La reseña empieza y concluye en el pavimento. En la primera línea, un perro y un hombre cruzan la calle con luz verde, pero con distintas motivaciones. En la última, un artista es empujado por sus pares al tránsito de alta velocidad, donde oprobiosamente muere. Miliyo comenta que el arte de Fernando Moledo se sitúa en la tradición de la geometría pero que no tiene nada que ver con esa “corriente local” que elige un “consabido” material como el esmalte y sufre “obsesión” por el enmascarado y el pastel. Si no hay suficiente pica contra el arte del Rojas en esta frase, inmediatamente se refiere en términos despectivos al artista como “pulidor de muebles”, categoría de la que Moledo se salva. Por este lado iba la crítica de la objetualidad vernácula de “aspiraciones decorativas” que floreció en la escena del Rojas.
El malquiste de Miliyo contra el Rojas, su berrinche por decirlo así, expresa un abstracto malestar de época. Es el año 2000 y el arte de los años 1990 se presenta viejo incluso por razones de calendario. Es necesario encontrar algo nuevo. ¿Y qué es lo nuevo? La respuesta es fácil: el arte contemporáneo.
Un razonamiento así puede encontrarse en PanoraMIX, una serie de muestras característica del momento, con “curaduría y organización” de Fundación Proa, según el folleto oficial (aunque los curadores fueron Adriana Rosenberg, la directora de Proa, Patricio Rizzo y Rodrigo Alonso), que tuvo lugar en el año 2000. Rosenberg publicitaba el programa en estos términos:
[Los artistas] cuestionan en la actualidad el concepto de “obra de arte” y desafían las tradicionales clasificaciones de las disciplinas artísticas, recreando obras donde lo visual, la música, la digitalización, el espacio expositivo conforman la actual obra de arte contemporánea 31.
En estas líneas promocionales, algo cacofónicas, se llegan a expresar ideas muy claras: el cambio de siglo es testigo de una transformación de las manifestaciones artísticas y la labor del museo es acomodarse a ellas para conectarlas con el público. PanoraMIX no solo buscó incluir a todas las tendencias posibles en cada muestra (de un total de tres), sino también a todas las disciplinas. Como una bienal que no reconoce su nombre, se lanzaban una tras otra muestra panorámica y un conjunto de programas de apoyo: “cine/video”, “diseño”, “arquitectura” y “música”. Este último segmento del programa alojó al plenario de la escena musical indie del momento: ídolos ya desaparecidos como Capri y Boeing, Altocamet y Victoria Mil, otros vigentes como Leo García, Pablo Schanton, Rosario Bléfari y un inaugural concierto de cámara ambientado de Babasónicos, La Falopera. Un sector de la comunidad reaccionó frente a PanoraMIX con el ceño fruncido. Sin embargo, la inclusión de nombres como el de los Babasónicos hacían que el programa fuera una ocasión tentadora para los jóvenes modernos que escribían en ramona. Para el número 4 de la revista, Cecilia organizó un compilado de opiniones tan diversas y breves como las mismas obras de PanoraMIX 1 que se proponía recensar, dispuestas como las líneas de diálogo de una novela asamblearia y frenética:
–Si estos son los artistas de vanguardia, estoy de acuerdo con Sebreli, además […] no hay nada para tomar. […]
–Una miscelánea poco clara. […]
–Todo es muy correcto. […]
–Está bien que haya un recambio generacional, todavía se les dice jóvenes a los que lo eran hace diez años. […]
–La mayoría de las cosas me parecen carentes de toda emoción. […]
–Después del Rojas no pasó nada. […]
–El problema es que la gente que no sabe nada viene acá y empiezan a copiar cualquier batata: creo que estas muestras le hacen mal a la sociedad en general. […]
–Me asombra la profesionalidad, todo parece de bienal, no hay nada pegado con cinta 32.
A pesar de verter por escrito estas opiniones lacerantes hacia el programa, Cecilia fue invitada junto con Fernanda a Panoramix 2 (en agosto de aquel año 2000), dedicado a Belleza y felicidad.
Desde nuestro punto de vista lo más interesante que trajeron las computadoras es el modelo de red que cuestiona la relación centro-periferia, y que propone nuevas formas de generar y diseminar la información. Una red, además puede existir perfectamente sin una computadora. En ese sentido nos gustaría pensar que Belleza y felicidad es un laboratorio de “nuevas tecnologías” en el campo de las relaciones: nuevos modos en que las personas (tanto artistas como no artistas) se conectan entre sí. […] No es solo la mezcla de disciplinas lo que está sucediendo, sino sobre todo la mezcla de sujetos, códigos y discursos que replantean el lugar del artista 33.
El texto parece responder con enojo a la invitación de Fundación Proa. La seducción de las redes (“lo más interesante que trajeron las computadoras”) es la amistad y no los formatos tecnológicos de los que Panoramix 1 presumiblemente abusaba. “No es solo la mezcla de disciplinas lo que está sucediendo, sino sobre todo la mezcla de sujetos”, quiere decir que Belleza y felicidad no era un lugar donde se practicaran “nuevos lenguajes” sino un lugar en el que las relaciones entre los artistas y su medio podían darse de otra forma: el matiz es importante porque aquí comenzaba a ponerse de manifiesto una disputa sobre las capacidades, la autonomía y los vínculos entre los artistas como algo diferente del empleo de “nuevos lenguajes” en una situación institucional convencional.
