Chris Kraus - Video Green

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Video Green examina el boom del arte de Los Ángeles impulsado por los programas de graduados de alto perfil a finales de la década de 1990. Sondeando la superficie de los términos críticos en boga, Chris Kraus realiza una brillante crónica de cómo la ciudad de Los Ángeles se transformó, de repente, en el epicentro del mundo del arte internacional y en un microcosmos de la cultura más amplia.¿Por qué está Los Ángeles tan completamente divorciada de otras realidades de la ciudad? Un libro inteligente, analítico y agudo,
Video Green, es al mundo del arte de Los Ángeles, lo que
Mitologías, de
Roland Barthes fue a la sociedad del espectáculo: la autopsia en vivo de una ciudad fantasma.Esta edición de
Video Green de
Chris Kraus es especial. Cuenta con una intervención artística,
Marcapáginas de la artista
Maider López, que surge de una cita del libro. A partir de una reflexión sobre el fetichismo de los objetos, la propuesta de
Maider López consiste en recolectar recuerdos que diariamente usamos como marcapáginas. Gracias a la participación de cientos de personas, diferentes evocaciones a su cotidianidad personal, se incluyen en cada volumen impreso.

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En 1999, un grupo de setenta trabajadores textiles tailandeses sin papeles recibieron un millón doscientos mil dólares en el acuerdo final de una demanda que iniciaron contra El Monte, un taller clandestino que los había empleado. Los miembros del grupo habían llegado allí años atrás; no hablaban inglés, y los retuvieron prácticamente como prisioneros, con guardias detrás de alambres de púas. Después de iniciar la demanda, los trabajadores textiles se convirtieron en enfermeros, estudiantes de moda y esteticistas. Algunos se unieron a grupos de activistas de trabajadores latinos.

En Los Ángeles, es posible comprar influencia sobre miembros del Consejo de la ciudad aportando solamente diez mil dólares para una campaña. Cuesta apenas medio millón de dólares lograr que se apruebe una ley en Sacramento.

El chanchullo significa igualdad de oportunidades, y a un célebre miembro del Consejo de la ciudad, conocido por tener una propensión al juego, le gusta recibir sus coimas en forma de apuestas a su nombre en el hipódromo de Santa Anita.

Luis Gargonza creció en una cabaña de una sola estancia sin agua corriente ni electricidad en Michoacán. Cuando tenía catorce años, tomó un autobús hasta Tijuana, atravesó a nado el canal entre Tijuana y San Diego, y se reunió con su hermano en Los Ángeles. Analfabeto en español, hizo trabajos extraños pero aprendió a leer y escribir en inglés. Ahora tiene cuarenta años, conduce una camioneta Ford 250 y posee una gasolinera.

Nacido en la Ciudad de México, Miguel Sánchez cruzó la frontera a través del desierto. Trabajó en una imprenta del centro sur de Los Ángeles durante quince años, ahorró 25.000 dólares y abrió un café y galería en Echo Park.

CUARTA PARTE: THURMAN, NUEVA YORK, ENERO DE 2003

La realidad universal tiene su propio

código postal: 12839.

Eso es todo. Escríbeme. Aquí.

William Bronk

Hudson Falls, un pequeño pueblo que linda con la zona meridional de las montañas Adirondack, al noroeste del estado de Nueva York, es la clase de lugar en el que los recuerdos de la escuela secundaria giran en torno a drogarse con polvo de ángel y mirar el amanecer desde un cerro sobre el vertedero del pueblo. Mi amigo, Mark Babson, me contó eso. Me llevó allí un domingo por la tarde y me mostró todos sus lugares secretos. Y sí, metido en un codo de la parte norte del río Hudson, es un vertedero muy bonito… aunque todo el lugar fue tapado hace tres años después de que un informe declarara que era el vertedero más contaminado de todo Estados Unidos. De todas maneras es hermoso. La tierra que tiraron con camiones para cubrir los residuos tóxicos está ahora cubierta de pasto.

Mark nació y creció en Hudson Falls, una ciudad que ahora es apenas poco más que una colección de fábricas abandonadas y casas prefabricadas con jardines descuidados y secos. Cuando la Agencia de Protección Ambiental de la era Clinton trató de que General Electric, la principal empleadora del pueblo, limpiara el PCB que habían arrojado en el río Hudson, todo el pueblo se juntó para apoyar a la empresa.

¿Por qué remover todos esos tóxicos?, argumentaban. Mark (como el resto de los adolescentes de la localidad con un nivel de educación superior a tercer grado) recibió una generosa paga de GE por juntar firmas para una petición “de base” para “salvar el río”. Cuando la campaña de la compañía, que duró cuatro años y costó 60 millones de dólares, demostró ser ineficaz, cerraron la planta y se trasladaron.

–Borrachos, gente que vive de la seguridad social y ancianos –dice Mark como resumen de los datos demográficos más actuales de Hudson Falls.

