Liz Phair - Historias de terror

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***En la lista de los Mejores Libros del Año 2019 según NPR*** Cuando Liz Phair irrumpió en la escena musical independiente a principios de los noventa con su controvertido doble álbum «Exile in Guyville» —su particular respuesta, tema a tema, al célebre «Exile on Main St.» de los Rolling Stones—, su sinceridad descarnada, sexualidad sin tapujos y talento como escritora de canciones lo convirtieron en un disco fundamental del rock alternativo y en manifiesto generacional. Siguiendo la estela de otros iconos del rock como Patti Smith o Kim Gordon, Phair compone una original autobiografía a partir de diecisiete momentos clave de su vida a modo de cuentos morales que transpiran miedo, dolor, rabia, humor, sentimiento de culpa o patetismo a partes iguales. Sin hacer concesiones y dejando de lado la habitual autocomplacencia de las estrellas del rock, Phair hurga en las cicatrices que ha dejado una vida consagrada a la creación para concluir que son las traiciones —padecidas o infligidas— las que nos conforman como seres humanos.

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Los globos incandescentes desprenden un cálido resplandor que resulta al mismo tiempo reconfortante y vagamente incriminatorio. Me siento radiografiada, exhibida bajo una luz reveladora que magnifica todos mis defectos. El proceso de transformación es siempre el mismo, pero los resultados varían notablemente en función de quién sea la artista y de lo que estén buscando. Nunca me acostumbro a la precisión del maquillaje aplicado con profesionalidad a mi rostro de por sí anguloso. Parece que aquí estemos redoblando esfuerzos cuando deberíamos estar llegando a un compromiso. Pero dejo que mi equipo de glamur haga su trabajo, porque el único desenlace que cuenta es el que capte la cámara.

Las fotografías que estamos tomando hoy aparecerán en una revista adolescente neoyorquina que está en la onda, junto a un artículo para la promoción de mi último álbum. Nos encontramos en el Meatpacking District5, en el ático de un amigo de alguien, y la fotógrafa está embarazada. Es todo muy de vanguardia, pero tengo que proteger el inminente lanzamiento de mi disco. Quiero ver las referencias que están usando para el concepto que quieren vender. Necesito tener la certeza de que cuando lo editen quedará como ellos han dicho. Últimamente he hecho un montón de sesiones fotográficas y tengo la sensación de que me están robando la identidad. No tengo ni idea de que están a punto de hacerme algunas de las mejores fotografías de toda mi trayectoria.

Nada más llegar al loft, me pasean por ahí y me presentan a todo el equipo. Echamos una ojeada a un perchero con ropa mientras la fotógrafa me explica su visión. Quiere hacer algo rompedor, algo que provoque a la gente. Veo mucho material de bondage . Si un hombre me hubiera sugerido que explorásemos narrativas sadomaso, se me habrían puesto los pelos de punta inmediatamente. Pero el espectáculo de esta mujer embarazadísima dirigiendo a una plantilla de ocho personas vestida con botas militares, pantalones de cuero ceñidos y una camiseta de concierto que apenas cubre su enorme vientre me desarma por completo y accedo a seguirle la corriente.

Lo que me muero de ganas de decir ahora, aquí sentada mientras me llenan los poros de polvos de maquillaje, es que he cambiado de idea. He tenido unos minutos para pensarlo y quiero dar marcha atrás. Me temo que las fotos tengan una pinta chabacana, o pornográfica o —peor aún— que parezca que esté desesperada por convencer a la gente de que sigo siendo sexy. Vuelvo a llamar a mi mánager, pero se encuentra a mitad de trayecto rumbo al centro de la ciudad y no coge el teléfono. Si quiero parar este tren, voy a tener que hablar con la maquinista yo misma.

Pero hay algo más que me lo impide. La maquilladora, cuyo rostro se cierne a apenas un centímetro del mío, está llorando. Más aún, está sollozando descontroladamente. No hace el menor ruido, pero es evidente que está desbordada. El drama se desarrolla entre nosotras dos, porque nadie más ha notado nada. Cada vez que resuella se le despejan temporalmente los ojos. Luego las lágrimas vuelven a acumularse, se derraman y ruedan por sus mejillas junto con lo que le queda de rímel.

También está mojada, empapada por la lluvia que ha empezado a caer en el exterior. Alguien la mandó a comprar tabaco y celofán en Duane Reade, y cuando volvió estaba hecha un cromo. Ni siquiera se ha molestado en secarse. Sea lo que sea lo que la haya disgustado, es tan grave que su propia comodidad carece de importancia. La primera impresión que me dio fue positiva. Se mostró refinada y amigable, una gótica élfica de veintidós o veintitrés años cuyo propio maquillaje estaba aplicado de forma inmaculada y realzaba su complexión.

