Edison envió una cuadrilla para reparar los daños, tomó un trago de café frío que quedaba en una taza y reflexionó sobre lo que iba a hacer a continuación. Sonó el teléfono. Acercó el auricular a su oído bueno.
Era el director de la compañía naviera propietaria del buque Oregon que, con irritación no disimulada, quería saber si ya se le había ocurrido algo para recomponer las dinamos para su planta de iluminación de la nave. Fondeada muchos más días de lo previsto, estaba perdiendo dinero a espuertas.
¿Qué podía decirle Edison? No disponía de ningún ingeniero para atenderlo.
No pudo por menos que acordarse de Morgan, de J. Pierpont Morgan, que contaba con un ingeniero a jornada completa, encargado de supervisar la caldera y el motor de vapor que había instalado en un pozo del jardín de su mansión de Murray Hill, una instalación tan ruidosa que los vecinos lo amenazaban con una querella. A Morgan le traía sin cuidado: cuando las cosas se torcían, enviaba una caja de sus habanos especiales, se embarcaba en su yate, el Corsair, y realizaba un largo crucero.
–Le enviaré a un ingeniero esta misma tarde –le prometió Edison al naviero.
Morgan era el principal accionista de la Edison Electric Company, cuyos tendidos de cables de corriente continua se extendían como precarias telas de araña, sobrevolando algunas calles de la ciudad. Aunque los financieros y los empresarios no prestaban demasiada atención a la electricidad, otros, como el propio Morgan, habían intuido de inmediato que era el avance más significativo que se había conocido desde el tornillo de Arquímedes: todo el mundo demandaba energía y, en cuestión de poco tiempo, todo el mundo recurriría a las lámparas incandescentes de Edison.
La ingeniería eléctrica ofrecía un campo abonado para cualquier emprendedor afín a la ciencia o a los inventos, y no sólo por las compensaciones económicas. También había que tener en cuenta la atracción y los peligros, que representaban una frontera casi inexplorada.
La Universidad de Cornell y el Columbia College figuraban entre las pocas instituciones académicas que se jactaban de contar con magníficos departamentos de ingeniería eléctrica. Aparte de gigantes como Edison, Joseph Henry y Elihu Thomson, pocos eran los especialistas estadounidenses en este campo. De ahí que los empresarios del país no dudasen en contratar a profesionales llegados del extranjero, como Tesla, Michael Pupin, Charles Proteus Steinmetz, Batchelor y Fritz Lowenstein, por citar a unos pocos.
Sólo gracias, no obstante, al empeño de Edison, se encendían (o se apagaban) las luces que adornaban la ciudad de Nueva York. Hacía sólo un año que la señora de William K. Vanderbilt había organizado el recordado baile que habría de poner fin a las rivalidades entre los Astor y los Vanderbilt. En aquella ocasión, la señora de Cornelius Vanderbilt bajó la escalera principal de la mansión familiar vestida de “Luz Eléctrica”: una suntuosa puesta en escena, raso blanco y diamantes incluidos, que pocos de los privilegiados asistentes olvidarían.
Era tal el hechizo que provocaba la nueva fuente de energía que los anuncios navideños de un empresario de la época animaban a los padres a “dejar boquiabierta a la familia con nuestro enchufe doble”. No menos atractivos, aunque sorprendentes, eran otros presentes que aseguraban que el comprador se situaría a la altura de las celebridades del momento, como el corsé eléctrico para mamá y el cinturón magnético para papá. En las romerías populares, los aldeanos pagaban por recibir las descargas de un acumulador eléctrico.
Nada más prometer al naviero la presencia de un ingeniero con el que no contaba, no bien acababa de colgar el auricular del teléfono, apareció un chico que, sin resuello, le anunció que había dificultades en las calles de Ann y Nassau: se había producido una avería en la caja de empalmes instalada por uno de los inexpertos electricistas que trabajaban para el inventor. Sin ahorrarse detalles, el muchacho describió cómo un trapero y su caballo habían saltado por los aires y habían desaparecido calle abajo en un santiamén.
