Escribo en soledad, pero no sola. Este libro se fue escribiendo a través de las conversaciones con amigas y amigos, los comentarios al paso, los datos que alguien recordaba, los diálogos con otros libros, las horas de hemeroteca, los archivos que los compañeros y compañeras de la Federación Libertaria Argentina, del Ateneo Anarquista de Constitución y de la Biblioteca José Ingenieros custodian. Debo mucho a la amistad y las conversaciones con María Moreno y Marcos Zangrandi. Sus lecturas fueron muchas veces mi “ponle la cola al burro”, para no decir mi Virgilio y sumar solemnidad a aquellos diálogos. Mabel Bellucci fue una presencia permanente en estos años, no solo por su memoria de archivista, sino por su extenso trabajo de investigación sobre las anarquistas. Algunas imágenes son producto de telepatía y chat con Fede Schmucler y de la sensibilidad de Diego Fidalgo. El libro también tiene horas de teléfono con Marsha Gall, Rodrigo Álvarez, Esteban Garelli, Luz Azcona, Gabriela García Cedro, detallistas al borde del diagnóstico, como Juan Carlos Pujalte y Martín Santos. Mucho de Christian y Simón Ferrer, la comunidad ingobernable. Agradezco la lectura generosa y la trayectoria enorme de Nora Domínguez y el entusiasmo de las editoras Constanza Brunet y Florencia Jibaja Albarez. El feminismo popular, horizontal y expansivo que construimos en Ni Una Menos se siente en el subtexto, en el hilado. Mis amigas y compañeras de Latfem, como mis amigues y compañeres del CELS, con su disposición para el análisis político y el trabajo sobre la memoria son todo y más. Qué sería de nosotres sin la cortesía de las palabras que nos hacen. Agradezco en especial a Agustina Paz Frontera y María Florencia Alcaraz, por estar siempre con la lapicera y el megáfono listos. A todes elles, gracias.
1Este libro es un capítulo más de la memoria feminista. Sin embargo, para facilitar la lectura no incluye recursos del lenguaje inclusivo como “@” o “x”.
CAPÍTULO I
El 17 de octubre de 1945, desde las barriadas trabajadoras, miles de voluntades se sumaron en procesión laica hacia Plaza de Mayo para pedir la liberación de Juan Domingo Perón. Cuatro días antes el diario Crítica, dirigido por Salvadora Medina Onrubia, había titulado “Perón ya no constituye un peligro para el país”.
Desde Berisso, Lanús, Quilmes, desde Lugano y Flores avanzaron sobre la capital del país al grito de “es el pueblo”. Los sacos pasaron a las manos, los botones de las camisas se deprendieron de sus ojales, los brazos se vieron descubiertos como algunos pechos mojados por el calor y la agitación de la felicidad política.
Crítica tituló “Grupos aislados que no representan al auténtico proletariado argentino tratan de intimidar a la población” y la edición se repartió en las esquinas. Adentro del diario comenzaron las corridas. Mientras algunos cargaban revólveres, Salvadora, la única con la habilidad manual y el conocimiento técnico, comenzó a armar bombas molotov con botellitas de nafta y mechas embebidas en petróleo. Y esperaron.
Cuando los cuerpos obreros estaban sobre la avenida de Mayo, frente a la puerta de Crítica, los tiradores estaban escondidos, en alerta, vigilando desde los balcones y las ventanas. Se escuchó un disparo y luego decenas. No es claro si el fuego inicial partió desde la calle o desde el edificio. Las botellitas encendidas comenzaron a caer como luciérnagas humeantes. Las corridas buscaban llegar a la plaza, el centro gravitacional que marca el pulso de este país, escenario de júbilo y bombardeos, de alegrías oprobiosas y reivindicaciones justas. Plaza de Mayo: el cielo cívico custodiado por una pirámide. Pero en la avanzada, un muchacho quedó tirado con un balazo en la cabeza frente a Crítica. Era Darwin Ángel Passaponti, un adolescente nacionalista que con diecisiete años se convirtió en el primer mártir del peronismo.