No puedo imaginarme qué le puede haber sucedido para que esté así. Me pregunto si la habrá llamado su novio para cortar con ella, o si se ha topado con un ex por la calle. Quizás haya muerto alguien de su familia. Le pregunto si se encuentra bien, y ella le quita importancia. «Sí, estoy bien.» Si estuviéramos en cualquier otro lugar que no fuera Nueva York, le volvería a preguntar, pero los residentes de esta abarrotada metrópoli tienen que construirse una sensación de intimidad de la nada y a pulso, y no siempre es más amable insistir.

La punta de su minúscula nariz está colorada. Está aplicando lápiz de ojos a la línea de las pestañas, difuminándolo repetidamente con un pincel biselado. Tiene que apoyar un brazo sobre el otro, porque jadea tanto que le tiembla la mano. No tiene tiempo para tomarse un descanso y sosegarse. Me he presentado tarde, y creo que vamos con retraso. Puede que la haya hecho perderse una cita, pienso yo. Pero parecía contenta y relajada antes de salir.

Repaso mentalmente distintos escenarios. Puede que esté sin blanca y que acabe de descubrir que se ha quedado sin un trabajo con el que contaba. Puede que haya dejado de beber hace poco y que se le esté haciendo todo demasiado cuesta arriba. Puede que a su perro lo haya atropellado un coche, pero no puede largarse del trabajo porque está sin blanca y ha dejado de beber. Tanta conjetura me está dejando el cerebro como una batidora. Tengo que concentrarme en mi propia situación y encontrar la forma de sacar adelante esta sesión fotográfica sin minar la inspiración de mi fotógrafa.

«Estás increíble», me dice el peluquero acercándose y colocándose detrás de la silla para acariciarme la melena.

Me miro en el espejo. La verdad es que estoy impresionante. La maquilladora me ha dotado de unos preciosos labios rojos y una mirada oscura y osada. El estilista sigue jugando con mi pelo, atusándolo, alborotándolo y revolviéndolo hasta alcanzar una textura que me hace sentir tan salvaje como atrevida. La maquilladora sonríe por primera vez desde su bajón. Me doy cuenta de que está orgullosa de su obra. No quiero decepcionar a ninguno de ellos. Meneo la cabeza de un lado a otro, poniendo caras que normalmente no pondría jamás y viendo cómo desaparezco dentro de un personaje.

Y en un abrir y cerrar de ojos, nos ponemos en marcha. Me llevan corriendo al vestuario, donde me desnudo tras una cortina muy fina y me quito la ropa de calle para ponerme el atuendo seleccionado por ellos. Estoy tan delgada debido a lo mucho que he trabajado últimamente que me sienta todo como un guante. Aparezco entre gemidos de entusiasmo. Pese a mis reservas anteriores, hasta yo me dejo llevar por la fantasía. Soy una zorra motera. Soy Olivia Newton-John en Grease , cuando, al final de la película, se vuelve mala. De forma espontánea, agarro un sombrero vaquero rojo y alguien me presta un cigarrillo. Ahora soy Ponyboy, de Rebeldes . Es todo un juego de disfraces.

Me pongo delante de la cámara y hago poses provocativas ante el telón de fondo de lona impermeabilizada. Tienen puesta buena música y vamos a ir a donde quiera que nos lleve el momento. Las fotos tienen una pinta increíble. Todo el mundo se asoma por encima del hombro de la fotógrafa para admirar sus fotos de prueba. Me deja quedarme con algunas de las Polaroid. Me siento desinhibida y libre. Pero este viaje tiene un destino, y la fotógrafa tiene una hoja de ruta acerca de cómo llegar a él. Cada puesta en escena es psicológicamente más intensa que la anterior, hasta que llegamos a los límites de mi zona de confort. Quiere que haga una declaración atrevida acerca de la anulación del poder femenino, que habite un rol que me hace sentir realmente vulnerable. Quiere que abrace el bondage . La indecisión que reina en la habitación me dice que ya se contaba con esta bifurcación en el camino. Es cosa mía decir que sí.

Al final, lo hago por Magdalena. Me pongo un vestido escotado que acentúa mis pechos. Una de las asistentes me ata los brazos por detrás de la espalda y me entrecruza el cuerpo con una cuerda con la que me da dos vueltas al cuello. Me tapan la boca con cinta americana. La única forma de comunicarme que tengo ahora es a través de los ojos. La maquilladora sale al escenario para difuminarme el contorno de ojos y administrarme gotas de glicerina para que parezca que estoy llorando. Se sitúa delante de mí con las mejillas secas mientras humedece las mías. Ha tenido tiempo de arreglar su propio maquillaje y parece otra persona. Se ha aplicado un reluciente look color pastel y ha cambiado de estética por completo.

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