Cuando le sugiero que se podría hacer mucho dinero re-parando las construcciones coloniales de estilo georgiano del pueblo, otrora gloriosas, Mark se encoje de hombros y suspira:

–Aquí no puedes vender pizzas con corazones de alcachofa.

Me mudé otra vez al diminuto pueblo de Thurman (832 habitantes) en junio pasado. Thurman no está lejos de Hudson Falls, pero la ciudad de Nueva York está a 360 kilómetros. Después de vivir varios años en Los Ángeles, extrañaba el invierno, y pensé que quizás podía volverme una escritora regional del norte del estado de Nueva York.

Cinco meses después, empezaba a sentir que quizás aquella no había sido una buena idea. El invierno llegó rápido: a mediados de octubre, todos estaban quemando madera y colocando llantas con tachas para la nieve en sus camionetas. La zona estaba más deprimida que nunca. Este sector de las montañas Adirondack, que yo recordaba como un lugar encantadoramente tranquilo, me daba la impresión, ahora, de estar destruido y abandonado. En toda la región, los supermercados Grand Union habían sido reemplazados por Tops, una cadena de tiendas de bajo coste inmunda que se especializaba en la venta de productos a punto de caducar. En Corinth, estaba por cerrar el último aserradero que quedaba. Ames Department, la cadena de descuento predecesora de Walmart acababa de declararse en quiebra, así que ahora tenías que viajar setenta y cinco kilómetros solo para comprar un sacacorchos. Los viejos que habían talado los bosques con caballos estaban casi todos muertos; ahora sus descendientes controlaban los bosques con gigantes tractores forestales, cuatriciclos todo terreno y motos de nieve.

Estaba pasando demasiado tiempo visitando páginas web en busca de sexo de online (que es el único tipo de sexo que tienes si vives sola en un lugar como este), conduciendo por el campo escuchando Hits clásicos de Frank Sinatra, y llorando. Las antiguas canciones de Cole Porter evocaban un mundo específico donde los amantes eran recordados por los sombreros que llevaban puestos, la forma en que sostenían un tenedor, sus sonrisas; y no olvidados a través de los significados infinitamente intercambiables del sexo online y el porno.

My story is much too sad to be told

But practically everything leaves me totally cold

The only exception I know is the case

When I’m out on a quiet spree

Fighting vainly the old ennui

And I suddenly turn and see

Your fabulous face 1

Fue más o menos por ese tiempo cuando conocí a Mark Babson. Mark tenía veintidós años, había intentado varias veces entrar a la universidad y no lo había logrado. Estaba arreglando mi cocina después de que los veganos que habían vivido allí durante mi ausencia con siete animales domésticos la despedazaran. Conocí a Mark en el Java Shop, la única promesa de una vida mejor que habían abierto en Glens Falls ese verano, a treinta kilómetros. Unos amigos de Mark habían iniciado el negocio con las ganancias de cierta especulación precoz en la bolsa. La decoración del lugar estaba inspirada en la década de 1970, aunque de un modo tranquilo, y había revistas que a uno sí le daban ganas de leer. Con su dentadura completa y su humor socarrón, Mark tenía una selección de clientas de la zona que habían venido, todas, de grandes ciudades. Le había hecho un presupuesto a otra cuarentona soltera que había vuelto de California, pero cuando ese mismo invierno un novio local la aporreó y la desmembró, los dos nos sentimos afortunados de que hubiera elegido trabajar para mí.

Mientras Mark martillaba y hacía ruido en la cocina, yo trabajaba o no trabajaba en mi libro, y conocía posibles compañeros sexuales en el ordenador. La fantasía es como una droga. Lo que te engancha no es el sexo sino la ilusión de una intimidad deliciosa. En Thurman, yo estaba tan sola que mis hombros empezaron a tensionarse. Había vivido allí diez años atrás, y había sido profesora de talleres en la escuela local, pero ahora nada era lo mismo. George Mosher, que había divertido a los niños del lugar con su perro parlante y sus pollos que ponían huevos de colores, estaba muerto. George había vivido en Thurman toda su vida; durante la Depresión había caminado quince kilómetros por el bosque para conseguir un trabajo en Stony Creek. La señora Rounds, que había mantenido un jardín maravilloso de especies perennes alrededor de su pequeña casa prefabricada, estaba en un asilo de ancianos en Glens Falls. Del otro lado de la calle, el viejo Vern le había pasado la propiedad del taller mecánico Baker a su hijo, el joven Vern, presidente de club de conductores de motos de nieve de las Adirondack del sur. Sin el sedimento de una cultura local, todo en Thurman parecía genérico, lúgubre y vacío. Era un pueblo más en declive. Entonces, en ese momento, era importante para mí encontrar a alguien con quien hablar. Mis dientes torcidos, tu comprensión.

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