Salvadora y algunos empleados corrieron a la terraza. Las puertas del edificio quedaron aseguradas. Si en ellas se hubiera abierto una fisura, el fuego de la calle, la furia de los desclasados, habría teñido de humo el interior de la elegante construcción art decó.Ni el vestido, ni los tacos impidieron que Salvadora,de 51 años, saltara por los techos hasta encontrar un edificio por el que bajar sin peligro hacia Rivadavia. Se fue a su casa, donde vivía con un gato montés, a preparar la cena con los periodistas que la acompañaban.
Al día siguiente, como todos los días, fue para el diario. Quería recorrerlo para ver los restos del combate. En su despacho, que Natalio Botana ya no ocupaba porque había muerto hacía unos años, vio el plomo de una munición incrustado en la pared, diez centímetros arriba de su sillón. “La Vieja” se empezó a reír. El pedazo de metal parecía un dije. Logró sacarlo con un abrecartas y lo llevó al joyero para que se lo engarzara en una pulsera.1 Fue la transmutación ya no del plomo en oro, sino de la bala en ornamento, del peligro en el cuerpo; trofeo político.
Anclada su memoria en obreros anarquistas y socialistas, había leído como pasajera la conversión de los dos últimos años hacia una fidelidad permanente del movimiento obrero al incipiente peronismo. De lo contrario, no hubiera titulado con desdén indubitable que esos trabajadores en mangas de camisa, cansados de caminar, pero con la voluntad de la conquista no eran “auténticos”. No porque Salvadora defendiera posiciones de ricos oligarcas, sino porque vivió el ascenso de Perón como una rivalidad personal con Crítica: se disputaban la representación del pueblo.
Salvadora, que podría haber acompañado desde Crítica a Perón, nunca se pensó asociada sino encabezando. Creyó que el destino se dibujaba en el nombre y que Salvadora era para un protagónico. Y en ese punto de su vida, en su momento de mayor poder, comenzó su caída.
El Aleph gualeyo
Salvadora no es platense, La Plata como lugar de nacimiento el 23 de marzo de 1894 es solo un dato accidental. Criada en Gualeguay, si bien no tuvo patria, situó en Entre Ríos el lugar de sus memorias de infancia. Hasta ese momento, su único recuerdo de la vida en Buenos Aires fue la expulsión de la escuela por negarse a besar el anillo de un obispo. Los padres, Ildefonso Medina y Teresa Onrubia, la bautizaron Salvadora Carmen y a su hermana tres años menor, Carmen Eloísa. A las dos las llamaban por su primer nombre. Ildefonso era entrerriano, pero vivía en La Plata cuando conoció y se casó con Teresa. No es claro qué hacía.
Georgina Botana, la hija menor de Salvadora, murió en 2015 en Francia. Encontré su número en la guía telefónica parisina. “Hola, China, te llamo desde la Argentina, quiero hablar sobre tu madre”, le dije. Si con “madre” había saldado los rencores, con la “Argentina”, no. “Ay, Argentina, ¿qué querés saber?”. “En este momento tengo una pregunta muy chica, ¿qué hacía tu abuelo?”. La risa y la voz elegante de actriz de cine: “Creo que el padre de la Vieja era arquitecto, de los que estuvieron en el proyecto de construcción de La Plata”.2 Ningún registro tiene su nombre. Murió cuando sus hijas eran muy chicas y Teresa hizo las valijas para ir a Gualeguay, de donde era Ildefonso y quedaba familia.
Doña Teresa se convirtió pronto en uno de los pilares gualeyos. Española, antes de llegar a la Argentina vivía en un pueblo muy chico cerca de Cádiz.Tenía que casarse con un marino llamado Benito Pantoja, pero lo dejó plantado en el altar para escaparse con un circo y probar el nomadismo como écuyère, algo que la familia argentina descubrió tras su muerte. Amiga de la madre del escritor Carlos Mastronardi, “era una especie de Séneca a marchas forzadas”, “instantánea en la respuesta, aunque de amable modo, desconcertaba a quienes creían tener la verdad en el bolsillo”.3 Si alguien necesitaba una inyección, Teresa la aplicaba.Si alguien estaba en desgracia y necesitaba pedir al banco una moratoria, Teresa acompañaba y se encargaba de explicar. Todas las cuestiones que preocupaban a quienes conocía las hacía propias.
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