Discutiendo con un amigo no creyente junto a una hoguera chisporroteante, G. K. Chesterton justifica la moral cristiana apelando de manera deslumbrante a la belleza:
— ¿No son espléndidas esas chispas? —dije yo.
— Sí —respondió.
— Es lo único que te pido que reconozcas. Dame esas chispas rojas, y yo deduciré la moral cristiana. Antes pensaba como tú, que el placer que siente uno en una chispa que salta es algo que viene y va con la chispa. Pensaba que el deleite era tan libre como el fuego. Pensaba que esa estrella roja que vemos estaba sola en el espacio. Pero ahora sé que la estrella roja no es más que la cúspide de una pirámide invisible de virtudes. Ese fuego rojo no es más que la flor sobre un tallo de hábitos de vida que no se ven… Esa llama floreció de las virtudes, y se apagará con las virtudes. Seduce a una mujer, y la chispa brillará menos. Derrama sangre, y la chispa será menos roja. Sé malo de verdad, y serán para ti como manchas en el papel pintado de la pared[4].
El pecado y el egoísmo estropean la belleza. El vicio mata la apreciación. El ascetismo es requisito del esteticismo. Sólo la inocencia nacida del autocontrol conserva fresco y luminoso el mundo.
Incluso si no nos entregamos a cosas directamente pecaminosas, el exceso de estimulación sensorial puede cegarnos a las realidades más hondas latentes en las realidades sensibles.
Ese es uno de los motivos por los que no voy a hablar en este libro de la belleza de las formas artísticas digitales o de la televisión. Creo que pueden existir películas bellas, programas de televisión bellos, incluso tal vez videojuegos bellos. Pero no creo que el principal problema moral para la mayoría hoy sea la insensibilidad hacia los televisores, los ordenadores o los teléfonos inteligentes. Creo que, para la mayoría, el problema es el exceso de tiempo dedicado a las pantallas.
No voy a discutir acerca de los aparatos electrónicos, ni voy a hablar de los efectos peligrosos de nuestra exposición extrema a las imágenes digitales. Eso ya lo han hecho muchos, y con mucha eficacia. Así que permítanme sugerir simplemente que un auténtico compromiso con la búsqueda de la belleza puede implicar una reducción importante del tiempo que dedicamos a la pantalla. Es probable que para ver el significado profundo de las imágenes sensoriales sea necesario no abrumar constantemente los sentidos con luces, imágenes y movimiento.
La otra virtud clave que necesitaremos en nuestra búsqueda de la belleza es la fortaleza, que nos anima a perseguir bienes difíciles y arduos. Esta virtud es importante porque no debemos perseguir simplemente la belleza para apreciarla; debemos también crear belleza. Y, como veremos, la creación de belleza es realmente difícil. Hace falta perspicacia, organización y empatía intelectual con los demás. Y mucho tiempo. Eso significa perseverancia y resistencia: significa que necesitamos fortaleza.
De nuevo, la belleza inflamará nuestras pasiones, pero para que eso ocurra las pasiones tienen que cultivarse y ordenarse. Sólo la fortaleza y la templanza pueden asegurar esta armonía en nuestras almas.
HONESTUM: LA BELLEZA DE UNA VIDA VIRTUOSA
Hasta ahora hemos mencionado dos vínculos entre la belleza y la vida virtuosa: primero, la belleza motiva la virtud. La percepción de la verdad y la bondad espirituales en las imágenes sensoriales inspira la pasión por la verdad y la bondad en sí mismas. Segundo, la belleza requiere virtud. La templanza es necesaria para percibir correctamente la belleza, y la fortaleza, para crearla.
Por último hemos de expresar lo evidente: la virtud en sí es bella. Santo Tomás destaca la belleza de la virtud cuando describe una virtud muy extraña: lo que él llama honestum. ¿Por qué es tan extraña? Dice santo Tomás que honestum es exactamente lo mismo que virtud.
Entonces, ¿para qué nos dice que la virtud es virtud?
