Jaime Restrepo Cuartas - El sol que nunca vimos

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Uno de los grandes méritos de la obra de Jaime Restrepo Cuartas es la capacidad de mostrarnos, en su dimensión más humana, personajes que en nuestra realidad suelen dejarse al margen. En esta novela, Sulay y Jónatan, una joven indígena y un muchacho guerrillero, reclutado por la organización desde que era casi un niño, encarnan la dureza y también las falacias del conflicto político de los últimos años en Colombia.Y para indicarnos los caminos que los dos protagonistas recorren para encontrarse, para lograr «ver el sol», Restrepo Cuartas nos hace creíbles la descripción de la vida en un campamento guerrillero y la de las comunidades vecinas; los conflictos, las afugias, las rencillas y los sucesos que hemos entrevisto, casi todos los colombianos desde lejos, mediados por el filtro de los medios de comunicación.En
El sol que nunca vimos Jaime Restrepo Cuartas nos revela los resortes que mueven su escritura, su apasionado interés por la gente, sus razones y motivos. Un narrador que observa con minucia y —como buen médico— sabe de las vicisitudes del cuerpo y de las honduras de eso que llamamos el alma, que otorgándola, hace vitales y conmovedores sus historias y sus personajes.

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“Sin pensarlo dos veces se fue al río a ver a las viejas bañarse y allí se encontró a Astrid. Él le sonrió y ella le respondió con otra sonrisa; luego se le acercó cuando estaba lavando su ropa interior en el río. ‘Se va a poner bonita’, le dijo y ella le respondió que siempre buscaba ponerse bonita. ‘Estás sola’, le agregó. Era una pregunta obligada, entre ellos se cuidan de no tener broncas por una mujer. ‘Es mejor estar sola que mal acompañada’, le contestó y volvió a sonreírle. ‘Pero no pensarás permanecer así’, iba de una el negro. ‘Estoy esperando mi príncipe azul y –mirándolo de arriba abajo– no lo digo por el color’, así borró cualquier sospecha de racismo. ‘De pronto tu príncipe te llega de afuera’, se envalentonó Chorro de Humo. ‘Así será’, dijo ella finalmente, tomó sus prendas, las aireó un poco de una manera coqueta y se fue de regreso. Desde lejos volteó a mirar y él seguía allí, observándola con unos ojos oscuros que chispeaban con la luz del día.

“Pasó el tiempo y ellos se seguían de lejos con las miradas, se hacían cerca el uno del otro en las horas de las comidas, se tocaban con las rodillas cuando estaban sentados, se rozaban con las puntas de los dedos, se alineaban juntos en las paradas militares, se arreglaban algún desperfecto en el uniforme, se decían cosas dulces y se hacían pequeños regalos; cosas insignificantes, claro, aunque decían mucho: una moneda antigua, considerada por ellos de la buena suerte, la fruta seca de un árbol, como una que llaman ojo de venado; una libreta para escribirse cartas y dejarse recados o poemas y hasta un escapulario de la Virgen del Carmen que los protegiera de las balas de los enemigos, como yo he sostenido que ocurre con el que me regaló mi mamá. Casos se han dado de cómo un simple pedazo de tela puede impedir que las balas hagan huecos en el cuerpo, por más fusil que las dispare. Y llegaron a compartir parte de la comida, así fuera una galleta o un pedazo de panela o una fruta que alguien se encontraba por ahí en el monte. Y como los dirigentes del otro frente se quedaron en conversaciones durante días, ella mantuvo con él un tira y afloja; que sí, que no, todo el tiempo; hasta que él, desesperado, juró amarla y prometió no dejarla nunca.

—Ahora se va y me deja con los crespos hechos.

—Yo me quedo –le respondió–, me encargaron de hacer el empalme.

—¿Y eso, como cuánto tiempo es?

—Como pueden ser dos meses, pueden ser seis o un año, uno nunca sabe.

—¿Y si me está tomando el pelo?

—Cómo se le ocurre si lo mío fue amor a primera vista.

