Margaret Cheney - Nikola Tesla

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La primera biografía que se publica en español sobre uno de los personajes más influyentes de la ciencia contemporánea. Un relato completo de la vida y la obra de Tesla en el entorno de la revolución industrial.
Hoy pocos recuerdan a Nikola Tesla, pero gracias a él se enciende la bombilla del techo cuando pulsamos un interruptor. Fue el descubridor del campo magnético rotatorio, la base de la corriente alterna que hoy ilumina el mundo; pero también el padre de tecnologías visionarias en su época como la robótica, la informática o las armas teledirigidas. Nikola Tesla es el paradigma del inventor genial, la mente creativa sin perspicacia para los negocios, y su vida es la historia de un fogonazo de luz que iluminó a todos los que lo rodearon, para apagarse de forma triste… y resurgir hoy, con el homenaje y el recuerdo de los científicos modernos que reconocen a Tesla como «el padre de la tecnología moderna».

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En caso de apuro, ambos eran capaces de estar de pie dos o tres días seguidos sin dormir, mientras sus compañeros caían uno tras otro. Aun así, los trabajadores de Edison aseguraban que éste, de vez en cuando, daba cabezadas.

No tardó mucho Tesla en dar con la solución para que las rudimentarias dinamos de Edison, si bien limitadas a la producción de corriente continua, funcionasen de forma más eficiente. Así, propuso un método para rediseñarlas, asegurando que no sólo mejorarían sus prestaciones sino que ahorrarían mucho dinero.

El astuto hombre de negocios que latía en Edison se avivó al oírle hablar de dinero. No tardó en comprender, sin embargo, que el proyecto que Tesla proponía era de gran calado y necesitaría dedicarle mucho tiempo.

–Le pagaré cincuenta mil dólares a usted solito, si es capaz de llevarlo a buen término –le dijo. [6]

Durante meses, sin apenas dormir, Tesla trabajó como un loco. Aparte de rediseñar los veinticuatro generadores de arriba abajo e introducir notables mejoras, implantó controles automáticos, una idea original que quedó registrada como patente.

Las diferentes formas de ser de cada uno pesaron mucho desde el principio. Edison renegaba de Tesla, a quien consideraba un intelectual, un teórico, un erudito. Según el mago de Menlo Park, el noventa y nueve por ciento de la genialidad consistía “en prever qué cosas no iban a funcionar”. De ahí que recurriese a un complicado proceso de eliminación a la hora de abordar cualquier problema.

No sin sentido del humor, Tesla diría de aquellas “jábegas experimentales”:

Si Edison se viera en la tesitura de encontrar una aguja en un pajar, procedería con la diligencia de las abejas, examinando brizna a brizna hasta dar con ella. Yo sabía que, con un poco de teoría y los cálculos pertinentes, se hubiera ahorrado el noventa por ciento del trabajo, pero tuve el dudoso honor de observar su forma de proceder. [7]

El afamado ingeniero y periodista Thomas Commerford Martin contaba que Edison, en cierta ocasión, incapaz de descubrir en el mapa el remoto lugar de Croacia en que Tesla había nacido, llegó a preguntarle si alguna vez había comido carne humana.

Hasta el más rutilante de los genios ha de seguir su propia trayectoria –escribió Martin, no sin perspicacia–, y estos dos hombres representan, cada uno a su manera, dos formas de enfocar las cosas, dos métodos diferentes, dos afanes muy distintos. Si quiere que sus anhelos lleguen a buen puerto […], al señor Tesla no le quedará otra que apartarse de Edison.

Eran diferentes incluso en cuestiones tan elementales como el aseo personal. Obsesionado con los microbios y escrupuloso en extremo, Tesla llegó a comentar de Edison: “No tenía aficiones conocidas; no le gustaba el deporte ni los espectáculos en general, y vivía del todo ajeno a las normas de higiene más elementales […] Tal era su desidia que, de no haber contraído matrimonio con una mujer de sobresaliente inteligencia, que puso todo su empeño en sacarlo a flote, habría muerto hace muchos años”. [8]

