Alessandro Manzoni - Los novios

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Esta obra maestra de la literatura italiana relata una historia de opresores y oprimidos, donde dos campesinos ven amenazado su amor. En la ciudad de Milán del siglo XVII y bajo la sombra de la peste cercenando vidas, la trama brota del hallazgo de un viejo manuscrito y logra enlazar de forma magistral ficción y realidad. Para enmarcar las muchas desventuras de la pareja protagonista, Manzoni crea un extenso mundo social, surcado por estigmas e injusticias, donde todos los personajes quedan magistralmente caracterizados y despiertan en el lector piedad y amor, risa, desprecio o admiración. El autor los retrata mientras muestra su afecto por el pueblo anónimo, y elige para ello a los humildes como héroes de su novela. El resultado marca en Italia el inicio de la novela moderna de corte realista.

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De esta manera, a pausas y a carreritas, habían llegado las dos mujeres a poca distancia de la casa de don Abundo, que por causa de la esquina no veían todavía. Tratándose un punto importante de la narración, Perpetua sin advertirlo se había detenido, cuando de repente llegaron tronando a sus oídos aquellos primeros gritos desaforados de don Abundo: «¡Perpetua! ¡Perpetua! ¡Traición! ¿No hay quien me socorra?»

—¡Válgame Dios! ¿Qué será esto? —exclamó Perpetua en ademán de echar a correr.

—¿Qué es eso?, ¿qué es eso? —dijo Inés deteniéndola por el guardapiés.

—¡Válgame Dios! ¿No ha oído usted? —replicó desasiéndose Perpetua.

—Pero ¿qué es? —repitió Inés cogiéndola de un brazo.

—¡El diablo de la mujer! —exclamó Perpetua librándose de ella con un empellón, y echó a correr.

Al mismo tiempo, más lejos y más agudos se oyeron los chillidos de Mingo.

—¡Válgame Dios! —exclamó también Inés corriendo detrás de la otra.

Aún no habían andado cuatro pasos, cuando el esquilón empezó sus toques, que hubieran sido espuelas, si de ellas hubiesen necesitado.

Perpetua llegó como unos dos pasos antes, y al echar la mano a la puerta para empujarla, la abrieron de par en par por dentro, y se encontró en el umbral con Antoñuelo, Gervasio, Lorenzo y Lucía, los cuales habían dado con la escalera, la bajaron a brincos, y oyendo luego aquel tocar a rebato, corrían a todo correr para escaparse.

—¿Qué hay?, ¿qué hay? —preguntó Perpetua jadeando a los dos hermanos, que contestaron con un empellón, y se escurrieron—. ¿Y vosotros? ¡Cómo! ¿Qué hacéis aquí vosotros? —preguntó luego a la otra pareja, así que vio quiénes eran; pero ellos también salieron sin contestar palabra.

Para acudir Perpetua a lo más urgente, no trató de hacer mayores indagaciones, sino que entró apresuradamente en el zaguán, dirigiéndose a tientas a la escalera.

Los dos novios medio desposados se encontraron con Inés, que fatigada y afanosa, acababa de llegar.

—¡Ah!, ¿aquí estáis? —dijo sacando con trabajo las palabras—... ¿Cómo habéis salido? ¿Y qué es eso de la campana? Me parece haber oído...

—A casa, a casa —interrumpió Lorenzo—, antes que se reúna gente.

En esto llega Mingo, los conoce, se para delante de ellos, y todavía temblando, con voz casi apagada, dijo:

—¿Adónde van ustedes? Vuélvanse aprisa y al convento.

—¿Eres tú? —dijo Inés—; ¿qué hay? —preguntó Lorenzo—; y llena de te— rror, Lucía temblaba sin hablar palabra.

—Que los demonios andan en casa —contestó Mingo jadeando—; yo mismo los he visto; me quisieron matar. Lo ha dicho el padre Cristóbal y ha dicho que usted, Lorenzo, vaya también al punto: y luego yo los he visto. Fortuna que los encuentro a ustedes aquí. Ya lo diré todo cuando estemos más lejos.

Lorenzo, que era el que estaba más en su acuerdo, juzgó que por un lado o por otro convenía irse al instante antes que llegase gente: que lo más acertado sería hacer lo que aconsejaba, o por mejor decir mandaba Mingo con toda la fuerza de un espantado, y que luego por el camino, y fuera de todo peligro, se podría saber por menor del muchacho lo que pasaba.

—Con efecto —le dijo—, vete delante; y vámonos con él —dijo a las muJeres.

Y los cuatro volvieron atrás. Tomando aprisa hacia la iglesia, atravesaron su plazuela, donde por fortuna no había aún alma viviente; entraron en una callejuela que atravesaba entre la iglesia y la casa de don Abundo, se metieron por el primer atajo, y siguieron su camino por medio de los campos.

No habían andado cincuenta pasos cuando empezó a acudir gente, aumentándose por momentos; mirábanse unos a otros; cada uno tenía cien preguntas que hacer, y ninguna respuesta que dar. Los que llegaron primero, corrieron a la puerta de la iglesia, y la encontraron cerrada; se dirigieron entonces al campanario, y uno de ellos acercó la boca a una especie de tronera, diciendo:

—¿Qué diablos hay?

Cuando Ambrosio oyó voz conocida, soltó la cuerda de la campana, y notando por el murmullo que se había juntado mucha gente:

—Voy a abrir —contestó.

Púsose de cualquier manera los calzones, que hasta entonces había tenido debajo del brazo, y por la parte de adentro abrió la puerta de la iglesia.

—¿Qué alboroto es éste? —preguntaron muchos—; ¿qué hay?, ¿qué ha sucedido?

