1.
LA BELLEZA, LA VIRTUD Y LAS PASIONES
LA RELACIÓN DE LA BELLEZA CON LOS SENTIDOS
Al pensar en la belleza, tendemos a pensar inicialmente en ciertas manifestaciones físicas de ella. Pensamos tal vez en una mujer bella, en un paisaje bello. O quizá en la belleza hecha por el hombre: la pintura, la escultura, la música.
Pero es casi seguro que pensamos en la belleza en alguna forma sensiblemente perceptible, y casi siempre será algo que pueda percibirse por la vista o el oído. Alexander Baumgarten, el primero en aplicar la palabra «estética» al campo de la belleza, afirma en Filosofías de la belleza: de Sócrates a Robert Bridges que es «la ciencia del conocimiento sensual». Es bien conocida la descripción de santo Tomás de Aquino, en la Suma teológica, de la belleza como «aquello que agrada a la vista»; y en De ordine, san Agustín también relaciona la belleza con los sentidos: «Ahora detectamos ciertos rastros de la razón en los sentidos; y con respecto a la vista y el oído, la hallamos en el placer mismo… Con respecto a la vista, solemos llamar bello aquello en que la armonía de las partes nos parece razonable; y con respecto al oído, cuando decimos que la armonía es razonable».
Está claro entonces que existe una relación entre la apreciación racional de la belleza y las imágenes sensoriales[1]. Es verdad que casi todo lo que hacemos como seres humanos implica a los sentidos, así que no resulta sorprendente afirmar lo mismo al hablar de nuestro disfrute estético. Pero hay una profunda diferencia entre la manera en que entran en juego las imágenes sensoriales en el acto de entender, y en el acto de apreciar la belleza.
En el primero, la mente utiliza imágenes sensoriales, pero lo importante es abstraerse de ellas. Es decir, cuando la mente intenta entender algo, procura dejar atrás la imagen sensorial y descansar en la idea. En la experiencia estética, el objetivo es deleitarse en la realidad espiritual precisamente como se presenta en la misma imagen sensorial.
Pongamos un ejemplo. El famoso poema de Walt Whitman, Cuando oí al sabio astrónomo, trata de un poeta que asiste a una conferencia científica.
Cuando oí al sabio astrónomo,
cuando vi las pruebas y los números dispuestos en columnas,
cuando me presentó los cuadros y diagramas
para que los sumara, dividiera y midiera,
cuando desde mi asiento oí la clase
que entre aplausos dictaba el astrónomo,
me harté de pronto, sin saber por qué;
con sigilo salí a deambular solo,
en el húmedo aire místico de la noche,
y así, de tanto en tanto,
contemplaba en perfecto silencio las estrellas.
He aquí dos personajes, el científico y el poeta. El astrónomo desea entender las estrellas. Perfecto: es lo que ha de hacer el científico, intentar descubrir las ideas, las fórmulas abstractas, que pueden usarse para saber de qué están hechas las estrellas y cómo se mueven. Pero el poeta sólo desea deleitarse contemplando las estrellas. Perfecto también: es lo que hace bien el poeta, y nos ayuda a hacerlo con él.
La búsqueda del conocimiento y el éxtasis de la experiencia estética no son contrarios, pero son diferentes. Aquella desea sacar de la imagen el oro inmaterial, y este desea apreciar el oro inmaterial en su entorno sensorial natural.
Ahora bien, si la práctica de contemplar la belleza se centra en las imágenes sensoriales, podemos inmediatamente realizar nuestra primera conexión crucial entre la experiencia estética y la vida moral. El vínculo está en las pasiones. Las pasiones pueden definirse a grandes rasgos como nuestros impulsos, deseos o sentimientos. También las podemos definir como nuestras reacciones emocionales ante las cosas que nos gustan y las que no.
