes de que se les echase encima.

Fue necesaria toda la superioridad del Canoso para que no se desbandase la chusma, y se convirtiese en fuga la retirada. Así como el perro que guarda una piara de cerdos, corre de una a otra parte para reunir a los que se desbandan, acometiendo a la oreja del uno, mordiendo el rabo del otro, y ladrando al más descarriado, de la misma manera atrapa el Canoso a uno que ya tocaba el umbral de la puerta, detiene con el bordón a dos que estaban cerca de ella, grita a otros que corrían sin saber dónde, tanto que al fin consigue reunirlos a todos en el corral, y aquí les dice: «¡Alto!, ¡alto! Prontas las pistolas, listos los puñales, y todos unidos marchemos: así es como se debe ir. ¿Quién queréis, majaderos, que se nos acerque estando juntos?, pero si fuésemos uno a uno, hasta los aldeanos, se os atreverían. ¡Qué vergüenza! Ea, todos detrás de mí, y bien unidos.» Después de esa lacónica arenga, se puso al frente y salió el primero. La casa, como dijimos, estaba a la salida del lugar, tomó el Canoso aquel camino, y todos le siguieron en buen orden.

Dejémoslos ir, y volvamos unos pasos atrás para buscar a Inés y a Perpetua, que dejamos plantadas a la vuelta de cierta esquina. Inés había procurado alejar a Perpetua todo lo posible de la casa de don Abundo, y hasta cierto punto la cosa había salido perfectamente. Pero la criada se acordó de repente que la puerta quedaba abierta, y quiso volver atrás. Nada había que oponerle, e Inés para no escamarla tuvo que dar la vuelta con ella, y retroceder, haciendo sin embargo lo posible para entretenerla cada vez que la veía enfervorizada en la relación de sus malogrados casamientos. Aparentaba oírla con atención; y de cuando en cuando, para manifestar que no se distraía y alimentar la charla, decía: «Cierto, ya comprendo; va bien; claro está; ¿y luego?; ¿y él?; ¿y usted?» Pero entretanto discurría en lo interior de esta manera: «¿Si habrán salido ya? ¡Qué torpes ·hemos andado en no haber convenido en una señal para que me avisasen cuando la cosa estuviese hecha! ¡Qué torpeza! En fin, no hay remedio: ahora lo mejor es entretener a ésta, pues a turbio correr nada hay perdido sino un poco de tiempo más.»

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