“Era el tiempo que requería Astrid para ir fraguando su futuro. Lo iba a enamorar, iba a hacer que quedara rendido a sus pies y luego lo utilizaría para sus propósitos. Que no eran malos, porque ella no era despiadada. Además el negro le gustaba; era bonito y tenía un físico para enamorar a cualquiera y en eso de enamorar a alguien tenía cierta cancha; más o menos experiencia. Astrid lo aguantaría hasta ponerlo a punto de colgar la toalla y cuando le dijera: ‘no me joda más que yo no quiero nada con usted’, entonces le permitiría besarla y le mostraría que ella puede ser ardiente como la mujer de sus fantasías. Lo que necesitaba, en últimas, era que el negro la sacara de ese infierno y se la llevara a vivir afuera, así él se devolviera con ese cuento de seguir haciendo la guerra. Entonces siguió engatusándolo, diciéndole que sí, pero no; poniéndole citas y luego excusándose, no la dejaron moverse o le habían puesto tareas de último momento. ‘Yo necesito un jefe que me trate bien, como a una dama’, le dijo como sin querer. Y él fue paciente, por lo menos el primer mes, porque luego, viendo que lo podían transferir de nuevo a su comando, alegando misión cumplida, lo cogió un desasosiego que lo hizo ser imprudente hasta el colmo de que la mayoría se dio cuenta de que el negro se moría por ella. Cuando lo vio a punto de estallar, Astrid cambió de táctica.

—¿Sabes? –Se le acercó ella casi hasta rozarle los labios, poniéndole una cara dulce–, me gustaría tener un hogar, con hijos y todo.

—Será cuando ganemos la guerra… –Mas ella lo interrumpió para no dejarle dar un respiro.

—¿Tú de veras crees que vamos a ganar la guerra?

—¿Por qué no?

—Porque cada vez nos corretean más, cada vez estamos más adentro de la selva, cada vez tenemos menos comida y ni drogas se consiguen.

—Aunque tenemos mucha plata y con ella se consigue de todo. Y además a mí me tienen confianza y me dejan manejar mucho billete.

—Qué va, por ahora lo único que hacen es encaletarla. Para nada sirve el dinero guardado. Además, eso va para el alto mando.

—Yo sé dónde se encuentran algunas caletas con mucho dinero. Tengo las coordenadas. No iba a ser tan bobo de no guardarlas sabiendo que yo mismo las enterré.

“Lo cierto fue que Chorro de Humo comenzó a pensar más allá de los límites, más de lo que le permitían sus principios revolucionarios. ‘Esa mujer puede tener razón’, pensaba. Llevaban casi tres años de un lado para otro, a los secuestrados los habían cambiado de frente varias veces y empezaba a ver que muchos compañeros, incluso buenos amigos, desertaban de las filas. ¿Cuándo se había visto tal cosa? Antes de cruzar la serranía del Chiribiquete, iban con frecuencia a La Macarena y a Miraflores y hasta bebían en los pueblos, sin riesgos y rodeados de amigos.

“Él conocía el Apaporis, el Ajajú y La Tunia y el Vaupés como la palma de su mano, pero no sabía cómo conseguir un permiso para llegar a Buenos Aires. Ahora ni pensar en disfrutar; estaban pasando por épocas de vacas flacas, por tiempo vidrio. Sin drogas para un simple dolor de cabeza y sin remesas de arroz o de lentejas. Intentaba el negro hacer un recuento de los compañeros muertos y no le alcanzaban los dedos de las manos y los pies, y esos eran los que conocía. ‘Cuántos muertos hemos enterrado que ni siquiera sé cómo se llaman’, decía entre dientes.

“Y para qué mentirse uno mismo, plata sí había y para qué les servía si no podían gastarla. Millones de dólares que no tenían manera de cambiar, empacados en chuspas y en canecas plásticas. Cuántas caletas por ahí desperdigadas, conservando unos mapas hechos a mano y estableciendo coordenadas guardadas en unos aparatos que mantenían los jefes escondidos en sus morrales y sin saber si podían regresar por ellas porque de tanto camuflarlas ni uno mismo sabía cómo se distinguían los sitios. Tres años hacía que les había tocado dejar la primera caleta de esas y nunca habían podido regresar. Uno oye decir que vamos a volver a tal o cual campamento y eso no es posible. Aquí los caminos son parecidos y los caños son iguales y la selva guarda la misma monotonía de siempre, con pájaros que ahora uno siente cantar de la misma manera y culebras de colores similares y árboles que no se sabe qué son y a los que no se les ven las flores.

‘Esa mujer puede tener mucha razón’, cavilaba Chorro de Humo y empezaba a tener pensamientos que lo alejaban del lugar; primero, el comandante Jerónimo les daba permiso de vivir juntos y entonces él se la llevaba a su hamaca y allí hacían innumerables jornadas de amor sin cuidarse de los merodeadores; luego, así no les dieran permiso ellos se veían a escondidas en medio del bosque y ahí se desnudaban y se recorrían a besos; después, como no podían verse, habían decidido escapar a toda costa. Pensaron sortear los recorridos por el río y esquivar las minas enterradas por ellos mismos y cruzar las selvas, impenetrables, alimentándose de animales que cazaran en el camino, de frutas silvestres y de palmiche, hasta lograr llegar a un caserío en donde no los conocieran y allí se entregarían al ejército.

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