Cuando vemos algo que nos gusta, nuestras respuestas emocionales positivas (por ejemplo, el deseo o la esperanza) nos atraen. Cuando vemos algo que no nos gusta, nuestras respuestas emocionales negativas (la aversión, el miedo) nos alejan. Así que nuestras pasiones nos mueven a actuar de una manera determinada (o nos disuaden).
Y algo muy importante en el ser humano: nuestras pasiones son activadas por la percepción sensorial. Por eso la antropología católica tradicional las llama «apetitos de los sentidos»: porque responden a lo que nos presentan los sentidos.
La relación entre belleza y pasión ya ha de ser evidente, pues, como acabamos de decir, la experiencia de la belleza implica la percepción del bien espiritual y de la verdad espiritual en las imágenes sensoriales. Esto significa que mediante la belleza podemos activar reacciones físicas ante la realidad espiritual. De manera asombrosa, como criaturas tanto físicas como espirituales, reaccionamos físicamente ante la belleza espiritual encarnada en una imagen sensorial.
Recordemos la vez que oímos una hermosa melodía y se nos erizó la piel. En realidad, la emoción profunda, la reacción apasionada, forma parte intrínseca de toda experiencia de belleza. Se puede saber la verdad y no sentir nada. Se puede elegir el bien y no sentir nada. Pero no se tiene experiencia estética, no se aprecia belleza, sin sentir algo[2].
Resumiendo, la contemplación de la belleza puede dirigir nuestras pasiones, las cuales a su vez motivan fuertemente la acción dirigiéndola hacia la bondad y la verdad espirituales.
Llegados a este punto podemos reconocer por qué estamos obligados moralmente a la búsqueda de la belleza. Hacia el final de su Carta a los filipenses, dice san Pablo: «Por lo demás, hermanos, todo lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 8).
¿Por qué? ¿Por qué hemos de tener en cuenta lo puro, lo amable, lo noble? ¿Por qué atender a lo bello? Por dos razones.
Primero, porque es bueno en sí mismo experimentar la belleza. El moralista y ético Germain Grisez y sus compañeros articularon una lista de bienes tan básicos que no hace falta justificar su búsqueda[3]. Se persiguen porque son buenos, y es bueno alcanzarlos. Naturalmente, la experiencia estética está incluida en la lista. Si alguien preguntara: «Entonces, ¿por qué quieres experimentar lo bello?», la respuesta sería algo así como: «¡Justamente por eso, porque es bello!». No hace falta justificarlo más.
Pero existe una segunda razón para buscar la belleza: porque atrae a la persona hacia la verdad y la bondad inmateriales. Como veremos después, la verdad, la bondad y la belleza son intrínsecamente equivalentes: cada una de ellas es coextensiva con las otras. Pero la belleza es la que enciende en nosotros las pasiones, el deseo de lo que es bueno y verdadero, porque se presenta en imágenes sensoriales que provocan en nosotros fuertes reacciones emocionales. Así que la belleza nos hace anhelar cosas más elevadas, y ese anhelar nos motiva para perseguir, lo cual nos conduce hacia nuestra realización última.
Todo aquello que nos ayude a alcanzar nuestra realización última debemos perseguirlo.
EL PAPEL DE LA FORTALEZA Y LA TEMPLANZA
Como la belleza está vinculada a las pasiones, entonces las virtudes que nos ayudan a ordenar nuestras pasiones se vuelven cruciales para el desarrollo de un acercamiento moral a la estética. Estas dos virtudes son la templanza y la fortaleza.
Hablemos primero de la templanza, que nos capacita para resistirnos a las pasiones desordenadas. Los excesos adormecen la sensibilidad ante la belleza, igual que el exceso de sol nos ciega. Esto se refiere especialmente a lo que es abiertamente pecaminoso: la carnalidad flagrante, el egoísmo, la vulgaridad. Estas cosas nos conducen a ver el mundo material como una mera herramienta para nuestra propia satisfacción, en lugar de verlo como el lugar donde se oculta la belleza.
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