ALAMEDA 54
IRENE ESTRADA
ALAMEDA
54
IRENE ESTRADA
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Diseño de portada: basconsaura.com
© Del texto: Irene Estrada
© De esta edición: Editorial Sargantana 2017
Email: info@editorialsargantana.com
www.editorialsargantana.com
Primera edición: Octubre 2017
Segunda edición: Noviembre 2017
Impreso en España
Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente
ISBN: 978-84-16900-35-0
Depósito legal: V-2453-2017
A mis hijos
Solo los personajes públicos, como S.M. la Reina Sofía, Nacho Duato y Vargas Llosa, y los acontecimientos, como la inauguración del Palau de les Arts, son reales. El resto, rufianes, cargos públicos, funcionarios, políticos, prostitutas, empresarios, médicos, artistas, o asesinatos, son de mi invención y por tanto de pura ficción.
Solo cuando se elimina el deslumbrante brillo del sol de la superficie del agua, aparece la verdad más negra y profunda.
CAPÍTULO 1
« Tengo que hablarte de unas perlas ensangrentadas, rosas pisoteadas »
BERLANGA Y CANUT
Aún no eran las ocho de la mañana cuando el teléfono sonó estrepitoso e insistente en el silencio de la casa. No respondí. La blanca nube que cubría mi melena era demasiado densa para poder ser disipada en unos pocos segundos, por lo que decidí ignorar la llamada. Sin embargo, el sobresalto que me produjo oír el timbre tan temprano rompió el ritmo moroso del ritual con el que cada mañana me preparaba para afrontar el día, terminé de enjabonarme a toda prisa y salí rápida de la ducha. Todavía me estaba secando cuando sonó el móvil.
—Siento molestarla a estas horas, inspectora, pero tenemos el asesinato de una mujer en el paseo de la Alameda, 54. El coche Z está en camino, hemos avisado al juez, el comisario quiere que usted acuda allí inmediatamente.
Me pregunté si la víctima sería mía, si sería alguna de las mujeres que conocía y protegía, alguien a quien había visto llorar en mi despacho y cuyo niño había cogido de la mano para llevarlo con un compañero mientras la madre me mostraba los moratones. Si era alguna de las mujeres que había llamado de madrugada, susurrando aterrada mientras su agresor aporreaba la puerta amenazándola con derribarla si no le dejaba entrar. Alguien a quien yo había calmado para conseguir que me diera su dirección y que esperara sin hacer ni decir nada, mientras llegaba la patrulla. Lo que más temía, la muerte de alguna de esas mujeres, podía cumplirse aquella mañana.
Cogí el casco, subí a la moto y con el pelo aún húmedo, a toda la velocidad que permitía el código de circulación me encaminé hacia la casa. La zona estaba ya acordonada, una ambulancia salía tocando sirena y la otra permanecía aparcada con las puertas abiertas. Me dirigí a los sanitarios esperando que fuera una falsa alarma y que la víctima aún estuviera viva.
—No —desmintió el médico del SAMU—, se llevan a la mujer que ha descubierto el cadáver. Es muy mayor, tenía una relación muy estrecha con la víctima, está muy afectada y los compañeros temen complicaciones, por eso han decidido trasladarla el hospital. El cadáver está arriba.
Saludé a los policías que guardaban el acceso a la zona y sin esperar el ascensor, en cuatro zancadas, estaba en el piso de la víctima. Sabía que tenía escasos minutos para observar a mis anchas antes de que los del juzgado, la científica y el resto del grupo de homicidios invadieran la vivienda. Me coloqué unos guantes de silicona, enfundé mis botas en unas bolsas de plástico y penetré en la casa. Llegué hasta la puerta del dormitorio donde permanecía el cadáver y suspiré aliviada; la mujer me era desconocida. Estaba al pie de la cama, con una bata negra sin abrochar, como colocada a toda prisa, mostrando el cuerpo semidesnudo sobre un charco de sangre escandaloso que medio empapaban las blancas sábanas. Tenía dos disparos, uno en la cabeza, otro en el pecho. No se observaban señales de lucha en el cuerpo, no tenía ni un rasguño, la inmejorable cerradura de seguridad de la casa estaba intacta, la puerta también. Imaginé a la víctima oyendo el timbre o a alguien que introducía la llave en la cerradura, echándose encima la bata para salir a recibir al amigo inesperado, cuando este abrió la puerta del dormitorio y, sin mediar palabra, le disparó.
Sin embargo, lo salvaje del vandalismo y el arma hacían posible pensar también en el trabajo de varios profesionales. En el suelo había un jarrón de cristal roto en mil pedazos, las flores aparecían pisoteadas y sus pétalos, esparcidos por el suelo, despedían un triste olor marchito. El ordenador y el equipo de música parecían machacados concienzudamente. Había papeles y ropa tirados, cajones vacíos extraídos de sus muebles, todo formando una capa sobre la que avancé con precaución para no resbalar ni destruir ninguna prueba. En cuclillas y casi rozándolo, rodeé centímetro a centímetro el cuerpo de la víctima. Descubrí ahora que le habían amputado el dedo anular de la mano derecha. No se observaban casquillos, lo que sugería que los disparos eran de un revólver. Entre los papeles de un cajón volcado observé la esquina de un billete de cincuenta euros. En el suelo, junto al cuerpo, brillaba un anillo que parecía ser de oro.
Exploré el resto de las habitaciones tomando fotos con el móvil para tener mi propia información. No encontré nada más que fuera relevante. Salí a la terraza. Se trataba de un quinto piso de los quince que tenía el edificio; el saliente no tenía una barandilla con barrotes de hierro ni ningún lugar donde agarrarse, sino piezas de cristal resbaladizas. No había señales de pisadas, las plantas estaban intactas; por allí era imposible acceder al piso. Me detuve a respirar el aire fresco unos momentos mientras contemplaba la vista que se extendía sobre los edificios futuristas del Jardín del Turia y sus láminas de aguas azules, que contrastaban con el secular edificio de ladrillo de la Casa de la Acequia del Oro. Volví al interior. El olor a sangre, el calor y el zumbido de un moscardón que volaba alrededor del cadáver empezaban a marearme. Abandoné el escenario y decidí salir de la casa a la espera del personal del juzgado. Por el momento nada más podía hacer.
Un corrillo de gente vestida de negro charlaba, bajo un sol de justicia, en el pequeño jardín sin árboles que separa el parking del tanatorio. Eran casi las cuatro de la tarde y los amigos de los muertos iban llegando con cuenta gotas, se dirigían a la puerta y muchos volvían a salir a encender un cigarro o solo a hacer tiempo. El hall y los pasillos estaban atestados, los empleados rogaban a los visitantes que los despejaran y que se dirigieran a las salas o a la cafetería para permitir el paso. En el directorio vimos el nombre de Carla y un número. Despacio, nos dirigimos hacia allí, deteniéndonos al lado de cada grupito para escuchar las conversaciones y observar al variopinto conglomerado humano que se había reunido para despedirla aquel tórrido sábado de julio.
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