Más allá de cuestiones personales, mantenían diferencias de criterio irreconciliables. Convencido de que la corriente continua era imprescindible para la fabricación y posterior venta de sus bombillas incandescentes, Edison intuía la amenaza que, para su sistema, representaba aquel extranjero tan brillante: la vieja historia de los intereses creados. En sus comienzos, Edison tuvo que plantar cara a la tenaz resistencia de las empresas que comercializaban el gas en régimen de monopolio, y si les ganó la partida fue gracias a sus perspicaces dotes para la propaganda. Imprimía boletines en los que describía con todo lujo de detalles los peligros que entrañaban las explosiones de las tuberías de gas. Sus representantes recorrían el país de punta a punta, informando de todos los incidentes achacables a aquella “opresión industrial”, que atentaba contra la salud de los trabajadores, quienes, supuestamente, “sufrían” quemaduras, o pérdidas de visión provocadas por la luz de gas. Ya se imaginaba, pues, en la tesitura de tener que librar una nueva batalla contra una tecnología más novedosa que la suya. [9]

En los pocos ratos libres que tenía, Tesla se empapaba de la historia, la literatura y las costumbres de Estados Unidos, disfrutando de las nuevas amistades y experiencias que iba acumulando. Hablaba bien inglés, y comenzaba a entender el sentido del humor de los estadounidenses. Eso pensaba, al menos. Pero, como los hechos se encargarían de demostrar, Edison le sacaba ventaja.

Le encantaba pasear por las calles de Nueva York, congestionadas de tranvías que se movían gracias a la electricidad, y pasaba buenos ratos en aquellas vías públicas ya entonces atestadas. Día sí, día no, las dinamos de la central estaban averiadas pero, cuando funcionaban en condiciones, los tranvías ponían los pelos de punta a viajeros y peatones por igual, hasta el punto de que el director de un periódico advertía sesudamente contra los riesgos que corría cualquier ciudadano que se subiese a ellos, porque podría verse afectado de perlesía y nadie se haría responsable.

Por ignotas razones, los habitantes de Brooklyn se sentían especialmente expuestos al ataque de los monstruosos tranvías y todos a una blandieron pancartas en las que se leía: “Tranvías traicioneros”. Más tarde, cuando el barrio contó con un equipo propio de béisbol, lo bautizaron Brooklyn Dodgers.

Tesla dedicó casi todo un año al rediseño de los generadores de Edison. Una vez concluida la tarea, informó a su jefe de que había culminado con éxito su empeño y le reclamó, por supuesto, los cincuenta mil dólares prometidos.

Edison retiró sus enormes zapatos negros de encima de la mesa y se lo quedó mirando, boquiabierto.

–Tesla –le espetó–, ¡qué poco ha aprendido usted del humor americano! [10]

Una vez más, la Edison Company se reía de él. Enfurecido, Tesla presentó la dimisión. Edison trató de arreglar las cosas, ofreciéndole una subida de diez dólares sobre el magnífico salario que percibía, dieciocho dólares a la semana. Tesla se caló el sombrero hongo y se marchó (muy distinta es la versión del bando de Edison: Tesla le ofreció a Edison sus patentes de corriente alterna por cincuenta mil dólares, y éste las rechazó pensando que se trataba de una broma).

Al decir de Edison, Tesla era un “bardo de la ciencia”, capaz de concebir “grandiosas ideas, carentes de toda utilidad”. Advirtió al joven ingeniero de que estaba cometiendo un error y, durante cierto tiempo, las circunstancias acabaron por darle la razón. Sumido como estaba el país en desalentadoras turbulencias financieras, no era fácil encontrar trabajo en Estados Unidos.

Hasta el propio Edison, atrapado en las redes de Morgan, hubo de sufrir las consecuencias de la escasez de fondos: mientras el inventor era partidario de una expansión rápida, el banquero se atrincheraba en una política de contención, negándole incluso préstamos de baja cuantía, mientras la casa Morgan invertía sumas ingentes en el ferrocarril.

Morgan aplicaba la misma forma de hacer negocios en todas sus empresas. El financiero no tardaba en controlar el 51% de las sociedades en donde invertía, y reclamaba un puesto en el consejo de administración, aunque apenas ejercía el poder. Esa política se concretó en la compra continuada de compañías que perseguían objetivos parecidos, en la emisión de acciones de bajo valor nominal, y en la constitución de un centro único de poder mediante la eliminación de la “competencia desleal”.

Cuarentón y a punto de llegar al cénit de su carrera, Morgan era un hombre hosco y estirado que inspiraba temor, un personaje solitario a quien sus socios, sus subordinados y el público en general le traían sin cuidado. De uno ochenta de estatura y cien kilos de peso, por culpa de una rara enfermedad de la piel, tenía una nariz tan resplandeciente como las bombillas que Edison acababa de inventar. Aun así, el poder actuaba como imán, convirtiéndole en un casanova que se jactaba de sus conquistas sin el menor rubor. [11]

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