En este momento de la discusión artística, las “redes” y las “prácticas” van tomando preponderancia sobre los objetos y las formas. Belleza y felicidad y Movimiento Sexy, así como muchos otros grupos, proyectos y colectivos de aquellos años, participan de este cambio de óptica. Rafael Cippolini lo escribió muy bien más adelante, recuperando el sabor de este momento:
[La del 2000] fue la década en la que proliferaron las experiencias colectivas no institucionales de artistas. […] Me refiero a proyectos horizontales como el Club del Dibujo, impulsado por Claudia del Río y Mario Gemín, y a obras conceptuales de artista como el proyecto Venus […] de Roberto Jacoby, que le valió una Beca Guggenheim. Tampoco debemos olvidarnos del Proyecto Trama, ideado por Claudia Fontes [...]. Hubo quienes un tanto exageradamente vieron en este tipo de formatos una nueva epistemología de las artes [Cippolini se refiere a Reinaldo Laddaga, citado al pie] pero lo cierto es que cada una de las propuestas enumeradas se mostraron más vigorosas e inspiradoras que la mayoría de las instituciones oficiales locales 34.
Pero mientras una tendencia de la escena se afirmaba en la construcción de espacios fluctuantes que ponían en vilo el concepto de arte, a la manera de ramona, proyecto Venus y Belleza y felicidad, otra vertiente se adocenaba en la exaltación del sistema del arte ahora entendido como un espacio internacional de competencia profesional. Por eso hacía falta también un crítico que supiera bendecir a cuanto artista argentino tuviera una muestra en Estados Unidos o en Europa y que enseñara, desde un sitio importante, que el arte es algo serio y no el chistecito hecho con poco dinero que por esos días daba una parada triunfal en PanoraMIX.
Ese crítico, Fabián Lebenglik, entonces estaba al frente de la sección de arte del suplemento radar del diario Página 12. Hasta entonces la faena de la sección incluía poco más que los grandes éxitos nacionales e importados que pasaban por el Museo de Bellas Artes. Y ahí estaba Lebenglik para hacerle frente a cualquier muestra de Fontana, de Baselitz, de arte povera. El ejercicio le rendía, aunque no eran los suyos los artículos más coloridos. Recuerdo haber comprado el diario un día a mediados de 2001, con el suplemento que traía como artículo de portada una entrevista con Andrés Calamaro, realizada en su estudio, una entrevista llena de metáforas irregulares para el acto de inhalar cocaína que Calamaro, a lo que parece, desempeñó ante el cronista, si no en complicidad con él. El artículo se titulaba “Bajando línea” 35. Yo ni tenía veinte años, ni había tomado cocaína (un récord que mantuve hasta los treinta y tres años y que luego sostuve imperfectamente). Recuerdo la foto de la portada: Calamaro con la boca entreabierta, las ojeras y esa mirada refrita, seca, pero al mismo tiempo enternecedora que iba a ver en mis amigos de la secundaria, al encontrármelos casualmente en algún recital, y tantas veces en las apariciones de Diego Armando Maradona en fotos o grabaciones: una mirada de perro herido, extremadamente dulce, muy habitual en el usuario de cocaína. Y en el mismo número, Lebenglik se despacha con una insufrible gacetilla sobre un repertorio de obras del Reina Sofía que se venía para Buenos Aires y que él llegó a ver en Madrid. Poquito después, también desde Europa, se zambulle en otro artículo imposiblemente elogioso sobre la bienal de Venecia 36. Se deleita con Uri Katzenstein, con Gregor Schneider y hasta con “las magistrales metáforas del coreano Do-Ho Suh sobre el ‘costo político’ de las guerras”. Se fascina con el pabellón de Hungría, donde una artista emplazó una sala de gimnasia VIP al estilo de un hotel 5 estrellas. El papa caído de Maurizio Cattelan lo conmueve, así como la obra de Schneider, “una obra brillante y siniestra sobre el autoritarismo”. Parecen haber sido días inolvidables los de esa semanita en Venecia, aunque Lebenglik no le presta acentos celebratorios a su relato, “porque el corazón del arte es la tragedia”. Llama la atención este corazón bienalero. Lebenglik justamente se jactaba de ser el único crítico que analizó y promovió el arte del Rojas durante los años 1990 37. Y era ese un arte que iba en la dirección opuesta de las cosas gigantes, cinematográficamente bien producidas y cargadas de mensajes políticos. Pero ahora, en 2001, lo encontramos completamente transfigurado, enfiestado con el arte de gran escala y mensajes políticos directos. Y no es que Lebenglik hubiera cambiado de opinión, o no es solo eso. Mi hipótesis es otra y es central para lo que viene: Fabián Lebenglik, en 2001, conoció el arte contemporáneo como algo distinto en todas las dimensiones a lo que se hacía en Buenos Aires. No es que no conociera el lenguaje formal de la instalación, el neoconceptualismo o las peripecias del llamado arte político: todo eso ya era tema de los libros de estudio. Lo que Lebenglik no conocía, porque Buenos Aires no lo conocía, es el sistema de trabajo del arte contemporáneo: su industria, de la que las bienales con obras gigantescas no son más que la cáscara. De manera que Lebenglik, que en los noventa escribía sobre las humildes muestras del Centro Cultural Rojas desde su página solitaria de la sección Espectáculos de Página 12, a fines de esa década cambió de escritorio, cuando comenzó a escribir en el suplemento radar, y cambió también de objeto: empezó a interesarse por las retrospectivas de artistas muertos importadas de grandes museos. Y en 2001, casi como si lograra la síntesis entre ambas trayectorias, la conclusión de un silogismo cuyas premisas fueran las instituciones de gran porte y los artistas vivos, se puso a escribir sobre algo nuevo: el arte contemporáneo, la mezcla soñada del elefante institucional y la gacela de la juventud.
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