Edison le dio una voz al capataz:
–Reúna una cuadrilla, si todavía quedan hombres disponibles. Corte la corriente y arregle la avería.
Al alzar la vista, reparó en los cabellos negros de un hombre alto que se inclinaba sobre su mesa de trabajo.
–¿En qué puedo ayudarle, señor mío?
Tesla se presentó, hablando un correcto inglés con acento británico, un poco más alto de lo que tenía por costumbre en atención a la sordera que padecía Edison.
–Traigo una carta del señor Batchelor.
–¿Batchelor? ¿Algo no va bien por París?
–Todo en orden que yo sepa, señor.
–Tonterías. En París, siempre hay algo que anda mal.
Edison leyó la sucinta nota de recomendación de Batchelor y soltó un bufido. Observó a Tesla con atención.
–‘Conozco a dos grandes hombres, y usted es uno de ellos. El otro es el joven portador de esta carta’. ¡Caramba! ¡A esto le llamo yo una carta de recomendación! A ver, ¿qué sabe hacer usted? [3]
Durante la travesía, Tesla se había imaginado la escena más de una vez. La reputación de Edison, un hombre que, carente de formación académica, había inventado centenares de cosas útiles, le impresionaba sobremanera. En tanto que él, ¿qué había conseguido tras haberse pasado años rodeado de libros? ¿Qué resultados podía exhibir? ¿Para qué tanta formación? [4]
Hizo un rápido repaso del trabajo que había realizado en Francia y Alemania para la Continental Edison y, antes de que su interlocutor hiciera un comentario siquiera, comenzó a describir las excelencias del motor de inducción de corriente alterna, basado en su descubrimiento del campo magnético rotatorio. Por ahí irían los tiros en el futuro, aseguró: un inversor avispado podría hacerse multimillonario.
–¡Alto ahí, amigo mío! –replicó Edison, encolerizado–. Ahórreme esos disparates que, además, son peligrosos. Esta nación se ha decantado por la corriente continua. No seré yo quien eche por tierra lo que la gente quiere. Pero quizá tenga algo para usted. ¿Sabe arreglar el sistema de alumbrado de un barco?
Aquel mismo día, cargado de herramientas, Tesla subió a bordo del Oregon. Varios cortocircuitos y averías habían dado al traste con los generadores de la nave. Con ayuda de la tripulación, trabajó toda la noche. Al amanecer del día siguiente, había concluido la reparación.
Por la Quinta Avenida, de camino al laboratorio de Edison, se cruzó con su nuevo patrón acompañado por algunos de los más importantes ejecutivos de la empresa, que se retiraban a descansar.
–Aquí está nuestro parisiense; lleva en pie toda la noche –dijo Edison, a modo de presentación. [5]
Cuando Tesla le informó de que había reparado los dos aparatos, Edison se lo quedó mirando en silencio, y siguió adelante sin decir palabra. Con su buen oído, cuando aún no se habían alejado mucho de él, el serbio le oyó comentar:
–Este tío sabe lo que se trae entre manos.
Edison le fue contando las historias de los renombrados científicos europeos que habían recalado en Estados Unidos. Como Charles Proteus Steinmetz, el brillante enano alemán que había llegado a tierras americanas deportado, como un indigente. Tras sacudirse de encima aquel baldón, inició una carrera que lo convirtió en el genio oficial del más importante laboratorio de investigación industrial de General Electric, en Schenectady. Se trata del mismo Steinmetz que, cuando Edison y la General Electric trataron de emularlo, se empeñaría en dar con una alternativa que estuviera a la altura del sistema de corriente alterna de Tesla.
Edison no tardó en reconocer la valía de Tesla y, en la práctica, le dio carta blanca para investigar y resolver los problemas que se presentaban en el laboratorio. Trabajaba casi todos los días desde las diez y media de la mañana a las cinco de la madrugada del día siguiente, lo que le valió un desabrido comentario por parte de su nuevo jefe: “He contado con colaboradores muy entregados, pero usted se lleva la palma”.
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