Porque quiere enfatizar la inseparabilidad de belleza y virtud:
La belleza espiritual consiste en que la conducta del hombre, es decir, sus acciones, sea proporcionada según el esplendor espiritual de la razón. Ahora bien: esto pertenece a la razón de honesto, lo cual ya dijimos que coincide con la virtud, que modera todas las cosas humanas conforme a la razón. La honestidad es lo mismo que la belleza espiritual[5].
Este libro trata primordialmente de entender la belleza en términos morales, pero hemos de comprender también que la moral necesita entenderse en términos estéticos. Dice Juan Pablo II: «A cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra»[6].
Entonces nuestro objetivo es sencillo: utilizar la sinergia, el apoyo mutuo entre bondad y belleza, moral y estética. Vamos a intentar perseguir la belleza porque eso forma parte del arte de vivir bien, y vamos a intentar vivir moralmente con el fin de hacer bellas nuestras vidas.
[1]Hans Urs von Balthasar: «El punto de partida de la estética será necesariamente (más que nunca) la belleza corpórea, experimentada en el plano sensorial, empírico». Gloria, 4: Metafísica. Edad Antigua. Jacques Maritain: «Sólo el conocimiento sensorial posee perfectamente en el hombre la cualidad intuitiva requerida para la percepción de lo bello… Así es también lo bello que es propio de nuestro arte, que da forma a una materia sensible con el fin de deleitar el espíritu». Arte y escolasticismo y Las fronteras de la poesía. Aiden Nichols: «De todas las cosas trascendentales, la belleza es la más cercana a nuestros sentidos». A Key to Balthasar: Hans Urs von Balthasar on Beauty, Goodness and Truth.
[2]«Quien no disfrute a veces de la experiencia estética no puede, en mi opinión, haberla tenido nunca». Roger Scruton, La estética de la arquitectura. Recordemos que santo Tomás dice que la belleza es lo que nos «deleita» al verla.
[3]Germain Grisez, The Way of the Lord Jesus, vol. 1 (Chicago: Franciscan Herald Press, 1983), 124. Germain Grisez, Joseph Boyle y John Finnis, «Practical Principles, Moral Truth, and Ultimate Ends», American Journal of Jurisprudence 32 (1987): 99–151; Germain Grisez, Beyond the New Morality (South Bend, IN: Notre Dame, 1974), 66.
[4]G. K. Chesterton, Enormes minucias.
[5]Santo Tomás de Aquino, ST II-II, q. 145, art. 2.
[6]Juan Pablo II, Carta a los artistas, n.º 2.
2.
LA BELLEZA DE LA NATURALEZA
LA MANIFESTACIÓN MÁS BÁSICA Y MENOS controvertida de la belleza es la belleza del mundo natural. Las puestas de sol, los saltos de agua, los cañones, los desiertos, las vistas panorámicas en la montaña, los claros del bosque, el mar: son imágenes que se nos vienen irreflexivamente a la cabeza como ejemplos de belleza en su estado más crudo y elemental. La apreciación de la majestuosidad de la naturaleza por un lado nos hace sentir pequeños, y por otro «despierta en nosotros, de manera misteriosa, vagas e indeterminadas potencialidades… de ahí la impresión de asombro y también de reto»[1].
Esta es la belleza en la que todos estamos de acuerdo, creyentes y no creyentes. Los científicos declaradamente ateos como Carl Sagan, Richard Dawkins o Steven Hawking hablan apasionadamente de la gloriosa belleza del mundo material. Lo raro es que tienden a acusar a los creyentes de distraer de la apreciación de la belleza natural.
Por el contrario, la Iglesia y la Biblia están repletas de apreciación de la naturaleza. Por ejemplo, dice del mundo natural el Catecismo de la Iglesia católica:
Antes de revelarse al hombre en palabras de verdad, Dios se revela a él, mediante el lenguaje universal de la Creación, obra de su Palabra, de su Sabiduría: el orden y la armonía del cosmos, que percibe tanto el niño como el hombre de ciencia, «pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13, 5), «pues fue el Autor mismo de la belleza quien las creó» (Sb 13, 3). (2500)
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