—¿Cómo qué hay?—dijo Ambrosio teniendo con una mano una hoja de la puerta, y sosteniéndose con la otra los calzones—. ¿Cómo?, ¿no lo saben ustedes? Hay gente en casa del señor cura. ¡Ánimo, muchachos, a ellos!

Todos se dirigieron entonces a casa de don Abundo: miran, se acercan en tropel, vuelven a mirar, aplican el oído, y no hallan novedad alguna . Otros van a la puerta de la calle, y la encuentran cerrada y atrancada; miran arriba, y no ven ventana alguna abierta ni oyen el menor ruido.

—¡Hola! ¿Quién está ahí dentro? —gritan—; ¡señor cura!, ¡señor cura!

Don Abundo que, vista la fuga de los invasores, se había retirado de la ventana, y acababa de cerrarla, estaba en aquel momento batallando en voz baja con Perpetua por haberle dejado solo en aquel peligro; cuando oyó que el pueblo le llamaba, tuvo que asomarse de nuevo a la ventana; y viendo tanta concurrencia, se arrepintió de haberla provocado.

Mil voces a la vez gritaban diciendo:

—¿Qué ha sido? ¿Qué le han hecho a usted? ¿Adónde están? ¿Quiénes son?

—Ya no hay nadie: os doy las gracias; volveos a vuestras casas. Ya no hay nada: gracias, hijos, gracias por vuestra atención.

Aquí empezaron algunos a refunfuñar, otros a burlarse, otros a votar, otros a encogerse de hombros, y ya todos se marchaban, cuando llegó uno tan agitado, que apenas podía echar el aliento. Vivía éste casi en frente de la casa de Inés, y habiéndose asomado a la ventana al oír el ruido, había visto en el corral aquella confusión de los bravos cuando el Canoso trabajaba para reunirlos. Recobrando el aliento, gritó:

—¿Qué hacéis aquí, muchachos? El diablo no está en este sitio sino al último de la calle, en casa de Inés Mondella. Hay gente armada dentro; parece que quieren matar a un peregrino. ¿Quién sabe qué diablos hay allí?

—¿Qué dices?, ¿qué es eso? —preguntan algunos.

Y principia una consulta tumultuosa.

—Conviene ir, es necesario ver. ¿Cuántos somos? ¿Cuántos son ellos? ¿Cuántos son?... ¿El cónsul? ¿Dónde está el cónsul?

—Aquí estoy—contesta el cónsul en medio de la turba—, aquí estoy: es preciso que me ayudéis, y sobre todo que me obedezcáis. Pronto, ¿adónde está el sacristán? ¡La campana!, ¡la campana! Que uno vaya corriendo a Lecco para pedir auxilio. Venid aquí todos.

Unos se presentaron; otros, deslizándose entre la muchedumbre, tomaron soleta. El alboroto era grande, cuando llegó otro que los había visto huir, y también él a su vez gritaba:

—Corred, muchachos; son ladrones o bandoleros que huyeron con un peregrino. Ya están fuera del pueblo, ¡a ellos!, ¡a ellos!

A este aviso, sin aguardar más orden, echan a andar todos de tropel hacia la salida del pueblo, y a medida que el ejército se adelanta, muchos de la vanguardia acortan el paso y se van quedando atrás, o se confunden con los del centro. Los últimos avanzan, y por fin llega el enjambre confuso al paraje indicado. Recientes y claras estaban las señales de la invasión; las puertas abiertas, los cerrojos arrancados; pero los invasores habían desaparecido. Entra la turba en el corral, llega a la puerta del piso bajo, y la halla también desquiciada. Unos llaman a Inés, otros a Lucía, y otros al peregrino. «Sin duda Esteban lo habrá soñado dicen algunos. —No por cierto, responden otros, que los vieron también Carlos y Andrés.» Vuelven a llamar al peregrino, a Inés y a Lucía; y como nadie responde, se persuaden de que se las han llevado. Hubo entonces varios que levantando la voz, propusieron que se siguiese a los ladrones diciendo que era una iniquidad, y sería una deshonra para el lugar si cualquier bribón pudiese impunemente llevarse las mujeres, lo mismo que el milano se lleva los pollos en una era descuidada. Aquí hubo nueva consulta, y más tumultuosa; pero uno, que nunca se supo quién fue, esparció la voz de que Inés y Lucía se habían puesto a salvo en otra casa. Difundióse rápidamente la especie, y como adquiriese crédito, ya nadie volvió a hablar de perseguir a los fugitivos; con lo que se diseminó la turba, retirándose cada uno a su casa. Por todas partes se oía bullicio, llamar y abrir las puertas, parecer y desaparecer luces, mujeres a las ventanas preguntando, y gentes respondiendo desde las calles. Vueltas éstas a su antigua soledad, continuaron las conversaciones en las casas y murieron entre bostezos para empezar de nuevo al día siguiente; sin embargo, no hubo más hecho sino que aquella mañana, estando el cónsul en el campo, apoyado en su azadón, cavilando acerca de los acontecimientos de la noche anterior y discurriendo qué cosa en razón de sus atribuciones le tocaba hacer, vio venir hacia él dos hombres de gallarda presencia, ricamente puestos, aunque parecidos en lo demás a los que cinco días antes acometieron a don Abundo, cuando no fuesen los mismos; los cuales con menos ceremonia que entonces le intimaron que si deseaba morir de enfermedad, se guardase bien de dar parte al Podestá de lo ocurrido, de decir la verdad en el caso de que fuese preguntado y de tener habladurías y fomentarlas entre los aldeanos.

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